Richard Osman (Essex, 50 años) lleva años siendo un rostro muy conocido en Reino Unido como presentador del concurso de la BBC Pointless. Ahora, además, es uno de los autores más vendidos gracias a la serie protagonizada por El Club del Crimen de los Jueves, cuya primera entrega igualó registros no conocidos en el mundo editorial desde Harry Potter.
Ofrecemos el primer capítulo de la secuela de aquel éxito, un libro titulado El jueves siguiente (Espasa) y cuyas primeras líneas pueden leer aquí.
EL JUEVES SIGUIENTE
—El otro día estaba hablando con una mujer en Ruskin Court y me dijo que estaba a dieta — comenta Joyce entre sorbos de vino—. ¡Con ochenta y dos años!
—Los andadores te hacen parecer más gordo — replica Ron—. Es por las patas, que son muy finas.
—¿Qué sentido tiene una dieta a los ochenta y dos años? — insiste Joyce—. ¿Qué puede hacerte un rollito de salchicha? ¿Matarte? ¡Lo mismo que todo lo demás!
— El Club del Crimen de los Jueves ha finalizado su reunión. Esta semana han estudiado el caso de un quiosquero de Hastings que mató con una ballesta a un tipo que se había colado en su local. Al quiosquero lo detuvieron, pero entonces entró en juego la prensa y se acabó generando el consenso de que toda persona tiene derecho a proteger su negocio con una ballesta, ¡evidentemente!, de modo que el hombre salió en libertad, con la cabeza bien alta.
La comedia negra que igualó en ventas a Harry Potter
Alrededor de un mes después, la policía descubrió que la víctima del ballestazo estaba saliendo con la hija adolescente del quiosquero y que este tenía un largo historial de daños y lesiones graves, pero para entonces el caso había caído en el olvido. Al fin y al cabo, era 1975. No había cámaras de vigilancia, ni nadie con ganas de ponerse a investigar.
—¿Os parece que un perro me haría compañía? — pregunta Joyce—. No acabo de decidirme entre adoptar un perro o abrirme una cuenta en Instagram.
—Yo no te lo aconsejaría — responde Ibrahim.
—Tú siempre estás en contra de todo — replica Ron.
—A grandes rasgos, así es — conviene Ibrahim.
—No digo un perro grande — prosigue Joyce—. No podría con él.
Joyce, Ron, Ibrahim y Elizabeth están comiendo en el restaurante situado justo en el centro del complejo residencial de Coopers Chase. Sobre la mesa hay una botella de vino blanco y otra de tinto. Son las doce menos cuarto, más o menos.
—Tampoco te conviene un perro pequeño, Joyce — dice Ron—. Los chuchos pequeños son como los hombres canijos: siempre tienen algo que demostrar. Chillan, ladran a los coches… Joyce asiente.
—¿Tal vez uno mediano? ¿Tú qué opinas, Elizabeth?
—Eh…, buena idea — contesta ella, aunque en realidad no la está escuchando. ¿Cómo prestar atención, después de la carta que ha recibido? Sabe cuál es el tema general, naturalmente. Elizabeth siempre está alerta, porque uno nunca sabe lo que puede salirle al paso. Ha oído toda clase de cosas a lo largo de los años: un retazo de conversación en un bar de Berlín, un marinero ruso con la lengua floja durante un permiso en Trípoli…
Este jueves, mientras almuerzan en un tranquilo complejo para jubilados de Kent, parece ser que Joyce quiere un perro, que hay debate en lo referente a tamaños y que Ibrahim tiene sus dudas. Pero su mente está en otra parte. En algún momento una mano anónima le ha deslizado una carta bajo la puerta.
Querida Elizabeth: No sé si te acordarás de mí. Puede que no; pero sin pecar de soberbia, me atrevería a decir que sí. La vida ha vuelto a obrar su magia y, esta semana, nada más trasladarme, he descubierto que somos vecinos. ¡Ya ves que ahora me codeo con la buena sociedad! Debes de estar pensando que dejan entrar a cualquiera en este complejo. Ya sé que hace bastante tiempo que no nos vemos, pero sería maravilloso renovar nuestra relación después de tantos años. ¿Te gustaría venir a tomar una copa conmigo en el 14 de Ruskin Court? ¿Para inaugurar mi nuevo hogar? Si es así, ¿qué me dices de mañana a las tres de la tarde? No hace falta que contestes. De todas formas, te estaré esperando con un buen vino. Me encantaría volver a verte. ¡Hay tantas cosas que contar! Ha pasado muchísima agua bajo el puente, ¿verdad? Espero que te acuerdes de mí, y espero verte mañana.
Tu viejo amigo, Marcus Carmichael
Elizabeth no ha dejado de darle vueltas al mensaje desde anoche. La última vez que vio a Marcus Carmichael debió de ser a finales de noviembre de 1981, una noche gélida y muy oscura, en Lambeth Bridge, con el Támesis en su nivel más bajo. Su aliento formaba nubecillas en el aire helado. Eran un equipo de especialistas y Elizabeth estaba al mando. Llegaron a bordo de una furgoneta Transit de aspecto desvencijado, que en teoría era de un tal G. Procter. Limpieza de ventanas y desagües. Toda clase de obras y reparaciones, pero que en realidad albergaba una reluciente constelación de pantallas, teclas e interruptores. Un joven agente de policía había acordonado parte de la ribera, y los muelles del Albert Embankment estaban cerrados al público.
Elizabeth y su equipo bajaron por la escalera de piedra, arriesgando el cuello a causa del resbaladizo moho que cubría los peldaños. La marea baja había dejado al descubierto un cadáver, casi sentado, con la espalda apoyada contra el pilar de piedra más cercano del puente. El procedimiento había sido el adecuado. Elizabeth se había asegurado de que así fuera. Un miembro de su equipo había examinado la ropa y registrado los bolsillos del pesado abrigo, una mujer de Highgate había tomado fotografías y el médico había certificado la defunción. Era evidente que el hombre se había lanzado al agua río arriba, o quizá alguien lo había empujado. Eso ya lo decidiría el forense. Alguna otra persona dejaría constancia de todo en un informe mecanografiado y Elizabeth se limitaría a firmar con sus iniciales al pie del documento. Así de simple.
El recorrido escaleras arriba con el cadáver sobre una camilla militar había llevado su tiempo. El joven agente, encantado de que lo llamaran para echar una mano, había trastabillado y se había roto un tobillo, que era justo 14 T-El jueves siguiente.indd 14 13/7/21 14:37 lo que no necesitaban en esas circunstancias. Le explicaron que en ese momento no podían llamar a una ambulancia y se lo tomó bastante bien. Varios meses después recibió una promoción inesperada, por lo que las consecuencias negativas fueron mínimas.
Finalmente, la pequeña unidad de Elizabeth llegó al muelle y el cadáver fue introducido en la furgoneta Transit blanca. Toda clase de obras y reparaciones.
Después, el equipo se dispersó, con excepción de Elizabeth y el médico, que se quedaron en la furgoneta, junto al cadáver, durante todo el recorrido hasta la morgue de Hampshire. Era la primera vez que Elizabeth trabajaba con ese médico, un hombre corpulento, de cara enrojecida y bigote negro con algunas canas, pero bastante interesante. Un hombre difícil de olvidar. Hablaron de eutanasia y de críquet hasta que el médico se quedó dormido.
Ibrahim defiende su punto de vista, con la copa de vino en la mano.
—No te aconsejaría ningún perro, Joyce, ni grande, ni pequeño ni mediano. A estas alturas de tu vida, no te conviene.
—Oh, ya veo por dónde vas — interviene Ron.
—Un perro mediano — prosigue Ibrahim—, como puede ser un terrier o un jack russell, tiene una esperanza de vida de unos catorce años.
—¿Y eso quién lo dice? — pregunta Ron.
—Las asociaciones de criadores, Ron, a menos que quieras contradecirlas. ¿Es eso lo que quieres?
—No; tienes razón.
—A ver, Joyce — continúa Ibrahim—, tú tienes setenta y siete años, ¿no?
Joyce asiente.
—Setenta y ocho el año que viene.
—Sí, claro, obviamente — conviene Ibrahim—. Entonces, si tienes setenta y siete, tenemos que calcular tu esperanza de vida para hacer un pronóstico.
—¡Oh, sí! — replica Joyce—. ¡Me encantan este tipo de cosas! Una vez me echó las cartas del tarot una mujer que había en el muelle. Me vaticinó que recibiría un montón de dinero.
—Concretamente, tenemos que calcular las probabilidades de que tu esperanza de vida sea superior a la de un perro de tamaño mediano.
—Para mí es un misterio que no te hayas casado nunca, muchacho — le dice Ron a Ibrahim, extrayendo de la cubitera la botella de vino blanco—. Con ese pico de oro que tienes, no lo entiendo. ¿Otra copa?
—Gracias, Ron — responde Joyce—. Llénamela hasta arriba, así no tendrás que volver a hacerlo enseguida. Ibrahim sigue desarrollando su razonamiento.
—Una mujer de setenta y siete años tiene un cincuenta y uno por ciento de probabilidades de vivir quince años más.
—¡Mira qué bien! Por cierto, no he recibido ningún dinero, ni mucho ni poco. —Por eso, si consiguieras un perro ahora, Joyce, ¿vivirías más que el animal o menos? Ahí está el quid de la cuestión.
—Yo viviría más, por pura mala leche — interviene Ron—. Nos sentaríamos frente a frente en una habitación, mirándonos a los ojos, a ver quién se muere antes. Yo no, desde luego. Es como cuando estábamos negociando con la patronal de la Leyland, en 1978. En cuanto uno de ellos se levantó para ir a orinar, supe que los teníamos en el bote. — Ron bebe un trago de vino—. Nunca seáis los primeros en ir al servicio. Haceos un nudo en la pilila, si es preciso.
—La verdad, Joyce — continúa Ibrahim—, es que quizá sí y quizá no. Un cincuenta y uno por ciento de probabilidades es lo mismo que lanzar una moneda al aire. No creo que valga la pena correr el riesgo. Nadie debe morirse antes que su perro.
—¿Y eso qué es? ¿Un viejo proverbio egipcio o una máxima de los psiquiatras? — pregunta ella—. ¿O algo que te acabas de inventar? Ibrahim vuelve a inclinar la copa en dirección a Joyce, como para indicar que aún no ha acabado de derrochar sabiduría.
—Tienes que morirte antes que tus hijos, por supuesto, porque les has enseñado a vivir sin ti. Pero no antes que tu perro, porque a tu perro le enseñas a vivir contigo.
—Eso que dices merece una buena reflexión, Ibrahim — responde Joyce—. Aunque quizá es un poco crudo. ¿Tú qué opinas, Elizabeth? Elizabeth la oye, pero su mente sigue en la cabina de carga de la furgoneta Transit, lanzada a toda velocidad por las calles de Londres, entre el cadáver y el médico del bigote. No es el único episodio de ese estilo en su carrera, pero destaca lo suficiente para ser memorable; cualquiera que supiera algo de Marcus Carmichael estaría de acuerdo.
—Adopta un perro que ya sea mayor y así dejarás sin efecto los cálculos de Ibrahim — responde. Después de tantos años, ha vuelto a aparecer Carmichael. ¿Qué querrá? ¿Charlar un rato? ¿Rememorar amablemente el pasado, junto al fuego de la chimenea? Quién sabe. Les lleva la cuenta la chica nueva, que se llama Poppy y tiene tatuada una margarita en el antebrazo. Hace alrededor de dos semanas que trabaja en el restaurante y, de momento, las opiniones no son muy buenas.
—Nos has traído la cuenta de la mesa doce, Poppy — dice Ron. La joven asiente.
—Sí, claro… ¡Oh…! ¡Qué tonta! ¿Qué mesa es esta?
—La quince — replica Ron—. Puedes verlo porque tiene un quince bien grande pintado en la tarjeta del centro.
—¡Perdón! — exclama ella—. No es fácil recordar los platos, traerlos, fijarse en los números… Pero ya me acostumbraré — añade antes de volver a la cocina.
—Es buena chica — comenta Ibrahim—, pero no sirve para este trabajo.
—Tiene unas uñas preciosas — señala Joyce—. Inmaculadas. ¿Has visto sus uñas, Elizabeth?
—Muy bonitas — conviene ella con un gesto afirmativo. No es lo único que le ha llamado la atención de Poppy, surgida aparentemente de la nada, con sus uñas y su incompetencia. Pero de momento tiene otras preocupaciones, y el misterio de Poppy puede esperar. Vuelve a repasar mentalmente el texto de la carta. «No sé si te acordarás de mí… Ha pasado muchísima agua bajo el puente…» ¿Se acordaba Elizabeth de Marcus Carmichael? ¡Qué pregunta tan ridícula! Había encontrado su cadáver recostado contra un puente del Támesis en marea baja.
Había ayudado a trasladarlo, subiendo aquellos resbaladizos peldaños de piedra en medio de la noche. Se había sentado a un palmo de su cuerpo sin vida, en una furgoneta Transit blanca que pregonaba servicios de limpieza de ventanas. Le había dado la noticia de su muerte a su joven esposa y había asistido a su funeral, como señal de respeto. De modo que, sí, Elizabeth se acuerda muy bien de Marcus Carmichael. Pero es mejor que vuelva a prestar atención a los otros comensales. Cada cosa a su tiempo. Coge su copa de vino blanco.
—No todo es cuestión de números, Ibrahim.
Y tú, Ron, te morirías mucho antes que el perro. La esperanza de vida de los hombres es bastante inferior a la de las mujeres, y ya sabes lo que te ha dicho el médico de tu amenaza de diabetes. En cuanto a ti, Joyce, las dos sabemos que ya te has decidido. Adoptarás un perro en un refugio. Ahora mismo estará solo, con los ojos tristes, esperando a que vayas a recogerlo. No podrás resistirte y, además, será divertido para todos nosotros, así que deja de darle vueltas. Tarea cumplida.
—¿Y qué me dices de Instagram? — insiste Joyce. —Ni siquiera sé qué es, así que haz lo que mejor te parezca — responde Elizabeth antes de beberse el vino. ¿Una invitación de un muerto? Pensándolo bien, la aceptará.
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