Estudiantes en la Escuela Professora Maria das Graças Teixeira Pontes, en Sobral (Brasil).Ayuntamiento Sobral
La señora Erivalda Santana Gabriel, de 53 años, que solo pudo estudiar hasta segundo de educación básica, no necesita leer detallados informes llenos de porcentajes y gráficos de colores para saber cuánto ha mejorado la educación en Sobral, una ciudad del Brasil más pobre. Poco tiene que ver la escuela pública de su hijo Adleyn, de 13 años, con la que tuvo dos décadas antes su hija mayor, Alana María, de 31, o con la que ella misma conoció. “Uy, ha mejorado mucho, la merienda es buena, las coordinadoras (pedagógicas) son buena gente y el director…. ¡Es maravilloso!”, exclama Santana a punto de empezar su turno como limpiadora en un hotel.
Su entusiasmo con el máximo responsable académico obedece a un gesto simple pero poderoso. “En cuanto un alumno falta, manda un WhatsApp para preguntar que por qué no ha ido a clase y recordar que, si está enfermo, hay que enviar el comprobante”. Con tres días de ausencia, una asistente social toca la puerta de casa. El absentismo es uno de los muchos males que aquejan a la escuela pública en Brasil.
Lo interesante de esta ciudad industrial de 200.000 habitantes donde sobra sol y durante décadas escasearon las oportunidades, es que alumnos, profesores, políticos y familias protagonizaron una revolución educativa que otros municipios analizan con admiración. Desterraron la idea de que hay niños incapaces de aprender. Sobral tiene también un huequito en la historia desde 1919, cuando una expedición científica británica llegó hasta aquí para presenciar un eclipse que confirmó la teoría de la relatividad de Albert Einstein.
El primer gran logro de Sobral fue que al terminar primero, con seis o siete años, todos los críos supieran leer y escribir independientemente de su género, si eran más o menos pobres, negros o blancos. Si en 2001, la mitad del alumnado era analfabeto, en pocos años cayó y hoy es cero. Y eso, en el muy desigual Brasil, es un triunfo mayúsculo. En pocos años, esta ciudad con unos índices que estaban entre los peores se colocó a la cabeza de la clasificación nacional de la educación básica, llamada Ideb.
Algo tan básico supone una victoria porque la educación elemental ha llegado al último rincón del país, incluidas aldeas indígenas en Amazonia, pero la calidad deja muchísimo que desear. Y la pandemia ha agravado males endémicos. Tres de cada cuatro alumnos en edad de ser alfabetizados son incapaces de leer nueve palabras en un minuto, según una reciente encuesta de la Fundación Lemann. Nueve palabras en un minuto, ese es el calibre del desafío antes de asomarse siquiera a las graves consecuencias de la desigualdad que lastra a los negros desde que pisan el colegio.
La pandemia mantuvo a los alumnos de Sobral casi un año lejos de las aulas. Al principio, les mandaban los materiales por WhatsApp y a los que no tenían Internet o móvil, se las llevaban impresa. Luego, el profesorado desembarcó en YouTube pero también salió a buscar al alumnado que no regresó a las clases.
Marta Cristina Pereira viajó 700 kilómetros esta semana desde Pernambuco hasta Sobral (Ceará) en busca de inspiración y esperanza. Concejal de Educación de Serra Talhada (87.000 habitantes), el jueves pasado compartía sus inquietudes con varios colegas en una de las sesiones de la inauguración del Centro Lemann de Liderazgo para la Equidad en la Educación creado por la fundación homónima, a la que este diario fue invitado. “Aún no hemos logrado romper las barreras políticas. Mi sensación es que nadamos, nadamos y nunca llegamos a la orilla. Vengo con la esperanza que mi alcaldesa sea tocada (por la inspiración) porque, si no reaccionamos, podemos retroceder lo poco que hemos avanzado”, les confesó.
El objetivo es atraer y formar alcaldes y gestores educativos para que puedan extraer lecciones de la experiencia de Sobral y adaptarlas a sus necesidades. Uno de los nudos gordianos que impide avanzar es la tradición de que los directores de escuela sean nombrados por los concejales en función de intereses políticos. El arraigado intercambio de favores. Una medida que en este caso es legal y abre la puerta a dejar algo tan decisivo como el futuro de unos escolares en manos de personas analfabetas. Por eso, la revolución de Sobral empezó con medidas impopulares: despido de los funcionarios que no aprobaron las pruebas técnicas, centralización de las escuelas y poner fin al nombramiento a dedo de directores y coordinadores pedagógicos.
El profesor y antiguo alcalde Veveu Arruda, impulsor de la revolución educativa en Sobral, el jueves en una escuela pública.Naiara Galarraga Gortázar
La fórmula combina voluntad política, perseverancia, gastar bien, incentivos al profesorado, evaluar los resultados y, en función de ellos, ir adaptándose a las cambiantes circunstancias, explica Veveu Arruda, profesor y el alcalde que impulsó la revolución hace dos décadas. El camino es largo, pero se puede empezar con algo tan simple, recalca, como dar clase los 200 días y las 800 horas anuales que estipula el calendario. “Somos el país con menos horas lectivas en el mundo y ni siquiera se cuentan bien”, se queja. Pero ese monumental fracaso colectivo tiene más ingredientes: “Todo es motivo para no tener clase, que si llueve, que si no llueve, es el cumpleaños del director, se ha muerto alguien….”, enumera con desespero.
En Brasil, la escuela pública tiene mala calidad y peor reputación. Tanto que en cuanto una familia prospera un poco, lo primero suele ser matricular a los hijos en un colegio privado. Y reflejo de la brutal desigualdad que corroe al país más rico de América Latina, mientras la enseñanza pública obligatoria (de los seis a los 18 años) es lamentable, las universidades federales son tan buenas que la competición para entrar es feroz. Es el servicio público que más aprecian los privilegiados.
Por si fuera poco, el aula ensancha las enormes grietas que cuartean la sociedad brasileña: “La escuela, que debería reducir las diferencias (entre el alumnado), en realidad las potencia”, explica Anna Penido, directora del recién abierto centro, que incluye una rama de investigación y evaluación. Las investigaciones demuestran que los escolares negros y pobres aun hoy aprenden menos que sus compañeros, abandonan más los estudios y las escuelas donde son mayoría tienen el profesorado peor formado. Un círculo vicioso. El mantra de Penido es que ningún niño quede rezagado.
La estrategia de que el director o incluso mejor, la alcaldesa o el alcalde, telefoneen a casa del alumno ausente transmite a su familia con pocas palabras que la educación es importantísima. Muchos de ellos sin duda hubieran deseado poder acabar la escuela o soñar con la universidad.
También un Ayuntamiento como el de Mata de São João (Bahía), que con 47.000 vecinos acaba de implantar un ambicioso sistema de reconocimiento facial para controlar al alumnado, acudió a Sobral en busca de pistas para profundizar en el cambio. “Nuestro mayor problema es la falta de líderes”, dice el concejal de Educación Alex Carvalho a sus homólogos. El alcalde de Barbalha (Ceará), Guilherme Saraiva, busca aclarar dudas técnicas sobre la transformación y desliza el que a su juicio es el ingrediente clave de la revolución sobralense: “Creo que tuvieron éxito porque los gobiernos tuvieron continuidad”. La ciudad brasileña que se enorgullece de ser la capital educativa de Brasil, es también la cuna de uno de esos clanes familiares que desde ciudades y regiones alejadas de los centros de poder alumbran alcaldes, concejales, senadores y hasta candidatos presidenciales. En este caso, los Gomes, cuyo líder, Ciro Gomes, de centro izquierda, quedó tercero en las elecciones que ganó Jair Bolsonaro.
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