La carrera por el liderazgo del Partido Conservador británico ha derivado en un esprint en el que la ministra de Exteriores, Liz Truss, se acerca triunfalmente a la línea de meta. El primer acto oficial de campaña ha tenido lugar este jueves en Leeds, donde, Truss jugaba en casa. Su verdadero desafío ante los 12 mítines programados hasta el 31 de agosto por toda la geografía del Reino Unido es esencialmente pasivo, ya que solo tiene que evitar sabotear la coronación que le auguran los sondeos. Mientras, su rival, el exministro de Economía Rishi Sunak, vencedor absoluto en las cinco rondas eliminatorias en las que decidían los diputados, está obligado a una titánica remontada para la que se le acaba el tiempo y que difícilmente depende ya de él, dado el magnetismo de Truss entre las bases.
Los tories habían decidido acelerar el proceso para desalojar cuanto antes a Boris Johnson de Downing Street. Y la sucesión en el liderazgo de los conservadores ha derivado en una prueba de velocidad en la que Truss es la máxima beneficiada. Ninguno de los bandos lo admite abiertamente, pero los próximos 10 días serán vitales para decidir quién será el ganador —o ganadora— que se anunciará el 5 de septiembre y que, al día siguiente, se mudará al Número 10, previo paso por el Palacio de Buckingham para aceptar de la reina la encomienda de formar Gobierno.
El vértigo es evidente en las estrategias y palpable en la conducta pública de cada candidato, tanto en los debates televisivos como en el contacto directo con simpatizantes. Sunak necesita reforzar su exposición mediática más inmediata e intensificar sus encuentros con las bases, mientras que Truss opta por minimizar el riesgo que supone el escrutinio de los medios y limitarse a baños de masas con los afiliados. En una pugna en la que ha entrado como vencedora, con una ventaja de 24 puntos según la firma demoscópica YouGov, solo ella sería responsable de un descalabro, frente a la desdichada posición de su adversario, que necesita no solo escalar posiciones urgentemente, sino un desacierto de la ministra tan estrepitoso como para detener su aparentemente imparable victoria.
La suerte de Sunak, siempre por detrás en las encuestas entre los militantes, quedó sentenciada cuando la organización, temerosa de que una huelga del servicio de correos reventase la contienda, resolvió que las papeletas se mandarían cuanto antes. El viernes 5 de agosto, los entre 150.000 y 200.000 miembros del partido —nunca se ha confirmado la cifra oficial— las habrán recibido. Las experiencias pasadas indican que no tardarán en devolverlas con su voto, cuestionando el sentido de tener aún por delante seis semanas de campaña. Las normas permiten cambiar el voto una vez, pero sería necesario un cataclismo monumental de alguno de los contendientes para provocar un cambio significativo en el resultado.
David contra Goliat
La superioridad de Truss ha transformado las primarias en una dinámica de David contra Goliat, en la que a Sunak le cuesta soñar con derrotar al gigante. Y eso pese a que, según los sondeos, el exministro de Economía tiene mayor tirón en la población general —al fin y al cabo, la que hace ganar elecciones— y disfruta entre los propios simpatizantes tories de una imagen más de gobernante que la titular de Exteriores. Truss, sin embargo, genera entre los militantes más confianza, simpatía y se la considera más en contacto con la ciudadanía.
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No importa que sea la ministra más veterana desde que los tories llegaron al poder en 2010, y que haya servido bajo tres primeros ministros (David Cameron, Theresa May y Boris Johnson). Su perfil de campaña la retrata como una insurgente que llega para arreglar un sistema en seria necesidad de enmienda. La imagen entronca directamente con su admirada Margaret Thatcher, y precisamente con uno de los rasgos que la derecha británica más venera de la Dama de Hierro: su pertinaz firmeza en la transformación del Estado y del modelo productivo y social del Reino Unido.
Por si no le bastase, Truss habla el lenguaje que las bases quieren oír: el de bajadas de impuestos, aunque siga sin aclarar cómo va a financiarlas, más allá de aumentar la deuda y tratar el agujero presupuestario generado por la pandemia como deuda de guerra. En su idioma no entran los tijeretazos de gasto que, según la ortodoxia económica, son necesarios para reducir drásticamente la presión tributaria. Tampoco ha aclarado cómo controlará la inflación galopante (9,4%, y subiendo), limitándose a asegurar que los recortes fiscales aliviarán las constricciones de los sueldos y estimularán el crecimiento.
La ministra vende optimismo y ridiculiza la cautela de su rival, hasta el 5 de julio responsable de Economía, como Proyecto Miedo (Project Fear, en inglés), una etiqueta tomada directamente del manual de la campaña a favor del Brexit en el referéndum de 2016, que despachaba como alarmismo las advertencias sobre los riesgos económicos de abandonar la Unión Europea. Para Truss, en su día defensora de la continuidad en el bloque comunitario, todos los resortes valen para consolidarse en el imaginario de las bases como el prototipo de líder ideal, adalid del libre mercado, contraria a la integración europea y apoyada por el sector más a la derecha del partido.
Su transformación requiere el antagonismo del adversario, a quien ha logrado retratar como paladín de una moderación aparentemente tóxica en el actual Partido Conservador. Las probadas credenciales anti-UE de Sunak, antes incluso del plebiscito de hace seis años, ya no cuentan. En la actual batalla por el corazón de la militancia, el éxito se corresponde con el tamaño de las promesas, no con la verosimilitud, como ha acabado por concluir el propio Sunak: si hasta esta semana encarnaba la prudencia fiscal y era quien urgía a poner bajo control el alza inflacionista antes de bajar impuestos, el desvanecimiento de sus aspiraciones sucesorias lo ha llevado a anunciar que reducirá el IVA para las facturas energéticas de los hogares.
La propuesta, repentina y parcialmente cocinada, probablemente llegue tarde para cambiar su suerte. Pero la de su contrincante también está echada. Con la crisis del coste de la vida y la bomba de relojería que representa el sistema sanitario y asistencial, quien tome las riendas del Gobierno tiene por delante uno de los periodos más difíciles que deberá afrontar un nuevo premier. Y si, como vaticinan los sondeos, es Truss, se añade el inconveniente de que, en la carrera sucesoria, solo la había apoyado un tercio del grupo parlamentario, lo que le exigirá reunificar a un partido todavía agitado tras el último regicidio.
Pero el reto no acaba ahí. Quien gane, será el tercer líder consecutivo que se mude al número 10 de Downing Street sin pasar por las urnas. Tendrá, eso sí, el beneplácito de los militantes conservadores. Pero, como se ha demostrado en procesos anteriores, ese electorado tiende a premiar atributos que no son necesariamente los que la población general busca en sus mandatarios. De ahí el retorno del debate sobre si deberían ser los diputados, como receptores esenciales de la soberanía ciudadana, quienes elijan a los líderes, y no las bases, un colectivo que raramente supone un reflejo de la sociedad a la que pertenecen.
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