Si algo ha aprendido Lita Cabellut (Sariñena, 1961) ilustrando Bodas de sangre es que nadie se baña dos veces en el mismo Lorca, ese río indómito que es la obra del poeta granadino se transforma cada vez que te asomas a él. “Lorca es uno de esos raros espíritus grandes de verdad que no quedaron atrapados en un momento histórico concreto. Yo leí Bodas de sangre por primera vez con 16 o 17 años y ahora me doy cuenta de que apenas fui capaz de entenderla en aquella ocasión. Mi alma y mi mente no estaban equipadas para procesar de verdad toda su ternura y su belleza”.
Un océano de tiempo más tarde, hace ahora cuatro años, la editorial Artika propuso a Cabellut que realizase una serie de láminas para una reinterpretación, en formato de libro objeto, de la tragedia del escritor granadino. Aceptó el encargo, aunque, según nos cuenta, asomarse al universo de un individuo “tan grande y tan puro” como Federico García Lorca le imponía “un enorme respeto”. Por una vez, esta mujer intrépida, siempre proclive a embarcarse en aventuras creativas, se sorprendió aplazando una y otra vez su gran cita con Lorca: “Llegué a pensar que no sería capaz, cualquier pretexto era bueno para no enfrentarme a lo que ya intuía que iba a ser un esfuerzo creativo enorme”.
El último obstáculo que tuvo que superar antes de ponerse manos a la obra fue encontrar a la mujer que pudiese servirle de modelo para el personaje principal, la novia. Dio con ella por casualidad, como ocurren la inmensa mayoría de las cosas trascendentes en la vida, durante unas vacaciones en Ibiza: “Era una joven acróbata que trabajaba de enfermera en una clínica a la que acudí con mi equipo para ponerme una inyección de vitaminas. Ella llegaba tarde e irrumpió en la sala con energía, nada más bajarse de la moto. Me fijé en su lenguaje corporal, su complexión de atleta, su belleza enérgica, y supe que era ella. Le expliqué el proyecto, le dije que la necesitaba para llevarlo a cabo y ella estuvo dispuesta desde el principio a venirse a Holanda a trabajar conmigo, no lo dudó ni un instante”.
Así, con un encuentro azaroso, arrancó el año y pico que Cabellut dedicó a sumergirse en cuerpo y alma en el universo Lorca. Hoy recuerda con pasión contagiosa cómo tuvo que adaptar sus rutinas creativas e incluso “encoger” su estudio para ceñirse a las exigencias específicas del proyecto: “Renuncié a mis enormes brochas y mis lienzos de tres o cuatro metros para tratar de condensar todo mi arte en una serie de miniaturas que cupiesen en el libro. Trabajaba sola, en un rincón, sentada en mi silla de ruedas mientras me recuperaba de una operación de rodillas”. El resultado, según nos cuenta, “es una de las experiencias de aprendizaje más intensas de mi vida”. Lorca ha dejado una profunda huella en su obra: “Yo llevaba 45 años pintando con disciplina metódica y espartana y hoy, inspirada por la libertad que se respira en la obra de Federico, me atrevo por fin a perder el control, a transformar mis cuadros permitiendo que intervenga en ellos el azar”.
Sus últimas obras parten de un concepto nuevo, inspirado en su inmersión lorquiana: el desapego. “Ahora mis lienzos ya no son un resultado final. En cuanto acabo de pintarlos, los saco del bastidor, los contemplo por última vez y me despido de ellos. Luego los transformo de una manera visceral y violenta, bailo un zapateado sobre ellos, los agito, los piso, los rompo, les pongo una dosis extra de movimiento y de energía”. Ese proceso de deconstrucción, del que ha dejado constancia en un breve vídeo titulado The Future Undresses Itself, produce resultados asombrosos: “Renuncio a mis cuadros con la esperanza de que el azar me devuelva algo aún mejor, o al menos distinto. Al principio, me daba un cierto miedo arriesgar así el fruto de mi trabajo, pero he acabado descubriendo que el amor a la obra es más grande que mi miedo a perderla”.
Es tal su entusiasmo por la técnica del desapego y la destrucción creativa que ha empezado a utilizarla también en sus clases de pintura para niños con problemas de exclusión o dificultades de aprendizaje: “Les pido que hagan su autorretrato y luego les enseñó a romperlo y transformarlo. Intento enseñarles el valor de la transformación, porque la esencia de la vida es el cambio. Todo es efímero, no hay que apegarse a nada, y hay algo liberador y poderoso en esa idea. Si nos aferramos a las cosas acabaremos viviendo vidas falsas, aferradas a conceptos tan tóxicos como éxito o fracaso”.
Oscense de origen gitano, Cabellut fue huérfana precoz y niña de la calle en Barcelona. Su recuerdo de infancia más feliz es “estar sentada en un pequeño patio barcelonés comiendo nieve, que caía del cielo en grandes copos, en un espectáculo emocionante, magnífico”. Adoptada por un matrimonio de El Masnou, aprendió a leer ya en la adolescencia. Una visita al Museo del Prado en aquellos años decisivos le permitió descubrir su verdadera vocación. Recuerda que se quedó “anonadada”, sentada en una de las salas del museo, “a la sombra de los grandes maestros”, intentando procesar toda aquella belleza efervescente. Recibió clases particulares de un pintor fauvista, Miquel Pena, que le inculcó un sentido intuitivo del color que la ha acompañado siempre. Con 18 años se fue a completar su formación artística a Ámsterdam “persiguiendo la luz holandesa”, la de los pintores flamencos, que viene a ser “un prisma de agua que te permite contemplar la realidad como a través de un cristal”. La encontró: “Tengo una casa de campo a unos 45 minutos de mi estudio. Muy a menudo, cuando voy hacia allí, tengo que parar el coche en una cuneta porque tropiezo de repente con esa luz holandesa en la que el verde, la tierra y el cielo conservan el reflejo del agua”.
La suya ha sido una vida rica en aventuras. Tiene de gitana “el espíritu nómada y la sed de libertad”. Recorrió África en bicicleta (hasta 8.000 kilómetros a salto de mata, dejándose guiar por la propia carretera), vagabundeó por Rusia, acudió a la República Checa (entonces Checoslovaquia) siguiendo las huellas de otro de sus referentes intelectuales, el escritor Milan Kundera. “No está mal para una niña de la calle disléxica”, bromea con ternura y sin el menor deje de amargura. Cabellut ha hecho las paces incluso con la parte más sórdida y dolorosa de su pasado: “En mi infancia hay monstruos y fantasmas”, nos cuenta, “pero he vuelto a visitarlos hace muy poco y me han parecido insignificantes. Me han dado pena”. Hoy vive en La Haya y es la tercera artista española contemporánea más cotizada tras Miquel Barceló y el ya fallecido Juan Muñoz. Dice que Lorca y ella comparten una serie de intuiciones fundamentales, “como que la luz es negra, España es claroscuro o la pasión es blanca”. Tan blanca como la nieve.
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