La primera canción que guardaba en su memoria se llamaba Mi casita de papel, con cinco años. La voz melosa de Jorge Sepúlveda se extendía sobre las atracciones de la feria que se celebraba en el pueblo el tercer domingo de enero, festividad del santo patrón. Estaba anocheciendo con un frío polar y ese niño había quedado solo en el tiovivo montado en un gran caballo blanco de cartón, de crines doradas, que subía y bajaba dando vueltas alrededor del mundo mientras el cantante decía: Qué felices seremos los dos, y qué dulces los besos serán, pasaremos la noche en la luna, viviendo en mi casita de papel. Todo el aire olía a guiso de repollo que expelían los barracones de los feriantes y titiriteros. Aquella canción que hablaba de besos muy dulces la llevaría siempre asociada a la miseria y también al dedo índice de la maestra de párvulos que le señalaba las primeras letras en el catón. Así lo iba adentrando en el bosque de las palabras en el que los palotes semejaban troncos y las vocales eran las copas de los árboles.
Poco después, cuando ya leía de corrido los tebeos del Hombre enmascarado, en la radio Telefunken que había en casa Antonio Machín cantaba Angelitos negros y el niño pensaba que detrás de aquel ojo verde del dial se hallaban todos los sueños que estaba aprendiendo a soñar. El niño sabía vagamente que había habido una guerra, pero no sabía que una guerra consistía en matarse unos a otros los hermanos; pensaba que era una aventura como las de Roberto Alcázar y Pedrín o las del Guerrero del antifaz, hasta que el maestro en la escuela le explicó que él como buen español, llegado el caso, debería dar hasta la última gota de sangre por la patria, sangre de verdad.
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Al poco tiempo llegó la gramática, la historia, la aritmética, la geografía y los primeros pantalones bombachos. El niño recordaba que en el taller de aquella modista donde le tomaban medidas, mientras ella le pinchaba con los alfileres, sonaba el trío Los Panchos. Si tu me dices ven, lo dejo todo, cantaban al son de sus guitarras, pero al chico a quien ya le había aparecido la primera espinilla en la frente estaba dispuesto a dejarlo todo, menos El libro de la selva, que estaba leyendo con avidez y también La isla misteriosa, con una emoción tan extraña como el vello insignificante que le brotaba en el pubis y las primeras pulsiones de la carne, que nadie le explicó a qué se debían. Después llegó aquella enfermedad que le tuvo una larga temporada en cama desde donde oía los gritos de los compañeros que jugaban al futbol en la calle con una pelota de trapo. Por su habitación pasaban toda clase de piratas, aventureros, mosqueteros, aviesos traidores, capitanes intrépidos y princesas enamoradas, todos envueltos en música de boleros que oía en la sección de discos dedicados de radio Andorra, emisora del principado de Andorra, como decía una dulce voz femenina para dar paso a las coplas y pasodobles de Juanito Valderrama y de Conchita Piquer, hasta que llegaron las canciones italianas que habían ganado el festival de San Remo. Doménico Modugno cantaba Volare y, de hecho, el primer vuelo de este chaval, cuando acabó la convalecencia, fue de la cama a la hamaca allí en la galería a donde en verano llegaba la brisa del mar que le traía como regalo los libros de la Colección Austral, de tapa verde, rosa, azul o gris oscuro y dentro de cada uno por 10 pesetas le esperaba Azorín, Antonio Machado, Heine, Ortega, Unamuno, Antón Chejov y Valle Inclán.
El cantante Domenico Modugno, en su llegada a Nueva York desde Roma.Bettmann (GETTY)
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Pero todo cambió, incluso la forma de estar en el mundo, el día en que en medio de aquella España aplastada, el viento trajo el grito de ¡¡¡Ba ba bulua yeaaah!!! del Tutti Frutti de Little Richard cantado por Elvis Presley. Sucedió a mitad de los años 50. De pronto se conmovieron todos los cimientos del orden constituido y comenzaron a trepidar también las vísceras las bacantes bailando el rock. Dentro de cada bafle de las discotecas había un salvaje. Era obligado dejarse patillas y llevar un jersey de cuello alto, gafas de espejo y el tupé engominado. Aquel viento se llevó por delante todos los boleros, incluso al propio Sinatra y pilló a aquel joven recién salido de la adolescencia con un libro de Baroja en las manos. La novela Camino de perfección de este escritor lo dejó muy turbado y a partir de ese momento comenzó a devorarlo, de la misma forma que se puso el primer cigarrillo Lucky Strike en los labios y ya no pudo dejar de fumar.
Con libros y canciones se estaba estructurando el alma de aquel niño que rodaba en el tiovivo montado en un caballo de cartón. Como a Dante, hay que dejarlo aquí en el camino en medio de una selva oscura. Con el tiempo la lectura cada vez más selecta le fue ganando el cerebro como la música le invadió todos los sentidos. (Continuará…)
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