Ícono del sitio La Neta Neta

Lecciones de ciencia política en ‘El juego del calamar’


Regla 1: El jugador no puede dejar de jugar.

Regla 2: El jugador que se niegue a jugar será eliminado.

Regla 3: Los juegos terminarán si así lo acuerda la mayoría.

Estas son las reglas de El juego del Calamar, probablemente la serie más vista del mundo en este momento, la más vista de Netflix de todos los tiempos (según augura la plataforma) y la preferida por los usuarios españoles. Muchas son las razones de su éxito —y la calidad y originalidad del cine coreano están entre ellas— pero un asunto relevante de este fenómeno social (y por tanto político) es que el juego que ha enamorado a la audiencia global es uno claramente democrático y evidentemente injusto. ¿Es acaso la democracia un sistema injusto?, se pregunta la serie por debajo de la tramoya argumental. ¿Se ha empatizado masivamente con esta soterrada cuestión?

En la ficción hay 456 jugadores y solo tres reglas, muy claras, que todos aceptan y firman antes de empezar. Arranca entonces el primer juego (spoiler primer episodio), que consiste en una especie de escondite inglés donde el objetivo es alcanzar la meta en menos de cinco minutos. Solo podrán seguir jugando quienes lo consigan y el resto serán eliminados. Un detalle menor: las personas eliminadas serán asesinadas. Aunque esto último no lo saben los jugadores antes de empezar a jugar.

Termina el primer juego con 255 jugadores asesinados y 201 vivos. Y aquí viene el clímax politológico de la serie. Es el momento en que la perversión de la democracia y por tanto el origen de la injusticia queda al descubierto: lo que se había enunciado como “reglas” del juego se ha trasformado por decreto en “condiciones” para el juego. Las primeras se refieren a las normas que nos damos para convivir en un espacio dado; las segundas definen a aquellos para los que es válida la norma. La norma es común; la condición es selectiva. Ha sido un trueque sutil y una estafa descomunal. Resulta, extrapolada a la democracia, que la ley no les es dada a todos, excepto como idealización de la propia vida: derecho a la vivienda, al trabajo, etcétera.

En la ficción, los jugadores protestan. “¡Habéis matado a toda esta gente!” “Simplemente fueron eliminados por romper las reglas”, responden ellos. Y es justo en ese instante, donde suceden la magia ¡y la trampa! de la presunta democracia. La norma o la regla ha sido sometida por la condición, por la selección. Porque lo cierto es que los jugadores no fueron eliminados por incumplir las reglas del juego (las tres pactadas por todos), sino por no cumplir con condiciones implícitas y arbitrarias. Nadie les dijo, por ejemplo, que una condición para seguir jugando era no morir asesinados por los organizadores. Ni que otra consistía en que los organizadores podrían cambiar las condiciones siempre que quisieran. ¿Es el juego injusto o son tontos los jugadores?

Ahora vamos a jugar a otro juego.

Regla 1: Todo jugador tiene derecho a una vivienda digna.

Regla 2: Todos los jugadores tienen los mismos derechos y oportunidades.

Regla 3: Las reglas del juego se acordarán siempre por mayoría.

Las reglas de nuevo están clarísimas, pero las condiciones son otras y son también variables, como las del calamar. Así, una condición para obtener una casa es disponer de dinero. Y para disponer de dinero es preciso tener trabajo. Y es condición para tener un trabajo que pueda comprar una casa haber estudiado o disponer de habilidades o relaciones sociales. Y es condición para estudiar o disfrutar de habilidades sociales disfrutar de una posición económica y social que lo permita… Las reglas de nuevo las aceptamos y las cumplimos todos. Sin embargo, las condiciones, que son las que de verdad rigen el juego, solo podrán cumplirlas algunos. ¿En serio alguien aceptaría libremente jugar a esto?

El juego del calamar explica cómo sucede que un juego injusto por definición se acepte por mayoría. Veamos cómo sucede. “Votaréis para decir si terminamos el juego. Pero antes de la votación dejadme que os revele el dinero del premio”, explica uno de los vigilantes. Son nada menos que 25.500 millones de wones coreanos. De modo que las promesas del democrático juego son la abundancia y el bienestar. Es entonces, con las injustas condiciones ya asimiladas, cuando el organizador recurre a una democrática votación. Y los jugadores votan movidos por su ambición personal y creyendo además que tienen cierta capacidad de elección. En esta situación, ninguno piensa en la mayoría o en la justicia antes de votar, sino exclusivamente en su propio interés. Para colmo, algunos votantes son realmente extremos, pues no dan valor a su vida ni a la del resto. “Prefiero morir intentándolo que morir fuera como un fracasado”, declara con violencia un jugador. “Lo siento, no vamos a tolerar ningún tipo de acto que impida un proceso democrático”, sentencia el vigilante. Y así se cierra el círculo: la democracia se desliga por completo de cualquier idea de justicia. Defiende sus reglas, oculta las condiciones y se desentiende de los jugadores más débiles. Finalmente, resulta que el dilema planteado es tan grande como la injusticia que lo atraviesa, de modo que no existe una clara mayoría tras la votación. Al contrario, se da un empate entre quienes eligen seguir jugando (y muriendo) y quienes preferirían dejar de hacerlo. Pero falta un voto, el decisivo. Será un solo jugador el que decida la mayoría. ¿Saben quién es? Se trata de un anciano con un tumor cerebral y poca vida por delante. De uno solo dependerá la vida de cientos. ¿Se imaginan un sistema donde los votos de las personas con menos vida por delante tuvieran más peso que el de los jóvenes que empujan por detrás? Hwang Dong-hyuk, el creador de la serie, lo ha hecho. ¿Dónde se habrá inspirado?

Si aún no la han visto, sepan que vale la pena hacerlo. No se trata de ningún juego psicológico o infantil. Es una representación crítica (versión manga) de la democracia contemporánea. Aviso de spoiler: es violenta, injusta y los ciudadanos sienten que nunca ganan.

Inicia sesión para seguir leyendo

Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis

Gracias por leer EL PAÍS


Source link
Salir de la versión móvil