La casa de Eduardo Scala —un piso de alquiler en la Ávila extramuros al que llama “campamento base”— es un abigarrado mapa de su vida. De las paredes de la habitación que le sirve de estudio cuelgan muchos de sus proyectos ordenados en fundas de plástico: desde “poemas visuales para ciegos” hasta un mural en Ciudad de México, pasando por una revista en la que se ve a la Reina en Palma de Mallorca. El pie de foto reza: “Doña Letizia lució un look muy informal compuesto por un pantalón blanco y una camiseta negra, diseño del poeta y artista madrileño Eduardo Scala para la editorial Delirio, donde se podía leer la palabra Kafka. Cuesta 15 euros”. La estampa de esa camiseta es uno de los retratos de escritores, científicos y pensadores que Scala ejecuta en forma de caligramas —“biogramas”, dice él— desde que en 1978 se le “apareció” el método trabajando con las letras de “Alfonso X el Sabio”. Ese mismo sistema es el que ha usado en los 16 retratos de artistas —Paul Klee, Remedios Varo, Maruja Mallo, Mondrian— para la muestra que puede verse en la galería Guillermo de Osma de Madrid. La exposición coincide además con la publicación de Re/tratos (Libros de la resistencia), recopilación de constelaciones alfabéticas, palíndromos y juegos espaciales surgidos de una personalísima mezcla de lingüística, cábala y matemática.
El “poeta y artista madrileño”, de 75 años, cree que doña Letizia compró la camiseta en la Feria del Libro de 2015, pero no lo recuerda. Le interesan más las reinas del ajedrez. Otra de las paredes de su estudio está llena de tableros y Scala reconoce que no habría llegado ni a la poesía ni al arte si antes no hubiera sido ajedrecista. Dejó de competir con 22 años, tras convertirse en campeón juvenil de Madrid. “Era mi lenguaje”, cuenta. “El mundo del ajedrez tiene una verdad que no tiene el del arte. No hay falsos prestigios. Cuando te dicen que alguien es muy bueno, respondes: ‘Veamos cómo juega’. Es la gimnasia del cerebro. Lo primero que hago cada mañana es jugar una partida rápida en Internet para ver cómo va la cabeza. Me pone a trabajar”. Lo dejó porque era “más artista que deportista”: “Íbamos en un Seiscientos a un torneo a Italia, los alemanes se marchaban a la cama a las nueve de la noche para estar frescos a la mañana siguiente y yo, a las dos todavía andaba paseando por la playa”.
Cuando abandonó la competición se dedicó a dar clases de ajedrez en Málaga y Mallorca —“de eso he vivido”— y a escribir sobre grandes partidas. En 1992 cubrió el reencuentro de Bobby Fischer con Boris Spassky en el Belgrado bloqueado por la guerra de los Balcanes. Tres años más tarde viajó al campeonato del mundo que Gary Kaspárov y Viswanathan Anand jugaron en el observatorio —piso 107— del World Trade Center de Nueva York. “Fischer era la precisión absoluta, un loco, un esteta. Lo traté a distancia”. Para Kaspárov diseñó la cubierta de los cinco volúmenes de Mis geniales predecesores, su particular historia de los grandes maestros. Anand, que perdió, le pareció “muy humilde, un antihéroe”. “Los americanos convirtieron aquello en un barracón de feria”, recuerda, “pero impresiona pensar que la primera partida se jugó el 11 de septiembre de 1995 y que ya no existen las Torres Gemelas”. Scala viajó a Manhattan acompañado del fotógrafo Carlos Tarancón. Volvieron con 100 instantáneas con todos los “microgestos” de los jugadores. No llegaron a publicarse. La revista que los había enviado, El Europeo, cerró antes de que vieran la luz. Ahora quieren recuperar ese material en una exposición y un libro.
Otro de los hitos de la carrera deportiva de Eduardo Scala fue la partida que jugó en 1991 con John Cage. Aparece en sus notas biográficas, pero él rebaja la literatura: “Estaba en Madrid y me lo presentaron. Tenía un aura especial. Había llegado al ajedrez por Duchamp —un verdadero maestro—, pero él no era bueno. Pasé por un momento crítico: me di cuenta de que estaba jugando con un santo, con un inocente. Le ofrecí tablas y lo dejamos”.
Cuando Eduardo Scala abandonó el ajedrez comenzó a escribir versos que describe como “fuertes, blasfemos, beat, contraculturales”. Luego añade otro calificativo: “Basura”. Venciendo la vergüenza, saca un ejemplar de 1971 de la revista Poesía Hispánica, dirigida por José García Nieto, y lo abre por un ‘Tríptico a Pavese’ que lleva su firma. “No me conocían, pero me publicaban. Si vas con la pasión por delante, te aplauden. Lo malo apasionado gusta mucho. La poesía es otra cosa. Aquello era una postura: quieres ser escritor y te pones”. Ese mismo año quemó todos sus escritos para llegar, en 1974, a su primera obra adulta: Geometría del éxtasis. Le siguieron títulos como SOLUNA —basado en la unión de contrarios— o Ars de Job, un libro monosilábico que, junto a seis más, reunió en un volumen publicado por Siruela. Es su Cántico de la Unidad.
Paralelamente, comenzó a trabajar en proyectos descritos con etiquetas que él rechaza drásticamente pese a que le han asegurado un puesto en la historia de la literatura y del arte (sección: inclasificables). ¿Poesía visual? “Desde la primera tabla de arcilla, toda la escritura es visual. Una vez una actriz ciega interpretó mis poemas. ¿Eso qué es?”. ¿Libro de artista? “Una ridiculez degradante. Un manuscrito es un manuscrito”. ¿Poesía experimental? “La investigación con el alfabeto no empieza en las vanguardias, tiene siglos. Yo borro toda mi experimentación. No conservo esos documentos que ahora gustan en los museos. En todo caso, sería espiriencial”, agrega citando la mezcla cervantina entre espíritu y experiencia: “No me interesan los juegos de ingenio. Intento acercarme al misterio que encierra cada palabra. A lo sagrado. La poesía es un soporte de meditación”.
Eso es lo que le ha llevado a estudiar la cábala, el budismo, la mística cristiana y la sufí. También lo que le trajo a Ávila, “ciudad sin tentaciones” a la que llegó hace ocho años después de perder por el camino “familias y bibliotecas”. Alquiló una habitación y compartió piso con dos profesores de paso. Cuando se fueron, se hizo cargo del alquiler completo renunciando a “lo superfluo”. “¡Ocho años en Ávila sin calefacción!”, dice forrado en varias capas de ropa, gorro incluido, mientras trajina por el “campamento”. “No es un acto heroico, me fastidian los que van de héroes. Estoy divinamente. Hay silencio, trabajo en mis cosas, paseo, voy al centro de estudios místicos. Siempre hace sol en Ávila, aunque nieve”.
Más allá de las clases de ajedrez, nunca ha querido un “trabajo laboral”. Hace años pasó seis meses en una imprenta y ahí terminó todo: “Si eres responsable, haces las cosas bien. ¿Resultado? Querían subirme el sueldo. Me largué. Es vender tu energía, tu vida. Si vas a tener crisis, mejor que sean las tuyas, no las del jefe enfadado. Si hay que tener problemas, mejor que sean reales. A veces llegas a situaciones límite, de necesidad. Pero tienes que jugártela, es tu partida”.
La pintora palabra. Re/tratos de artistas. Eduardo Scala. Galería Guillermo de Osma. Madrid. Hasta el 13 de noviembre.
Re/tratos. Claves. Eduardo Scala. Libros de la Resistencia, 2020. 238 páginas. 15 euros.
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