Lídia Jorge (Boliqueime, 74 años) ha conocido todas las edades de la desgracia, de Portugal, de Europa y del mundo, pues el siglo XX le deparó la oportunidad triste de tener ante sí las huellas de la dictadura, las violencias y las guerras. Por contar esos episodios que marcan su literatura acaba de ganar el premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) casi al tiempo que se publica en España su novela Estuario (La Umbría y La Solana, traducción de María Jesús Fernández). Es la crónica de la ruina de un armador portugués; sus consecuencias morales y políticas convierten esta ficción familiar en una historia que apela a otras ruinas del siglo XX y de este siglo XXI, que ha arrancado con un episodio universal de muy duradero dolor. Es autora de La costa de los murmullos, El día de los prodigios y Los tiempos del esplendor (esta en la editorial citada), entre otras obras. La conversación con ella se hizo por teléfono.
Pregunta. Estuario se refiere a las consecuencias de la ruina, también de ruina moral, que usted convierte en metáfora.
Respuesta. Estamos viviendo momentos que se nos escapan y que arrancan de 2008, cuando se pudrió el sistema financiero y económico. Desde aquel momento debimos afrontar la idea de que nos íbamos al abismo. Me costó mucho comprender cómo lograría afrontar la gente común esta ruina y creo que la cultura tiene algunas respuestas. Este libro es la iniciación de un joven que quiere salvar el mundo, pero entiende que eso no es posible si cada uno no salva a la gente más próxima. El libro es sobre esa ruina melancólica que no vemos como una guerra, pero que percibimos como una estructura que está temblando. Es como un terremoto lento, aunque alrededor de Europa hay otros terremotos que no son lentos, son muy graves y precisos, como los que ocurren en Oriente Próximo.
La gente que viene y está acorralada en campos de concentración es la imagen del abismo europeo
P. ¿Y entre nosotros?
R. La gente que viene y está acorralada en campos de concentración es la imagen del abismo europeo. En conjunto, es una amenaza que está creando un terremoto ontológico social y también individual. Mi libro es, pues, una reflexión sobre un tiempo que anticipaba lo que iba a ocurrir. Ha explotado en la naturaleza, pero se estaba gestando en el espacio público global.
P. En Estuario eso se representa como en aquella metáfora de El extranjero, de Camus: el mundo estaba tocando a la puerta de la desgracia…
R. Exactamente. La idea de querer salvar el mundo es ya una utopía imposible. Cada uno tiene que salvar al cercano cuando el terremoto empieza a ser grave. Esa idea de El extranjero que no comprende lo que está ocurriendo es muy importante, como lo es la teoría gramsciana de que no es una sensibilidad por lo colectivo, sino abstracta, la que te lleva a compadecerte, a compartir la alegría o el disgusto de los que están cerca. Cuando dejas de ser extranjero puedes serlo ante las utopías que tenemos por delante.
P. Esas heridas de la dictadura, de las guerras, que igual que a nosotros afectaron a Portugal, ¿le sirven para interpretar el mundo de hoy?
R. Me siento muy unida a Portugal, un país que en la segunda parte del siglo XX tenía una estructura medieval más arraigada aún que la que tenía España. Nos metimos en una guerra colonial cuando éramos un pobrecito país que extendía la mano por una limosna internacional y, sin embargo, en nuestro imaginario teníamos la idea de que éramos la cabeza de un imperio magnífico, grandioso. Esta distopía nos ha llevado a 14 años de guerra estúpida, completamente anacrónica, sin diálogo con los otros, sin sentido histórico de la temporalidad que vivíamos. Portugal ha pasado por momentos de gran angustia e incertidumbre.
Nos metimos en una guerra colonial cuando éramos un pobrecito país que extendía la mano por una limosna internacional
P. Pero salieron de ahí haciendo la revolución.
R. Sí y con todas las consecuencias del cambio. Fue muy difícil para Portugal porque pasamos de una situación muy retrasada a otra en la que, en cierta medida, nos convertimos en modernos. Esto no se hace sin grandes dolores. Yo he sentido todo ese cambio, esa doblez siempre dramática. Hemos sufrido olas tremendas y eso ha abierto la comprensión de los portugueses por el sufrimiento de Europa, y sobre todo por el dolor de países periféricos. Nosotros comprendemos lo que está ocurriendo en Oriento Próximo porque hemos sido emigrantes y pobres y hemos tenido una diáspora difícil.
P. Esa es la materia de su escritura también…
R. Como escritores observamos este tiempo furioso que estamos viviendo con el miedo de volver atrás. Los portugueses no han perdido el miedo a la pobreza, la sienten. Dice Curzio Malaparte: “Los pobres no hacen grandes cambios; primero tienen que haber comido lo necesario para tener una actitud revolucionaria”. Y es verdad: los portugueses sienten aún miedo de volver a la pobreza, a la guerra. Tenemos una memoria que nos hace capaces de entender lo que pasa en Europa y todos los cambios que se perciben en el mundo. Los de nuestra generación somos ya mayores, pero tenemos una visión del pasado que también proyectamos hacia delante y por eso mantenemos ese temor a que ocurra algo gravísimo aun en nuestro tiempo. Me gustan los jóvenes que tienen pecho, pero no tienen espalda, que ven la vida con esperanza. Nosotros tenemos esperanza, tal vez alegría, pero la memoria, es decir, la espalda, nos va diciendo que tengamos cuidado.
En España es todo más visible. Tenéis la ventaja de que todo se hace públicamente. Aquí está más escondido
P. Ese pasado ha tenido consecuencias en la literatura portuguesa actual.
R. Sí, seguimos hablando de ello… Fue el gran trauma causado por una guerra injusta en la que al mismo tiempo se hizo sólida la idea de que teníamos hermanos muy lejos, y esa es parte imprescindible de nuestra identidad. Muchos escritores muy conocidos han escrito de ello, y ahora ha aparecido Bahía de los Tigres, de Pedro Rosa Mendes, un libro absolutamente precioso en el que escribe de lo que dejó la cultura portuguesa en los países africanos y de las minorías de nuestra supuesta fraternidad. Hay sobre todo mujeres que están escribiendo muy bien del sentimiento del retorno de la gente.
P. ¿A la política le sigue dañando esa memoria o se ha desembarazado de la historia?
R. El terreno político es difícil porque Portugal mantuvo la misma estructura colonial que aquí, de pueblos estratificados; los que pudieron tener cultura la tuvieron, los que estuvieron en la cárcel no la tuvieron. No teníamos allí universidades, las escuelas eran muy racistas, el sistema educativo y cultural tenía una base muy ancha… La mezcla humana fue maravillosa, pero el Portugal de la política no se ha hecho eco de ello. En el Parlamento ahora hay cuatro o cinco parlamentarios que tienen en su piel la marca de África, pero en general tienen muy poca representación. Y la gente exige una reparación. A eso se añade la actividad de una extrema derecha muy poderosa, representada por Chega, una especie de Vox portugués, que en su programa incluye hacer el mal a un negro, a un homosexual o a una mujer. Acaba de proponer que a las mujeres que aborten les sea arrancado el útero, y a sus filas se incorporan nazis… Es terrible: de repente estamos en una situación diferente a la que vivimos en todos los años de paz.
P. Somos vecinos y tenemos vidas paralelas.
R. Sí, pero en España es todo más visible. Tenéis la ventaja de que todo se hace públicamente. Aquí está más escondido, es más oscuro y lo delimitamos muy bien.
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