Henry James plasmó en uno de sus mejores relatos las maniobras de un investigador sin escrúpulos para acceder a los textos inéditos del autor que le obsesiona, Jeffrey Aspern; el resultado es desastroso. La historia recoge una de las dos actitudes polares en el tema de los escritos póstumos de carácter privado: la que sostiene que el conocimiento científico justifica la publicación de cualquier documento que pueda iluminar la obra de un gran escritor.
En el otro extremo se encuentran los que niegan la relevancia de los asuntos privados para entender las obras literarias. Durante mucho tiempo, la teoría literaria sostuvo que los textos deben analizarse en sí mismos, sin recurrir en ningún caso a conocimientos biográficos o psicológicos de sus autores. A este argumento epistémico se añade otro de carácter ético: el respeto a la intimidad y a la confidencialidad no se extingue con la muerte, por lo que no se debería dar a conocer póstumamente ningún escrito cuya publicación no haya sido autorizada de forma explícita por su autor.
El tema ha vuelto a ser puesto de actualidad por los duros juicios que aparecen sobre autores vivos en las “memorias póstumas” elaboradas con la correspondencia privada de Jaime Salinas (haciéndole firmar un libro que otro montó a partir de cartas personales que no estaban pensadas para la publicación), los diarios de Marsé o los de Rafael Chirbes. También habían levantado ampollas, un poco antes, los desinhibidos juicios —estos prepóstumos— de Caballero Bonald sobre sus colegas (que además están hechos de memoria y con no pocos despistes).
Ante los argumentos a favor de que se publique todo, no se puede evitar la impresión de estar violando la intimidad de una pareja cuando en el epistolario de Joyce encontramos que le escribía a su mujer frases como (y no son las más impactantes): “Mi amor por ti me permite rezarle al espíritu de la belleza eterna y a la ternura de tus ojos o tumbarte sobre tu suave vientre debajo de mí y follarte por detrás como un cerdo que monta a una puerca”. (…) “Nora, mi fiel querida, mi colegiala sinvergüenza de ojos dulces, sé mi puta, mi amante, todo lo que quieras (¡mi pequeña amante pajillera!, ¡mi jodida puta!), eres siempre mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro mojada por la lluvia”. Por otra parte, un especialista en Joyce, al reseñar en el muy académico James Joyce Quarterly la publicación de esta correspondencia, afirma: “Las cartas de 1909 son, por muchas razones, la explicación más interesante, sincera e íntima que nos haya dejado un gran escritor sobre las fuentes personales más profundas de su obra”.
En el bando opuesto, Ferlosio, que consideraba a Kafka el mejor escritor del siglo XX, releyó varias veces sus novelas, pero nunca quiso leer sus diarios ni su correspondencia, pues consideraba que los asuntos privados no tienen ningún interés público. Como excepción leyó la Carta al padre y decía que eso le libró de convertir a Kafka en un santo y de practicar con él el beaterio. Por el contrario, Canetti escribió su excelente ensayo El otro proceso de Kafka tomando como fuente principal las cartas a Felice. Es de suponer que a Flaubert le aterraría saber que las cartas escritas a vuelapluma a su amante por las noches (tras haber dedicado el día entero a corregir un par de párrafos de la novela en curso) acabarían publicadas en la misma colección que Madame Bovary. Pero sin esas cartas no podríamos conocer hoy el fascinante proceso de escritura de esa novela ni la intención con que Flaubert realizó toda su obra. Y Vargas Llosa no habría podido escribir La orgía perpetua.
Si se aplica el riguroso criterio ético de no publicar nada que no haya sido autorizado por su autor deberíamos quemar la mayor parte de la obra kafkiana, empezando por El castillo y El proceso, como él le indicó a Max Brod que hiciese (feliz traición de un auténtico amigo). Y mandaríamos también a la hoguera epistolarios, diarios íntimos, memorias póstumas, testimonios familiares y amistosos… Todo el género biográfico quedaría prácticamente eliminado. La destrucción de fuentes informativas ha impedido siempre que se puedan conocer las razones y el sentido de hechos muy relevantes. Hay una solución equilibrada y conocida: establecer una fecha futura en que esa publicación seguirá teniendo valor cultural, quizá habrá aumentado incluso su significación histórica, pero ya no podrá dañar la imagen de su autor ni herir a las personas aludidas en ella. (La carta citada de Joyce, escrita en 1909, se publicó en 1975).
Lo que hoy es una indiscreción lesiva puede ser un valioso documento histórico dentro de 100 años. Hay una gran nobleza en el respeto absoluto a la intimidad ajena. Pero si se aplica con rigorismo extremo, sus consecuencias son demoledoras para todo el conocimiento biográfico y mucho del histórico. Conviene encontrar un punto de equilibrio entre el noble deseo de conocer el pasado y las consecuencias dañinas de las revelaciones imprudentes o prematuras.
José Lázaro es profesor de Humanidades Médicas en la UAM. Autor de la biografía ‘Vidas y muertes de Luis Martín-Santos’ (Tusquets).
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