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Lluvia de estrellas leónidas 2021: un aviso en forma de fuegos artificiales de hielo


Entre el martes 16 y el miércoles 17 de noviembre podemos asistir a la lluvia de estrellas de las leónidas. Estamos casi en luna llena, así que para disfrutarlas de la mejor manera posible habrá que trasnochar mucho o madrugar bastante, aprovechando cuando la luna se ponga a eso de las 5.00. Podremos disfrutar de los meteoros mirando desde el cénit del cielo hacia el este, donde se encuentra la constelación de Leo. Este año se esperan unas 15 estrellas fugaces por hora, lejos de las decenas o incluso cientos de miles por hora que se reportaron en 1833, pero aun así puede ser espectacular. Dicho lo cual, como esta es una sección de astrofísica, vamos a hablar un poco sobre qué nos cuenta una lluvia de estrellas como las leónidas sobre la física de formación del Sistema Solar y sobre los peligros cósmicos que nos acechan.

La lluvia de estrellas que ocurrió en 1833 se denominó tormenta por su intensidad y fue bastante famosa en Estados Unidos, donde se llegó a comentar que se vieron más meteoros que estrellas normales durante el pico de actividad. En esa época las lluvias de estrellas se atribuían a efectos atmosféricos; de hecho, varias cartas a editores de periódicos estadounidenses se refirieron a la tormenta como acontecimientos eléctricos en las regiones altas de la atmósfera. Otra carta hablaba de estrellas cayendo como copos de nieve, algo que no dista mucho de la realidad, porque hoy sabemos, después de los estudios que siguieron aquella gran tormenta de meteoros, que la espectacularidad de las leónidas y lo que las hace especiales es el resultado de una pizca de casualidad y otra de suerte, que quizás no siempre tengamos.

Igual que cuando vamos en coche y nos encontramos con un enjambre de mosquitos que nos dejan el coche hecho unos zorros, la Tierra esta semana se abalanzará a una velocidad de unos 108000 km/h sobre un enjambre partículas de polvo heladas dejado ahí por un cometa llamado 55P/Tempel–Tuttle. Este visitante cósmico fue descubierto en 1865-1866 por dos “cazadores de cometas”, el alemán Wilhelm Tempel y el estadounidense Horace Parnell Tuttle, justo 33 años después de la magnífica tormenta de leónidas de la que hablamos antes. Solo entonces se confirmó que era un astro que periódicamente volvía a las inmediaciones de la Tierra, cada esos 33 años, y que en realidad ya se había observado antes en los siglos XIV y XVII, pero nadie había caído que era la misma bola de hielo sucia orbitando alrededor del Sol y acercándose a nosotros una y otra vez. La periodicidad confirmada es lo que justifica el nombre, por eso se le pone una P, seguido por el nombre de los descubridores.

Lo interesante del cometa 55P/Tempel–Tuttle es que en su órbita, muy elíptica e inclinada, que parte de una distancia parecida a la que nos separa de Urano, acaba acercándose al Sol tanto como la propia órbita de la Tierra. En jerga astronómica, su perihelio se produce a poco menos que una unidad astronómica, siendo el perihelio el punto de máximo acercamiento al Sol y una unidad astronómica la distancia media que separa la Tierra del Sol. De hecho, este cometa se acerca al Sol solo un 3% más que la Tierra, que no es poco, se queda a unos 3,5 millones de kilómetros de nuestra órbita.

Esa casualidad en la órbita del cometa tiene sus consecuencias. Cualquier astro que pasa por su perihelio alcanza su máxima velocidad orbital, la gravedad funciona así. En el caso de la Tierra, solo hay una diferencia de 1 km/s entre las velocidades máxima y mínima (alcanzadas en el perihelio y el afelio, respectivamente). Pero el cometa 55P/Tempel–Tuttle va 10 veces más rápido cuando está cerca del Sol que cuando está en su punto orbital más lejano. Además, en el perihelio, el efecto tanto de la radiación solar como de las partículas que el Sol está emitiendo continuamente, el llamado viento solar, es máximo. Y aquí es cuando se vuelve interesante la carta mencionada anteriormente. La comparación no es nada desafortunada, porque los cometas son en realidad grandes bolas de nieve sucias o grandes bolas de polvo heladas. La nieve que llevan es no solo de agua, sino también de dióxido de carbono, metano y otros compuestos que estamos acostumbrados a ver en la Tierra en estado gaseoso, pero que en los confines del Sistema Solar, más allá de Júpiter, pasan a estado sólido, formando los cometas.

Al pasar cerca del Sol, cometas como el 55P/Tempel–Tuttle empiezan a deshacerse, la nieve pasa directamente de estado sólido a gaseoso (se dice que sublima), algo que no solo crea una especie de atmósfera alrededor del cometa, la llamada coma, sino que también expulsa más o menos violentamente y deja desperdigado por el espacio trocitos de material (como muestra muy bien la película Armageddon, aunque confunden asteroide con cometa continuamente). Ese material es algo que vemos como las colas de los cometas cuando estos están visitándonos, pero que al final el cometa deja atrás en una nube de un tamaño de decenas de miles de kilómetros, compuesta por gas y partículas de polvo heladas de unos milímetros de diámetro, y que alcanza su máximo de densidad cerca del perihelio del viajero cósmico. Esa nube es la que nos encontraremos esta semana, resultado de pasadas de 55P/Tempel–Tuttle por el perihelio en el pasado más o menos remoto, y las partículas que la forman impactarán con nuestra atmósfera a velocidades del orden de 250.000 kilómetros por hora, de las más altas que se observan en lluvias de estrellas.

Actualmente se conocen casi 5.000 cometas, pero se estima que debe haber billones de bolas de nieve sucia orbitando alrededor del Sol. Muchas, la mayoría de ellas, permanecerán en los confines del Sistema Solar durante toda la vida de nuestra estrella y nuestro planeta. Pero por una causa u otra, por interacciones con un planeta X que quizás exista en esa zona, por alguna colisión entre ellos, o por una mucho más improbable acción hostil como la de los arácnidos de Starship Troopers, muchos de ellos viajan y viajarán hacia el centro del Sistema Solar y pasarán más o menos cerca de la Tierra. O cerca de Júpiter, que es capaz de cambiarlos de órbita y mandarlos hacia la Tierra, como ya hizo en el pasado para quizás darnos el agua que tenemos hoy.

El espacio es inmensamente grande y es muy difícil que una colisión se produzca, pero, por otra parte, el universo no solo tiene mucho espacio vacío sino mucho tiempo por delante, así que en algún momento los bonitos fuegos artificiales que suponen las lluvias de meteoros pueden “quemarnos”, cuando la órbita de algún cometa pase demasiado cerca de nosotros. De hecho, los cometas podrían ser más peligrosos que los asteroides, que es lo que suele salir en las películas de catástrofes cósmicas. Son muchos más, algunos con órbitas más caóticas y velocidades extremadamente altas cerca del perihelio. No es un juego, habrá que estar atento y ser proactivo, pero esa es otra historia. Por lo pronto, disfruten de las leónidas y prepárense para cuando arrecie la tormenta de estas fugaces en 2031.

Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)

Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de 1 átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.

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