Dos agentes de policía hacen guardia afuera de la casa donde fueron asesinados los hermanos Tirado y su tío, el 22 de diciembre de 2022.Marco Ugarte (AP)
Son las 13.52 de un domingo de diciembre. El sol de invierno pega sin quemar demasiado sobre la Roma. Ciudad de México bulle estos días con ambiente prenavideño. Un coche de policía patrulla las calles de Campeche y Medellín entre el aparente sopor de la tarde. El día anterior, dos jóvenes, los hermanos Andrés y Jorge Tirado (27 y 35 años), desaparecieron en el barrio. A esa hora, el vehículo de la Secretaría de Seguridad Ciudadana recibe una llamada de emergencia por radio. “Nos dicen que pasáramos a Insurgentes 420″, se lee en el informe policial al que ha tenido acceso en exclusiva. La patrulla conduce hacia el lugar, donde un hombre les pide ayuda. No sabe nada de sus padres desde el día anterior y está preocupado. Se dirigen con él a la dirección donde sus progenitores residen, Medellín 113. Probablemente piensan que se trata de un trabajo rutinario. Menos de una hora después, tres cadáveres aparecen en una bodega de la casa.
Los cuerpos pertenecen a los dos hermanos desaparecidos y a su tío, José Luis González (73 años). El hombre que llamó a la policía es hijo de González y de la única superviviente del crimen, María Margarita Ochoa (72 años). Su llamada fue la pista definitiva que destapó los brutales asesinatos de Medellín 113: un secuestro de más de 48 horas que acabó con el homicidio de los tres hombres y torturas contra Ochoa. Tres de los presuntos culpables —Blanca Hilda Abrego (64 años, madre), Sally Mechaell Arenas (43, hija) y Randy Arenas (unos 20, nieto)— convivían con las víctimas. En total, hay cinco detenidos —con Azuher Lara (37, pareja de Sally) y otra persona de su entorno, identificada como Rebeca—, aunque la Fiscalía cree que podría haber más cómplices. El Ministerio Público considera que su objetivo era hacerse con la propiedad del inmueble en el que sucedieron los hechos, una vieja pero señorial casa de dos plantas, herencia de Ochoa, ubicada en uno de los barrios más cotizados de la ciudad.
Dos páginas de la declaración de Margarita María Ochoa a la que tuvo acceso .EL PAIS
Cuando los dos policías llegan a Insurgentes 420, a las 13.54, el hijo de Ochoa y González les explica que ha venido a la ciudad porque sus padres desaparecieron el viernes 16, dos días atrás. Esa misma tarde interpuso una denuncia, pero algo raro pasó: recibió una llamada de Abrego, a la que conoce porque la mujer vive en Medellín 113 desde 2004, en calidad de enfermera a tiempo completo de un hermano de Ochoa, fallecido en mayo —Ochoa y su marido, residentes de Jalisco, se mudaron a la casa para regularizar la venta, y acogieron temporalmente a sus sobrinos—. Abrego pone a Ochoa al teléfono, que le dice a su hijo que se encuentra bien. Pero él nota un deje extraño en su voz.
Inquieto, al día siguiente el hombre vuelve a llamar a Abrego, que no contesta a la primera. Prueba con número distinto con mejor suerte. La mujer le explica que sus padres han salido, pero que le avisaría cuando volvieran. Nunca llega a pasar. El hombre se inquieta y vuela a la Ciudad de México. A las 22.40 del sábado ya está frente a las puertas negras de Medellín 113. “Al intentar abrir se percata que la puerta se encontraba atrancada, es por esa razón que nuevamente se comunica con la señora Blanca Hilda Abrego”, continúa el expediente. La enfermera se justifica: dice que no puede abrir porque Ochoa le ha pedido que no deje entrar a nadie. El hombre no puede creerlo. Todo es más y más raro por momentos.
El domingo la situación da otro vuelco. A las 13.30, el hijo de Ochoa recibe una llamada de Abrego: “No digas nada, ni dónde estás. Yo voy a salir y me esperas en la esquina. Ahorita te explico”. Él responde que no está cerca de la casa, pero en ese momento escucha de fondo la voz velada de su madre al otro lado del teléfono: “¡Hijo! ¡Hijo!”. La llamada se corta. Él reacciona llamando a Emergencias, que movilizan al coche patrulla más cercano: el que ahora está con él en Insurgentes 420.
Los hermanos Andrés y Jorge Tirado.RR.SS.
“El denunciante nos solicita el apoyo para verificar la situación de sus familiares, pidiendo que lo acompañáramos al domicilio referido con la finalidad de cerciorarse de que estuvieran bien”, continúa el expediente. Los dos policías, un hombre y una mujer, llegan junto al hijo de Ochoa a Medellín 113 a las 14.00. El civil llama a la puerta. Sala una persona de “sexo femenino, complexión robusta, de tez morena, 1,55 metros de altura, cabello corto de color negro, pantalón de color rojo, blusa florada de color azul, chaleco de color azul”, describe el informe. Es Abrego.
“De manera inmediata a que ingresa el denunciante, escuchamos del interior de la planta baja un grito de auxilio de la voz de una femenina y seguido de este se escucha como el denunciante grita: ‘¡Mama!’”. Uno de los agentes entra corriendo tras él, la otra se queda vigilando la puerta. El policía irrumpe en el salón, donde se encuentra con Ochoa “en silla de ruedas de color negro y cromado, maniatada de las manos y de los pies con cinta adhesiva color gris”. A un metro y medio ve también a Azuher Lara, Sally Mechaell Arenas y su hijo de tres años.
El hijo de Ochoa le quita la mordaza a su madre, que denuncia que Abrego, Arenas y Lara la tienen secuestrada. La mujer no sabe si sus sobrinos y su esposo están en la casa o les han llevado a otro lugar. Los sospechosos son arrestados al momento. La policía inspecciona el resto de la vivienda en busca de los hermanos Tirado y González, “ante la sospecha razonada de que el resto de víctimas pudieran encontrarse al interior del inmueble”. Al fondo, a la derecha, en una bodega estrecha, encuentran los tres cadáveres, cubiertos “por un plástico tipo mantel blanco con transparencias”. “Los cuerpos estaban encintados de boca, cara, manos y pies con cinta gris”, indica el informe. Llevaban muertos desde el viernes. Son las 14.48 de un domingo de diciembre.
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