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Lean el inicio de ‘Los crímenes de la carretera’, de J. D. Barker, maestro del ‘thriller’ con psicópata

Los mejores momentos de la charla que mantuvieron J. D. Barker y Juan Gómez Jurado.

1 Michael

¿Dónde estarás cuando tu vida se acabe? Yo estaba en el supermercado, con un mango en la mano, apretándolo. Hace dieciséis minutos que cogí una llamada de teléfono de la mujer que vive en el apartamento de debajo del mío en el complejo Wilshire Village, una anodina monstruosidad de color mostaza justo al salir de Broadway por Glendale, a una manzana de Wilshire en Los Ángeles. Dejé la cesta en el pasillo, eché a correr las diez manzanas que hay desde la tienda y llegué a casa sudando y sin aliento para encontrarme allí al cartero, en el vestíbulo del edificio, con la mirada fija en el charco de agua que se hacía cada vez más grande bajo la hilera de los buzones. El hilo de agua caía en una cascada constante por la escalera y estaba anegando el hueco del suelo en la planta baja. Pasé corriendo a su lado y subí los escalones con cuidado de no resbalarme. Mi teléfono volvió a sonar cuando llegaba a la puerta de casa. Otra vez la vecina.

—Lo estoy viendo, señora Dowell. Tiene que ser una tubería o algo así. Eso ya me había pasado allá en el este durante el invierno. No tenía ni idea de que también pudiera suceder en California. El agua salía por debajo de la puerta y encharcaba el descansillo.

—¿Michael? Me está cayendo el agua por las paredes, desde el techo —dijo la señora Dowell—. Mis cuadros, mis muebles… ¿Has llamado al portero? Buscaba torpe la llave, encontré la que era y la hice girar en la cerradura.

—Creía que ya lo había llamado usted.

—¿Por qué iba a llamar yo al portero? Es tu apartamento. «Porque el portero podría haber venido hace media hora y haber cortado el agua.»

—Yo lo llamo en cuanto cuelgue, señora Dowell, se lo prometo. Empujé la puerta para abrirla y entré. Alargué la mano hacia el interruptor de la luz y me lo pensé mejor: tenía los pies metidos en no menos de medio centímetro de agua. La señora Dowell suspiró.

—¿Quién va a pagar todo esto? El suelo de parqué brillaba en la luz de la puesta de sol. Un riachuelo corría desde el dormitorio hacia el salón, seguía por el pasillo y salía por la puerta de casa. Oía caer el agua, el borboteo.

—Creo que sale del cuarto de baño —le dije. —No has respondido a mi pregunta —me contestó la señora Dowell.

—Yo lo pagaré. Los daños que haya. No se preocupe por eso. —Mis cuadros tienen un valor incalculable. «Que he visto tus cuadros: nos damos un paseo por el mercadillo y los sustituimos.» El dormitorio era la única habitación enmoquetada de todo el apartamento, lo crucé chapoteando y fui dejando a mi paso un sendero de huellas blanditas. El agua salía del grifo del lavabo en el cuarto de baño. También del de la bañera. Rebosaba y caía en cascada por los bordes de porcelana blanca de ambos.

—Señora Dowell, voy a colgar para llamar al portero. Luego la llamo otra vez.

Volví la cabeza sobre el hombro y miré hacia el dormitorio, muy consciente de que yo no había dejado aquellos dos grifos abiertos, así que lo habría hecho otra persona. La habitación estaba vacía: nada en su interior salvo las sombras que se alargaban. Me volví hacia el lavabo, giré la llave del grifo, lo cerré. Había una toalla dentro del lavabo, tapando el orificio del rebosadero. Sabía que yo no había hecho eso. Tendría que haber salido corriendo en ese instante, haberme largado del apartamento. Ojalá lo hubiera hecho, porque lo que vino a continuación fue mucho peor que el que se colara un desconocido en mi casa. Di los pocos pasos que separan el lavabo y la bañera y eché un vistazo al agua, cómo rebosaba, miré más allá de la superficie ondulante y me fijé en lo que había en el fondo, iluminado tan solo por la menguante luz del ocaso. Vi el rostro más bello, que me clavaba los ojos. Los tenía verdes y oscuros, abiertos de par en par, y la boca entornada, el cabello rubio oscilando con delicadeza en la corriente. Me sorprendí mirándola fijamente, a aquella chica desnuda y sin vida en mi bañera. La piel tersa e inmaculada, la más leve sombra de unas pecas en la nariz. En algún momento cerré el grifo, pero no recuerdo haberlo hecho. Solo recuerdo que me quedé sentado al borde de la bañera, mientras me abandonaba el aliento.

Michael Me zumbó el teléfono en la mano. Otra vez la señora Dowell. Pulsé para rechazar la llamada y marqué. No llamé al portero del edificio. Me cogió el teléfono al tercer tono.

—Estoy pensando en un número del uno al cinco.

El escritor J.D. Baker DAYNA JUNG

—Ahora no, Meg, ha pasado algo…

—Eh, eh, eh, ya conoces las reglas, Michael. Escoge un número. Hice un gesto negativo con la cabeza.

—En serio, Meg, esto es…

—¿Te haces una idea de cuántas veces te he llamado en la última semana? No me lo has cogido. No me has devuelto la llamada. Es que ni te has molestado en mandarme un mensaje de texto diciendo «Oye, que sigo vivo, aunque muy liado» —continuó largando Megan—. Diecinueve veces. ¿Es esa la forma de tratar a tu hermana? El funeral del doctor Bart es el próximo martes, ¿y vas tú y decides desaparecer del radar justo esta semana? Not good, hermano mayor. Tengo encima a la doctora Rose a todas horas: «¿Dónde está tu hermano? ¿Va a venir a casa? ¿Has hablado con él? Estará aquí, ¿verdad?». Ya es bastante malo que no quieras hablar con ella, pero no puedes pasar de mí. Ya sé que no quieres venir para esto, pero tienes que hacerlo, Michael. Sin ti no voy a poder  aguantar el funeral del doctor Bart, es que no puedo. Ya sé que no congeniabais, no siempre…, vale, nunca; pero si te saltas esto, no te lo perdonarás. Es ese tipo de cosas que atormentan durante el resto de tu vida. Lo vas a lamentar, y ya no tendrá vuelta atrás. Si no quieres venir, si no quieres hacerlo por ti, piensa al menos en la doctora Rose y en mí. Ya sé que puede ser una cabrona, pero nos ha criado, y ahora mismo está hecha polvo. Apenas es capaz de mantener la cabeza en su sitio. Y también tenemos que pensar en las apariencias. ¿Cómo la dejará a ella el que tú no estés aquí? Ya sabes cómo habla la gente de la universidad, sus colegas, esto no es lo que ella necesita..

—Megan… —Tú solo dime que estarás aquí, y me olvido del tema. No volveré a mencionarlo. Puedes saltarte incluso mi próximo cumpleaños, mis próximos diez cumpleaños. Solo tienes que venir para esto. Es algo demasiado importante para que…—Tres. Megan guardó silencio.

—El número en el que estás pensando es el tres. —¿Cómo lo haces? —Meg, necesito que me escuches con mucha atención. Ha pasado algo.

—¿Te encuentras bien? El rostro inexpresivo de la chica me miraba fijamente desde la bañera, sus facciones distorsionadas por el agua, la piel pálida envuelta en un resplandor. Qué calma, qué paz aparentaba. Tenía los ojos verdes muy bonitos. De sus labios ascendió flotando una solitaria burbuja que desapareció en la superficie. No me encontraba bien, no, ni mucho menos.

—Hay una chica en la bañera de mi casa.

—Lo dices como si eso fuese un drama —respondió Megan. —Se me ha inundado el apartamento; la señora … Yo qué sé quién… —Se me caían las palabras de entre los labios en un balbuceo incoherente; el corazón me latía con fuerza contra la caja torácica.

—Vaaale, respira hondo, Michael. Lo hice. Respiré hondo dos veces.

—Está muerta, Meg. Megan no dijo nada. —No… no sé quién es. Mi hermana continuó en silencio.

—¿Meg? —Me estás puteando, ¿verdad? Como esa vez en que dijiste que habías atropellado a un tío en el bar de carretera de Kansas City porque llevaba una camiseta de los New Kids On The Block, ¿no? ¿O como esa vez en que dijiste que te encontraste a una prostituta durmiendo en la cabina del camión y decidiste llevártela? ¿Como cuando dijiste que cogiste a un autoestopista en Nevada y lo dejaste en Utah, en Colorado y también en Misuri? Mira, no es momento para bromas, Michael. Tengo que poder decirle a la doctora Rose que vas a venir a casa.

—Es que… no sé cómo ha muerto. Así, mirándola, no lo sé. No tiene nada mal, a simple vista. Parece como si estuviera dormida, pero no lo está, ahí debajo del agua. No respira. No quiero tocarla. Sé que no debería, y no la he tocado.

—Cielo santo, ¿estás hablando en serio? ¿Has llamado a la policía?

—Te he llamado a ti. —Tienes que llamar a la policía. Ahora mismo. Tienes que colgar y llamarlos a ellos. Lo hice.

—¿Puedo cambiarme de pantalones? Estaba en el sofá del pequeño salón de mi casa. Desde el rincón de la estancia, el detective Garrett Dobbs levantó la mirada del teléfono. Frunció el ceño.

—¿Qué? —Al sentarme en el borde de la bañera me he empapado los pantalones y los calzoncillos. ¿Puedo cambiarme de ropa, por favor?

—No. Más tarde. Quiero que repase todo conmigo una vez más. Empiece por el instante en que salió de su apartamento esta tarde —dijo Dobbs.

El detective andaría entre los treinta y cinco y los cuarenta años, llevaba el pelo castaño muy corto por los lados y algo más largo por arriba, ligeramente alborotado. Vestía una sudadera negra, vaqueros y botas negras. Tenía la placa colgada del cuello con una cadena metálica y no hacía el menor esfuerzo por ocultar el arma enganchada en el cinturón. Yo no sabía lo suficiente sobre armas como para identificar la marca ni el modelo, pero era negra y parecía más pesada de lo que con toda probabilidad era. Me sonaba su cara, aunque no era capaz de ubicarlo. Entonces me vino a la cabeza.

—Usted jugaba al fútbol americano, ¿verdad? ¿En Siracusa? Era running back, si mal no recuerdo. No había apartado los ojos de su teléfono, y allí los mantuvo durante otro segundo. Cuando alzó la mirada, su rostro no perdió la inexpresividad.

—¿Es usted neoyorquino? Aquí en Los Ángeles no hay muchos seguidores de los Orange. —Fui a Cornell. Asintió. ç

—Un Big Red, ¿eh?

—Lo cierto es que no. Lo dejé en mi tercer año.

—La última vez que lo miré, no era obligatorio el título universitario para ser de tu equipo.

—Eso es que no ha hablado usted con mis padres. Sin un título universitario, no es que valgas para mucho.

—Muy severo, eso.

—Era usted muy rápido. Siempre pensé que llegaría a profesional. Otro detective cuyo nombre no me habían mencionado se asomó y sonrió.

—Aquí el amigo Dobbs se hacía las cuarenta yardas del campo en 4,27 segundos, lo mismo que Deion Sanders. El tío más rápido que ha salido de Siracusa hasta que se rompió el tendón de Aquiles. A partir de entonces solo fue tan rápido como el resto de los mortales. Dobbs bajó el teléfono.

—Me lo rompí dos veces. En mi segundo y en mi último año. Cuando vinieron los ojeadores de la NFL, me vieron como un producto que ya estaba roto. Pasaron de largo como si fuera invisible. El rendim…

—El rendimiento en el pasado no garantiza un resultado en el futuro —completó el otro detective—. Siempre dice lo mismo. Me recuerda a esos anuncios de productos financieros.

—Vi esa frase escrita junto a mi nombre en uno de los portapapeles de los ojeadores. Se me quedó grabada, supongo. Cuando oyes que alguien dice de ti algo como eso, se te queda metido en la cabeza. El entrenador me permitió terminar mi último año chupando banquillo para que no perdiese la beca, pero todos sabíamos que estaba acabado para el fútbol.

—¿Wilkins? Aquello procedía de uno de los investigadores de Criminalística, cerca de mi cama. El otro detective, Wilkins, cruzó la sala. Dobbs se volvió hacia mí.

—Tiene usted buena memoria. Dejé de jugar en 2001. Madre mía, diecisiete años ya.

—Supongo que sí, que se te quedan grabadas algunas cosas.

La mirada se me fue hacia el investigador de Criminalística. A través de la puerta abierta del dormitorio, lo vi bajar las manos enguantadas y recoger un bolso de señora del lado opuesto de mi cama. Lo dejó con delicadeza sobre el edredón arrugado de color azul marino. No había visto ese bolso cuando entré. Volvió a bajar el brazo y recogió un vestido negro pequeño, bragas, sujetador a juego y un par de zapatos negros con plataforma. Dispuso cada uno de aquellos objetos sobre la cama. Un segundo investigador de Criminalística colocó unas plaquitas numeradas junto a cada uno de ellos: cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve. Me pregunté qué habrían etiquetado ya del uno al tres. Un tercer investigador de Criminalística fotografió cada objeto desde múltiples ángulos. Dobbs observó cómo los miraba y tomó otra nota en su móvil.

—¿Ha dicho que no la conocía?

—No la conozco. Ladeó la cabeza.

—Tiene toda la pinta de que sí la conocía.

—No la conozco —repetí—. No tengo ni idea de quién es. Señaló hacia la puerta del apartamento con un gesto de la barbilla.

—No hemos visto ninguna señal de que forzaran la entrada. Ha dicho que la llave estaba echada cuando llegó a casa, ¿verdad?

—Estaba cerrada con llave, sí.

—¿La del cerrojo, la principal o las dos?

—Solo la del cerrojo. De la otra no me preocupo.

Otros dos investigadores de Criminalística se dedicaban a recoger el agua con unas esponjas amarillas grandes que escurrían en unos cubos blancos. Sobre una tira de cinta de carrocero en un lateral del cubo, impreso con letras gruesas negras, se leía el número del caso, mi apellido, mi dirección y el número dos; el otro cubo tenía la misma información, pero con el número tres. Me imaginé a otro investigador más estudiando aquella agua en un laboratorio en alguna parte, gota a gota sobre una pletina.

—Eh, Dobbs. Tenemos identificación.—Wilkins estaba ocupado registrando el contenido del bolso. Sostuvo en alto un carné de conducir—. Alyssa Tepper. Veintidós años. Vive en Burbank. Dobbs asintió mirándome.

—Alyssa Tepper. ¿Significa algo ese nombre para usted? Negué con la cabeza. Wilkins dio un silbido.

—Oye, mira esto. —Mostró un cromo de béisbol—. Es un Joe DiMaggio del 36 de la colección de World Wide Gum. Dobbs se acercó a él.

—¿Valioso?

—Si están impecables, pueden valer más de noventa mil, pero este tiene la parte de atrás levantada. Le falta la mitad del papel, la esquina izquierda está arrancada. Aún vale algo, pero no tanto, ni mucho menos.

—Lo dejó sobre la cama junto con los demás objetos que había encontrado en el bolso.

Dobbs se acercó al oído de Wilkins y le dijo algo que no pude distinguir. Wilkins asintió, sacó el móvil e hizo una llamada. En cuanto a mí, ese cromo de béisbol sí que lo conocía.


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