Lo que aprendimos en ‘Matar a un ruiseñor’: no se trata de ganar, sino de hacer lo justo

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Es un lugar común señalar que hay una diferencia sobre la percepción del personaje de Atticus Finch entre quienes sólo han sido espectadores de la película de [Robert] Mulligan y los que, por el contrario, sólo son lectores de la novela de Lee. A mi juicio, la clave de esa diferencia reside en el hecho de que la versión cinematográfica trata de orientar al espectador, en un ritmo progresivo, hasta al clímax que supone el juicio de Tom Robinson [personaje negro acusado de haber violado a una joven blanca disminuida psíquica]. La película de Mulligan, aunque muy respetuosa con la novela de Lee (a quien, como he indicado, el guionista Horton Foote admiraba sobremanera), es —sobre todo, aunque no sólo— una trial movie, en la que desde el comienzo se nos van ofreciendo los datos que sostienen la tensión propia, la incertidumbre, de este tipo de filmes. En este caso, los que ponen de manifiesto la dificultad de que Tom Robinson logre, gracias a Atticus Finch [su abogado y protagonista del libro y de la película], un juicio justo y, menos aún, una sentencia justa. Eso no es óbice, con todo, para que, gracias a la adaptación de Foote, al trabajo de dirección de Mulligan y, en particular, a la extraordinaria interpretación de Gregory Peck, bien arropado por todos los actores y actrices, consiga reproducir ese ambiente de relato de los años de infancia, en este caso de Scout y Jem, los hijos de Atticus, que tienen un estupendo contrapunto en el personaje de Dill [personaje inspirado en Truman Capote, al que Harper Lee conoció en su infancia]

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