El lamento del mafioso (Alianza Editorial, traducción de Mariano Antolín) continúa la ambiciosa serie de Ray Celestin, empeñado en seguir el rastro de la historia del jazz y mezclarlo con lo mejor del policial. Ya sorprendió con Jazz para el asesino del hacha y confirmó todo con la apabullante El blues del hombre muerto. Esta es la tercera entrega.
CAPÍTULO 2
Se dirigieron hacia el norte por el Midtown, dejando atrás TimesSquare y su arcoíris nocturno. Atajaron por la 7, luego por la 52. Pasaron delante de los clubs de jazz de Swing Street, que todavía latían con el neón, la música y el movimiento. Tomaron Madison arriba, que estaba más callada, como respetando la hora. Las clásicas fachadas de sus oficinas y bloques de apartamentos estaban impregnadas de quietud y sombras, lo que las hacía parecer mausoleos, como si la calle estuviera bordeada de criptas. Gabriel imaginó que la ciudad entera era una necrópolis, con esqueletos detrás de cada puerta.
El taxi tomó la calle 61 y hubo señales de vida: el Copacabana, situado en la que por otra parte era una anticuada calle residencial en la zona más rica del Upper East Side. Aún había una serpenteante cola de gente en la acera, esperando para entrar. Había porteros y taxistas y trasnochadores que se dirigían a casa. La agitación propia de un club nocturno. El sonido sordo de la música estremecía el aire. Se detuvieron detrás del camión que transmitía para la radio aparcado junto a la entrada del Copa Lounge, en la puerta de al lado. Gabriel se apeó de un salto, pagó la carrera y alzó la vista hacia el anuncio: «Nunca una versión que no sea auténtica ni una consumición mínima». Gabriel lo pasó andando, hasta la misma entrada del Copa. Los porteros abrieron el cordón, dejándole pasar. Él les dio las gracias con un asentimiento de cabeza.
Entró al vestíbulo y bajó la escalera, y el sonido de la orquesta aumentó; luego se abrieron las puertas al salón de baile y la música le golpeó como una onda expansiva. El pase del espectáculo de las dos de la madrugada estaba llegando a su clímax; Carmen Miranda en el escenario se contoneaba con un ajustado vestido de satén, el pañuelo de su cabeza contenía medio frutero. Detrás de ella un conjunto de Sirenas de la Samba partía corazones con sus caderas, imitando los movimientos de Miranda con perturbadora precisión.
El club estaba cerca de su aforo completo: setecientas personas dispersas por los diversos pisos, entreplantas y gradas. En las escaleras y rampas que conectaban todo eso, encargados y camareros iban de un lado para otro. El Copa había empezado siendo un intento modesto de traer el glamur de la vida nocturna de los hoteles de Río de Janeiro al frío norte, pero se había hecho tan popular que habían tenido que ampliar constantemente el espacio. Abrieron una coctelería en el piso alto y la emisora WINS empezó a transmitir un programa de radio desde allí: el lugar de reunión más famoso y sus despampanantes chicas. ¡Y está invitado!
Luego alguien decidió convertirlo en una película: Copacabana, protagonizada por Groucho Marx y Carmen Miranda. Como la película requería una banda sonora, el Copa también se convirtió en una canción:
«Vamos al Copacabana». Esta canción era la que en ese momento estaba bailando Carmen Miranda. A la cantante-bailarina-actriz brasileña la habían contratado en el club para que actuara cinco semanas como parte de la gira de publicidad de la película, y la canción constituía el clímax del espectáculo. Mientras sus caderas se contoneaban al ritmo del retumbar atómico de las congas, Gabriel paseó su mirada por la multitud.
En la barra Frank Sinatra y Rocky Graciano estaban totalmente enfrascados en una especie de competición de limbo con un par de chicas que Gabriel creyó reconocer de los carteles de teatro de la calle 42. Podía apreciar el efecto de la bencedrina en sus ojos. Una de las chicas cayó a la 27 moqueta y todos se partieron de risa. Frank dio una palmada en el hombro de Rocky, como si algo les hubiera salido bien, y puede que así fuera.
Detrás de ellos había unas cuantas estrellas cinematográficas de segunda fila y la mitad de los jugadores del equipo de los Yankees, que habían acudido al club todas las noches desde que un mes antes ganaran el Campeonato de Béisbol. Algunos hombres de la familia Bonanno
deambulaban por allí con mujeres que podían ser sus esposas, novias o queridas. Miembros de las otras cuatro familias de la Mafia de Nueva York estaban dispersos por allí. En uno de los palcos de arriba, protegido por la oscuridad de algunas palmeras falsas y columnas con espejos, Gabriel distinguió a O’Dwyer, el alcalde, sentado a una mesa con una multitud de tipos trajeados, revolviendo con una paletilla para cócteles un triste mai tai. El alcalde alzó la vista, y entre el clamor de los que bailaban sus ojos se encontraron con los de Gabriel. Se saludaron con la cabeza uno al otro. O’Dwyer fue elegido con el apoyo de Frank Costello, jefe de la familia Luciano, propietario nada secreto del Copacabana y el hombre que había encargado a Gabriel dirigir el club. Gabriel intentó distinguir a los otros hombres de la mesa del alcalde, pero estaban demasiado en sombra. Uno de ellos sacó una pastilla de una pitillera y se la metió en la boca. Mientras la orquesta acometía un crescendo, Gabriel echó una última mirada a la sala y se volvió a sentir abrumado por lo que veía, la idea de que a esto era a lo que habían llegado, que aquella decadencia era lo que había traído la paz, el resultado final del mundo haciéndose pedazos, la matanza de millones y sombras ardiendo en las paredes. Se preguntaba, como le pasaba con frecuencia, si quizá el mundo no había muerto con la conflagración, y todos ellos se limitaban a arrastrar su existencia en un limbo, una necrópolis, y él era el único que lo notaba.
La orquesta llegó al final de la canción con una avalancha de redobles de las congas y estallido de los metales. Se elevó una especie de rugido de la multitud y la gente se abrazó, besándose algunos. Los ojos brillaban.
Miranda hizo una reverencia.
El maestro de ceremonias agarró el micrófono y anunció que la orquesta se tomaría un descanso pero que se quedarían con Martin y Lewis para que siguieran entretenidos. Dean Martin apareció en el escenario con un whisky en la mano; Jerry Lewis, con las manos en los bolsillos. Martin dio las gracias al maestro de ceremonias y le señaló con un dedo mientras este abandonaba el escenario.
—Detrás de un triunfador —dijo— hay una suegra sorprendida. El de la batería dio un redoble. La multitud se partió de risa. Gabriel dio la espalda a todo eso, se dirigió a una puerta con un cartel de «Solo personal» y penetró en un pasillo gris frío y húmedo. La puerta se cerró tras él y amortiguó la mayor parte del sonido. Después de unas cuantas esquinas, llegó a su despacho, abrió la puerta con su llave y se introdujo dentro. Era un espacio sin ventanas, tan gris como el pasillo, con un olor añejo a humedad. Estaba dominado por una mesa cubierta por paño verde en la que tres hombres contaban montones de dinero. Ponían el dinero en pilas, sujetaban los billetes con gomas, los colocaban en bandejas, chupaban lápices, escribían listas. El recuento era complicado, una lista de lo que en realidad ganaban, una lista de lo que se declararía a Hacienda, una lista de lo que recibían los dueños, una lista de lo que se llevarían de extranjis Costello y la Mafia. Gabriel probablemente era la única persona de la operación capaz de seguir la pista de todo aquello.
Cerró la puerta con llave y se dejó caer en su sillón, y los dos pasaportes dieron la impresión de estar haciéndole un agujero en la chaqueta. Seis años de planificación, faltaban diez días, y a él una vez más le dominaba el nerviosismo. Encendió un cigarrillo y notó que Havemeyer, el hombre de más edad de los que estaban sentados alrededor de la mesa contando los montones, le echaba una ojeada.
—¿Qué pasa? —preguntó Gabriel.
—Costello quiere verte —dijo Havemeyer, sin dejar de contar.
El pánico golpeó el pecho de Gabriel y se extendió por su torso.
—¿Está aquí? —preguntó.
Havemeyer negó con la cabeza. Terminó de contar el montón, le puso una goma alrededor, lo dejó en la bandeja y marcó un punto en la lista. Solo entonces se volvió para mirar a Gabriel. El celofán color lima de su visera atrapó el rayo de encima de su cabeza y mandó un brillo verde chillón a su cara, haciendo que pareciese un personaje de uno de los cómics que Sarah dejaba dispersos por el apartamento.
—Llamó —dijo Havemeyer—. Dejó un mensaje por medio de Augie.
—¿Ha dicho lo que quería? —preguntó Gabriel. Entonces comprendió que era una pregunta estúpida. La ciudad tenía pinchados los teléfonos de Costello, y aunque este había contratado a un especialista en telefonía para que los dejara limpios, solo trataba de negocios en persona.
—¿Qué crees tú? —dijo Havemeyer.
Gabriel trató de calmarse. Puede que Costello tuviera un trabajo para él y todo fuese bien. O puede que Costello se hubiera enterado y ya le estuvieran cavando la tumba a Gabriel.
—¿Estás sudando? —preguntó Havemeyer.
Gabriel negó con la cabeza.
—Es la lluvia.
Pareció que el viejo le creía, porque asintió y volvió a sus cuentas. Uno de los hombres puso una bandeja con dinero encima de la caja fuerte del rincón, un objeto rechoncho de hierro colado cuya forma a Gabriel siempre le había recordado una bomba. Otro de los hombres abrió la puerta de la caja fuerte, y los billetes de dólar fueron engullidos por la oscuridad de su interior. Si todo era una ilusión, si en realidad habían descendido al infierno, aquella bomba era el horno que alimentaba el sueño.
Seis años de planificación, quedaban diez días, y a él le había llamado el jefe de todos los jefes.
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