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López Obrador, entre su percepción y la realidad


Andrés Manuel López Obrador ha visitado casi 30 hospitales este verano. No ha ido para tratarse, sino a estrechar manos con los mexicanos que acuden a la sanidad pública en regiones rurales del país. Con “los más pobres”, dice a cámara en los vídeos que después comparte en sus redes sociales. En uno de ellos, está con una pareja de jóvenes que espera a su primer hijo en el Estado sureño de Chiapas. Ella, nerviosa, apenas habla con el político. Él, exultante, no deja de agradecerle que se haya pasado por el sanatorio. “Faltan los médicos y sobre todo falta la medicina”, reconoce López Obrador frente a la pareja, al mismo tiempo que les promete que las condiciones mejorarán. Después se va a un mitin en la plaza principal de la comunidad. Esa ha sido la rutina del primer presidente de izquierda de México todos los fines de semana de los últimos dos meses: más parecida a la de una campaña electoral que a la de un mandatario en funciones. Al mismo tiempo, el presidente ignora las voces que le cuestionan sobre cómo conseguirá los recursos que le ayudarán a obtener sus objetivos de justicia social.

López Obrador esperó 12 años para ser presidente de México —tras dos intentos fallidos en las elecciones— y en los últimos ocho meses, desde que llegó al Gobierno, se ha encargado de dejar claro, a través de marcados gestos, que no es igual a sus antecesores. La cercanía del mandatario a la gente es inusual: igual pasa una tarde en un puesto de comida en la carretera en la montaña de Michoacán, se suma a un ritual indígena en Veracruz, o sale espontáneamente de Palacio Nacional para saludar a quienes pasan por allí. “Soy el servidor público que más escucha al pueblo. En una semana escucho como a 1.000 personas”, presume. El político, originario del Estado de Tabasco, suelta seductores discursos en sus mítines que agradan a las multitudes: promete ayudas sociales para los grupos históricamente más desfavorecidos, en un país con 52 millones de personas que viven en condición de pobreza, según los datos oficiales. “Si apoyar a los pobres es ser populista, que me apunten en la lista”, grita a todo pulmón en las asambleas mientras recibe ovaciones. 

El presidente mexicano defiende con vehemencia su proyecto de presidencia social —al que ha denominado la Cuarta Transformación-, sin cambiar la dirección del timón aunque la realidad lo exija. Un ejemplo ha sido su afán en la austeridad del gasto público. López Obrador ha estirado los recortes presupuestales lo suficiente como para debilitar sectores como la educación, la ciencia y la sanidad. Algunos de los programas sociales, creados por sus antecesores, también han sido eliminados, generalmente bajo el argumento de la sombra de la corrupción, pero sin que la acusación sea probada o algún funcionario público haya sido llevado ante la justicia. El ahorro, ha dicho el mandatario, será llevado a Petróleos Mexicanos (Pemex), la petrolera estatal más endeudada del mundo. “Me parece que en un gobierno que se dice de izquierda y que tiene como bandera ayudar a grupos vulnerables y en situación de pobreza, es contradictorio financiar a una empresa del Estado cuando esta podría estar financiada por privados”, señala Mariana Campos, analista de la organización México Evalúa.

Las contradicciones de López Obrador suelen cristalizar en el sector económico. La caja de pandora se abrió hace más de un mes cuando su ministro de Hacienda, Carlos Urzúa, dimitió y publicó una carta en la que criticaba dura y abiertamente al presidente y le acusaba de tomar “decisiones de política pública sin el suficiente sustento”. El presidente, por ejemplo, desautorizó el Plan Nacional de Desarrollo diseñado por Urzúa por tratarse de un proyecto, según dijo, con una “inercia neoliberal” y redactó él mismo la versión final. Dos meses antes, el director de la seguridad social y sanidad para los trabajadores, Germán Martínez, también renunció aludiendo a los recortes en el presupuesto. Las medicinas y los doctores, que el presidente ha prometido a los mexicanos que saluda en sus visitas a hospitales, todavía escasean. Al mismo tiempo, su equipo económico planea la compra de dos estadios de béisbol —el deporte favorito del mandatario— por 51 millones de dólares. Es difícil que López Obrador reconozca que la realidad puede arrollar su percepción personal. El 31 de julio en una conferencia de prensa, una periodista le preguntó su opinión sobre los datos que el Ministerio de Hacienda reveló en los que había detectado que el presupuesto no se estaba gastando lo suficiente, la respuesta del presidente fue rechazar la información emitida por su propio Gobierno:

—Yo tengo otra información, yo tengo información de que está bien el ejercicio del presupuesto, porque eso también es algo que se ha manejado sin sustento, que había un subejercicio— respondió el presidente

—Es el informe de la Secretaría de Hacienda, presidente— interpeló la periodista.

—Yo tengo otra información, fíjense.

—¿Otra información a la Secretaría de Hacienda?

Además de cuestionar la información que su propio Gobierno publica, López Obrador ha rechazado los datos que las agencias calificadoras o el FMI emiten sobre la deuda soberana o sus previsiones de crecimiento del PIB. La economía mexicana atraviesa por un importante estancamiento que ha ubicado al país al borde de la recesión, pero el presidente mexicano —que había prometido un crecimiento del 4% anual— alimenta expectativas por encima de las estimaciones: mientras el FMI sitúa al PIB del 2019 en 0,9%, López Obrador habla de un 2%. “Con su afán obsesivo de creer que todo lo del pasado es malo, nos está llevando al estancamiento. Al Gobierno le tiene que quedar claro que para crecer más del 2% tiene que dar certidumbre para la inversión pública y privada”, apunta Jorge Sánchez Tello, director de Investigación Aplicada de la Fundación de Estudios Financieros.

Una áspera relación con la prensa

El salón de la Tesorería de Palacio Nacional, en Ciudad de México, había sido durante años sede de cenas y comidas de Estado. Desde diciembre de 2018, se ha transformado en una enorme sala de prensa desde la que todos los días a las 7 de la mañana el presidente mexicano comparece. Luces y cámaras cubren casi todos los ángulos de ‘La mañanera’ en la que igual se anuncian los precios de los combustibles, se conmemoran efemérides, se firman tratos o se habla de política exterior. “Es un presidente que sigue haciendo de todo, en ocasiones lanza señales de desorganización, de caos. Además, controla la agenda mediática, pero no a los medios”, apunta el analista político Sergio Aguayo. La conferencia es un altavoz tan potente que los anuncios más importantes del actual Gobierno mexicano se esperan allí.

En ese espacio, el presidente también expresa su desacuerdo con sus críticos y en varias ocasiones ha puesto la diana en los medios de comunicación como Reforma, Proceso o también los internacionales, caso de Financial Times. La crítica y los cuestionamientos no son bienvenidos a ojos del presidente. Al diario británico lo acusó de “quedarse callado ante la corrupción” de sus antecesores. “Estoy esperando que ofrezcan disculpas. Podrán ser muy famosos pero no fueron objetivos”, dijo. A la revista Proceso —una histórica de la izquierda mexicana— le recrimina “no portarse bien” con su Gobierno. Sus referencias hacia la prensa suelen ser para denostar el trabajo de los periodistas y minar su credibilidad. Esto ocurre en el país más peligroso -donde no hay un conflicto bélico- para ejercer la profesión y donde desde el año 2000, más de 100 periodistas han sido asesinados. Al comenzar agosto, tres reporteros fueron asesinados en una semana. Sin embargo, el presidente mexicano ha evitado mencionar los asesinatos de comunicadores en sus comparecencias. “Evade cualquier pregunta incómoda. Si aparece un cuestionamiento serio sobre sus responsabilidades de Gobierno, el presidente huye con más descaro que habilidad”, escribe el analista Jesús Silva Herzog, en el diario Reforma.


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