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Linchado en una comunidad de Puebla un hombre que robó brócoli porque tenía hambre

EL PAÍS


La multitud durante el linchamiento, este jueves en la madrugada.RR SS

Un hombre ha sido linchado en la comunidad poblana de San Miguel Tianguistenco por una turba de personas que superaba el centenar con el método habitual de torturarle a golpes y después rociarle de gasolina para prenderle fuego. Aunque alcanzaron a trasladarlo con vida, murió en el hospital. El fiscal general de Puebla, Gilberto Higuera Bernal, ha informado de que la víctima era alguien humilde que entró a los cultivos y agarró unos brócolis para comer, porque pasaba hambre. Ocurrió en la madrugada de este jueves. En las fotos se observa a la multitud bajo los focos y el humo de la lumbre con la que lo quemaron.

“Esto es algo que no se puede dejar pasar. Estamos trabajando para proceder contra quienes cometieron este salvaje hecho”, ha dicho el fiscal en rueda de prensa.

Los linchamientos se repiten cada tanto en México, especialmente en Puebla, donde un estudio de la Universidad Iberoamericana cifraba en 78 las víctimas de estos terribles sucesos entre 2015 y 2019. No han dejado de suceder. En muchas comunidades rurales, el paso de los foráneos es peligroso, máxime en horas nocturnas. Los vecinos se organizan cuando creen que alguien supone una amenaza para ellos, hacen sonar las campanas y todos se reúnen en estos rituales sangrientos donde las víctimas están muy lejos siquiera de haber cometido delito alguno.

Los expertos atribuyen estos feroces linchamientos a la costumbre de pueblos donde nunca ha llegado la justicia, ni cuando había delito ni cuando no lo había, y se toman el castigo por su cuenta. La justicia tampoco suele alcanzar a quienes comenten estas atrocidades, bajo el amparo en ocasiones de los usos y costumbres, una suerte de ley privada que permite a ciertas comunidades indígenas regirse con su propio código penal.

Unas veces es un brócoli para comer, otras un político que no les gusta, personal del censo o un funcionario electoral, en ocasiones alguien señalado de abusos sexuales o de robar niños, cuentos en su mayoría que salen más de la imaginación que de una realidad constatable. Los atrapados son golpeados con saña, golpes y machetes y, finalmente, carbonizados. Estos crímenes no tienen una cara que poner al victimario, ocultos todos en una acción colectiva que impide administrar justicia debidamente, máxime porque suelen protegerse todos con una gruesa capa de silencio.

A mediados de junio del año pasado, en Papatlazolco, otro municipio de Puebla, quemaron vivo a Daniel Picazo González, de 31 años, que sencillamente se había perdido con su coche en una ruta nocturna por la zona, según los indicios más verosímiles. Había estado con sus amigos tomando unas chelas y acabó en esa comunidad sacado a empujones de su vehículo, golpeado y quemado en la pista de usos múltiples, a la vista de todos y de la policía. El asunto cobró fuerza y gran repudio porque se trataba de un joven abogado que había sido asesor de algunos políticos en la Cámara de Diputados federal. La justicia se puso a hacer su trabajo y lograron detener a varios de los implicados, para quienes el pueblo sí pidió que los sacaran de la cárcel. “Mi hijo murió como un mártir y ha ido derecho al cielo”, decía su madre sin consuelo cuando lo enterraron en la Ciudad de México. Días después, en la cancha deportiva había algunas velas y flores, pero las autoridades no se habían molestado todavía en limpiar los restos de sangre y fuego que quedaron en el suelo.

En el periodo estudiado por la Universidad Iberoamericana de Puebla, a las víctimas mortales hay que sumar otros 599 sucesos que se quedaron en tentativa. Los linchamientos se elevaron en aquellos años en un 600%. La tolerancia con estas atrocidades es alta entre la población: una encuesta sobre percepción de seguridad ciudadana y convivencia social de 2017 mostraba que el 77% de los mexicanos estaba de acuerdo con golpear a una persona sorprendida en un acto delictivo.

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