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Londres endurece su legislación contra la inmigración irregular


La presión migratoria coincide en el Reino Unido con la desafortunada concomitancia de tres factores que amenazan con desencadenar un cataclismo humanitario. El primero es de carácter fundamentalmente político, con la línea dura del Gobierno de Boris Johnson, que ha emprendido una reforma legislativa que penalizará con hasta cuatro años de cárcel llegar sin papeles a suelo británico; el segundo atañe a los números sin precedentes en el volumen de personas interceptadas en el Canal de la Mancha; y, para completar la tormenta perfecta, no podía faltar la tóxica retórica en materia de inmigración que, ya en 2016, había prendido la mecha que facilitaría la victoria del Brexit.

La trágica estampa de una embarcación asestada de seres humanos desesperados por llegar a lo que perciben como su salvación se ha convertido en una escena habitual en la costa meridional de Inglaterra. Pero la familiaridad no significa aceptación, como pueden corroborar cada día los agentes de la Real Institución Nacional de Salvavidas (RNLI, en sus siglas en inglés), que recientemente denunciaban el acoso al que se ven sometidos por las operaciones de rescate que acometen en el mar, incluyendo agresiones verbales, lanzamiento de objetos y arengas con un denominador común: “Marchaos a Francia”.

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La prueba de la olla a presión en la que se está convirtiendo el Reino Unido es que nadie está a salvo. El controvertido proyecto de Ley de Nacional y Fronteras, actualmente en tramitación parlamentaria, incluye una cláusula que redefine el concepto de “facilitar” la inmigración ilegal, y aunque su objetivo fundamental es, a priori, allanar el terreno para imputar a quienes manejan las embarcaciones, los expertos legales advierten de que podría ir contra la propia RNLI por el mero acto de salvar vidas.

El Ministerio del Interior defiende la reforma legislativa, considerada la de mayor calado en décadas, como un intento de resolver un sistema de inmigración que considera “roto”. Sin embargo, desde organizaciones humanitarias, a prestigiosas instituciones académicas como la Universidad de Oxford, o la London School of Economics, e incluso Naciones Unidas han alertado del impacto de un texto que menoscaba la Convención del Refugiado, que este año cumple su 70 aniversario.

Es difícil que las críticas intimiden a la responsable de la reestructuración, Priti Patel, uno de los nombres más polémicos del gabinete de Johnson, acusada de haber roto el código ministerial por el más alto funcionario de Interior y azote de la práctica totalidad de los gremios que dependen de su departamento. Hija de inmigrantes (sus padres llegaron a Inglaterra en los 60 procedentes de Uganda, donde sus abuelos habían emigrado desde la India), la nueva ley lleva su sello más genuino, con propuestas que le permiten arrogarse el poder de ampliar los asentamientos establecidos el pasado año para alojar a los inmigrantes clandestinos, más parecidos a campos de refugiados que lo que cabría esperar en el segundo país más rico de Europa, y mandarlos a territorios de ultramar, mientras sus demandas de residencia son procesadas, incluso si ningún país ha aceptado hacerse cargo.

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Patel mantiene que el espíritu de la ley es justo: si no se cuenta con permiso para entrar en el Reino Unido, no se puede esperar clemencia, de ahí que, para suavizar el golpe, haya decidido facilitar el proceso para quienes cuenten oficialmente con estatus de refugiado. La fórmula, según ella, “se basa en la necesidad, no en la capacidad de pagar a quienes trafican con personas”, un análisis que convenientemente pasa por alto la gran paradoja de su planteamiento: solo quienes lleguen legalmente al Reino Unido contarán con ayuda, pero el cierre de todas las rutas viables significa, en la práctica, que no hay manera legal de acceder a suelo británico.

Por si fuera poco, esta diferenciación amenaza con generar un sistema de dos niveles, en el que, para el Ejecutivo, solo uno es válido, colisionando directamente con el principio básico de la Convención del Refugiado que estipula el “derecho universal” de solicitar asilo. Como había sintetizado recientemente Alf Dubs, patrón del Refugee Council (Consejo del Refugiado) y miembro de la Cámara de los Lores, “cómo alguien se vea forzado a emprender su viaje para ponerse a salvo, ya sea a manos de traficantes, o en un bote, no define si es un refugiado o no”.

La nueva ley, además, complica aún más la ecuación: actualmente, los sin papeles solo pueden ser imputados si llegan a entrar en el país, pero ya que muchos son interceptados en su intento, en la práctica, no acceden al Reino Unido de manera ilegal, puesto que son escoltados por los cuerpos de salvamento. La propuesta de Patel establece que todos aquellos que “lleguen al Reino Unido sin un permiso válido de entrada” hacen frente a cuatro años en prisión, una pena que, según un estudio del Refugee Council, supondría 412 millones de libras anuales (485 millones de euros), es decir, cinco veces más que el coste de darles cobertura en el sistema de apoyo al solicitante de asilo.

Por si fuera poco, los inmigrantes tienen que hacer frente a las profundas discrepancias en la manera de concebir la crisis por parte de Londres y París. Las autoridades británicas denuncian la negativa gala a devolverlos a Francia cuando los halla cruzando el Canal, mientras el Ejecutivo francés insiste en que la ley marítima establece que solo puede intervenir si los inmigrantes lo solicitan, de ahí que lo único que pueda hacer es acompañarlos hasta aguas británicas.


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