Ataca Adam Yates y dinamita la Vuelta, revientan las aspiraciones de su compañero Egan Bernal de un posible podio y un casi seguro maillot blanco de mejor joven y estalla la cabeza de Superman López, que se queda cortado, tira lo que puede para enlazar, fracasa, y, unos kilómetros más adelante se baja de la bici. Se mete en el coche del equipo. Abandona la Vuelta en su crepúsculo, de la que iba tercero y feliz. Colombiano en el mundo quizás no había más feliz que él, extenuado, helado y vacío, y victorioso, hace dos días en la cumbre del Gamoniteiru, y el presidente de Telefónica le abrazaba. Un modelo de esfuerzo, sacrificio, abnegación. Un gran profesional que hace lo que ningún otro ciclista hizo antes.
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Al final del descenso del Alto de Prado, el último segunda antes de encarar los repechos finales, a unos 22 kilómetros de la meta, el tercer coche del Movistar está aparcado en la cuneta. Al verlo, el colombiano rebelde y obstinado hace un nunca visto, una acción de libertad y rebeldía, rabia y frustración, que deja pálido el referente más conocido, el Bahamontes, más obstinado que rebelde el ganador del Tour del 59, que se enfada con su director Luis Puig por una inyección de calcio mal puesta, se baja de la bici mediada una etapa del Tour del 57 y ni apelando a su queridísima Fermina o a Franco se le puede convencer de que siga. Con Superman, llamado así por la fuerza y ferocidad con la que defendió su bicicleta del ataque de unos ladrones, y aguantó hasta sus cuchilladas, y salvó su bici, tal es su capacidad de negarse a ceder, habló primero Patxi Vila, su director; y después, su compañero Imanol Erviti, el más respetado del equipo. Según el relato de Juan Carlos García, el periodista de televisión que lo vio todo, Superman todo lo más hacía gestos de obstinación con la cabeza. Finalmente, se metió en el coche, mohíno.
De las razones de Superman, empecinado como Jerónimo, el caudillo apache que le plantó cara al ejército conquistador, y tanto le admira el ciclista que así, Jerónimo, bautizó a su hijo, no se sabe nada. Su equipo, el Movistar, no abre la boca. Él, tampoco. Los amigos que le conocen bien dicen que tardará en explicarse, que estará frustrado, que habrá hablado con su esposa y con nadie más. Cuentan que en Colombia se dice que el enfado le consume a Superman porque el equipo le dice que no tire, que no intente cerrar el hueco, que no defienda su puesto en el podio. Los sabios del ciclismo dicen que es lo lógico, que si sigue tirando él solo no solo pierde el podio, sino hasta la décima plaza.
Nadie habla. Natalia Acevedo, la mujer del ciclista, en Instagram muestra su apoyo total a la decisión de su marido. “Más tarde emitiremos un comunicado oficial”, anuncia.
Nada más empezar el puerto de primera, el durísimo Mougás, de carreteras estrechas y vistas sobre Baiona, su arena finísima, y al fondo las Cíes, ataca por primera vez Yates, culminando la aceleración forzada de sus Ineos favoritos, Pidcock, Puccio, Sivakov, que llevan a todos sin aliento a rueda tras una fuga que llegó a tener 12 minutos. Superman es el primero que reacciona. Salta el colombiano a una rueda que no le interesa. No es rival para el podio Yates. Solo a Haig, cuarto, debe vigilar. Al segundo ataque de Yates sale ya Roglic, y tras él todos los importantes, salvo Egan, quien respeta la ley de que el primero del Ineos que ataque tiene todos los derechos, y Superman, que paga el esfuerzo anterior y no puede. Se van todos, felices. Superman sufre.
Tira Superman y mantiene el pulso, 15s, 20s, unos kilómetros. A su rueda, Egan media docena más. Los derrotados. Nadie colabora. Todos defienden sus intereses. Después la cuerda se rompe. Rojas, su compañero, enlaza desde atrás cuando Superman ya está a más de cuatro minutos del grupo que, acelerado por Gino Mäder, el suizo fabuloso del Bahrein, incrementa el destrozo iniciado por Yates, y su compañero Jack Haig ya le ha desalojado del podio al colombiano, cuyas razones para estar enfadado se multiplican. Encuentra razones para sentirse traicionado por sus compañeros, los mismos a los que hace un par de años, él en el Astana, cuando un abanico del Movistar en Toledo le hizo sufrir, llamó “los tontos de siempre”. Se descuelga en el grupo. Acelera. Se acerca a Rojas, en la cabeza, y le pide que deje de tirar.
En la iglesia de Cela, torre de granito esbelta pegada al cementerio mínimo en mitad de una cuesta que quita el hipo, los mejores de la Vuelta alcanzan al fugado. Están Roglic, Mas, Haig, Yates, Mäder… Primero, segundo, cuarto, sexto, octavo de la general. Son el fruto selecto de la etapa caníbal entre eucaliptos, pinos, grandes vistas, y corazones heridos. Los repechos de Mos-Cela hasta el Castro de Herville deben decidir quién gana la etapa. El objetivo de Yates, quien, demasiado vigilado, no puede. El objetico de Mas, que, demasiado generoso en los relevos, no puede. El sueño de Mikel Bizkarra, del Euskaltel, uno de los resistentes de la fuga alcanzada, que ataca varias veces, o el de Gibbons, el último en ser alcanzado, inasequible. Todos piensan que será Roglic el ganador. Y quizás lo piensa también el francés Clement Champoussin, que ataca a 1.700 metros con la boca abierta, bien grande, bien abierta, porque, si no, no encontraría oxígeno suficiente para su empresa. Y se sorprende porque nadie le persigue. Los grandes, celosos, envidiosos solo de los demás grandes, se miran y se paran. Champoussin gana. “Se han mirado. He tenido suerte”, dice. Su primera victoria llega en una etapa que vio un nunca visto. La víspera del final menos sorprendente de un Camino de Santiago de tres semanas.
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