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Los abusos en las cárceles de Bukele: “Lo mataron a golpes en la celda y lo sacaron a rastras como a un animal”

Los abusos en las cárceles de Bukele: “Lo mataron a golpes en la celda y lo sacaron a rastras como a un animal”

Los dos vieron gente morir en su celda, los dos fueron torturados y pasaron meses en cárceles hacinadas, sin apenas comida y sin la asistencia en ningún momento de un abogado. Dos testimonios recogidos por de personas detenidas durante el régimen de excepción, que ampara la guerra contra las pandillas del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, coinciden con las denuncias de abusos sistemáticos por parte de organismos de derechos humanos nacionales e internacionales. Muertes bajo custodia, hacinamiento extremo, torturas, detenciones arbitrarias, incluyendo menores de edad e incomunicación total con abogados o familiares. Manuel, nombre ficticio por seguridad, de unos 40 años, y Dolores Almendares, de 53, que sí ha decidido publicar su identidad, pasaron meses en prisión acusados de pertenecer a las maras. Los liberaron ante la falta de pruebas contundentes, pero ambos siguen a la espera de juicio. Estas son sus historias.

Dolores Almendares posa en las calles de San Salvador. Víctor Peña

Manuel cuenta que, en su caso, el tópico para explicar la oscuridad de la cárcel se convirtió en literal: “Desde que entré hasta que salí no vi la luz del sol”. Desde mediados de abril del año pasado hasta principios de febrero. Prácticamente, un año encerrado en el penal Izalco, a unas dos horas al oeste de la capital. En una celda para 20 personas donde había metidas más de 70. Ante la falta de espacio, los presos se turnaban para dormir sentados en tandas de dos o tres horas. Había un solo retrete. Era habitual que solo recibieran una comida al día: “dos tortillas y una cucharada de frijol”.

Entre los compañeros de celda había una persona diabética. “Un señor de 62 años que tenía una tienda y que lloraba mucho”. A él, cuenta Manuel, lo dejaban dormir sentado toda la noche mientras el resto seguía de pie. Un día, no despertaba. Trataron de moverlo entre varios y estaba helado. Cuando llegaron los custodios, ya no tenía pulso. Manuel asegura también que solo “dos o tres veces” entró un médico a pincharle las inyecciones de insulina que, según su versión, la familia le enviaba todas las semanas. La falta de asistencia médica en las cárceles es una más de las vulneraciones de derechos básicos que denuncian las organizaciones.

Manuel cuenta que otro de los presos, “un joven de 21 años al que llamaban Daniel”, también murió en la celda. “Estaba desesperado y pedía medicamentos a gritos o se quejaba de hambre y de dolor”. Los policías respondían con golpes. A patadas, con las macanas (porras) o con la culata de los fusiles. “Un día le pegaron tanto que lo mataron a golpes y lo sacaron a rastras como a un animal”.

Los pies de Manuel, quien decidió no revelar su identidad. Víctor Peña

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Una investigación de Human Rights Watch, que tuvo acceso a una base de datos del Ministerio de Justicia, reveló que solamente durante los cinco primeros meses del régimen de excepción, de marzo a agosto, se registraron al menos 32 personas muertas bajo custodia sin aclarar las circunstancias. En su mayoría en los penales de Mariona e Izalco, donde estuvo preso Manuel. Otro recuento de la organización salvadoreña Cristosal, esta vez hasta finales de octubre, elevó el número de muertes a 80.

“Solo deseas morir”

Además de los golpes, Manuel habla también de otro método de tortura. Eran habituales los manguerazos de agua dentro de la celda y, cuando el suelo estaba mojado, activaban la pistola de corriente eléctrica “para que nos agarrara a todos”. Entre el resto de los presos con los que convivió había personas con tatuajes de las dos pandillas, MS-13 y Barrio 18. Dice que eran a los que más se llevaban a las celdas de castigo. “Yo no hablaba con ellos porque les tenía odio. Sentía que yo estaba ahí por ellos”. Eran comunes los rezos colectivos. “El soporte nuestro era la fe”. Cuenta que especialmente uno de los presos, cristiano evangelista, era el que más rezaba por todos. “El enemigo más grande que uno tiene ahí dentro es la depresión. Sientes un vacío inmenso y solo deseas morir”.

Policías transporta detenidos durante el régimen de excepción. Víctor Peña

A Manuel lo detuvieron a finales de marzo, pocos días después de iniciar el régimen de excepción, que dura ya un año. Según su versión, fue una venganza de unos policías. Un par de años antes, unos agentes habían golpeado a su hijo de 10 años porque no llevaba identificación cuando volvía de comprar tortillas durante la pandemia. Él los denunció y un juez los acabó condenando. En represalia, 10 policías se presentaron en su casa con una orden de captura. Ese mismo día empezaron las palizas que duraban “hasta que se aburrían”. Le rompieron dos costillas. Pero lo que más le dolió a este administrativo, que hasta su detención trabajaba en una oficina rellenando documentos de Excel y haciendo fotocopias, es que lo presentaron ante la prensa como a un pandillero detenido bajo cargos de extorsión, homicidio y pertenencia a organización terrorista.

El operativo de Bukele está logrando el objetivo de reducir la violencia y desarticular a las pandillas. Pero también está rodeado no solo de denuncias de abusos a los derechos humanos, sino de un cerco cada vez más grande de opacidad. Son casi 63.000 detenidos, según un recuento a finales de enero del ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Villatoro. La cifra no es casual. Corresponde al número estimado de pandilleros en un país de apenas seis millones de habitantes.

Desde el inicio del régimen, policías críticos han revelado que les imponen cuotas para alcanzar ese número simbólico de detenciones al que el presidente hace constantes referencias. Del total de reclusos han sido liberados un 5%, según declaraciones del propio presidente. Las organizaciones de derechos humanos del país denuncian que apenas un tercio de los detenidos tienen vínculos comprobados con las pandillas. Y que tipos penales como el de pertenencia a “organización terrorista” son tan amplios e imprecisos que abren la puerta detener prácticamente a cualquier persona.

“Te puedo pegar un tiro ahora mismo”

A Dolores la detuvieron cinco policías el 6 de mayo del año pasado acusada de extorsión. “Me dijeron que mis hijos cobraban la renta a los comercios y yo juntaba el dinero”, cuenta esta ordenanza del ayuntamiento de Cuscatancingo, un municipio de la periferia norte de San Salvador. Explica que le dieron un acta con los cargos, pero que ella no la firmó porque “no tenían ninguna prueba”. Pidió ver a un abogado, pero no tuvo asistencia legal en los cinco meses que pasó encarcelada. Dolores, miembro de un sindicato, denuncia que su detención fue motivada por liderar varias huelgas para que les dieran uniformes y les subieran en sueldo en su trabajo.

Tres personas esperan a un familiar detenido frente a la sede de El Penalito, en San Salvador.
Víctor Peña

Una vez en la comisaría, la metieron en el calabozo con “muchachas que estaban bien manchadas. Algunas tenían la MS tatuada en la frente”. Dice que no sintió miedo porque ella “nunca ha pertenecido a nada de eso”. Igual que Manuel, decidió no hablar con las otras detenidas porque “callar te da y hablar te quita”. Durante la primera noche, recuerda que un policía le dijo: “Ahora ustedes son el blanco. Les puedo pegar un tiro ahora mismo y decir que se querían fugar”.

El primer día en la cárcel de Ilopango, a media hora de la capital, la pusieron en fila con otras presas. La desnudaron, la hicieron bañarse en un barril en el patio junto a otras 20 mujeres, la pasaron por un escáner y le revisaron el interior de sus genitales “por si llevaba droga o algo así, supongo”. Dolores pasó 22 días en una galería de 150 metros cuadrados con techo de lámina y las paredes de reja metálica. Allí había más de 800 mujeres, según sus cálculos, que dormían apretadas en el suelo de cemento. Cada una con la cabeza a la altura de los pies de la otra. El baño era una cubeta y la ducha, una manguera. La comida era “pasta reseca de frijol”.

Una de las presas, “la niña Esmeralda”, tenía un tatuaje con el símbolo de infinito debajo de la nuca. Dolores recuerda que “todo lo que comía, lo vomitaba. Además, sufría de diarrea y acabó muriendo deshidratada”. Cuando perdió el conocimiento, la cargaron entre varias reclusas “porque estaba gordita”. Se la llevaron las policías y nunca la volvieron a ver. “Nos dijeron que se murió de camino al hospital”. Las organizaciones de derechos humanos denuncian también que las autoridades no están notificando el fallecimiento de los presos. Existen incluso denuncias de familiares que han encontrado el cadáver de sus parientes detenidos en una fosa común.

Detenidos esperan ser llevados a su celda en el Centro de Confinamiento de Terroristas.SECRETARIA DE PRENSA DE LA PRESI (REUTERS)

Dolores aún pasó tres meses más en el penal de Apanteos, a una hora y media de la capital. “Ahí nos trataron un poco mejor. Podíamos salir una hora al patio, nos daban tres comidas y entraban a veces algunos curas”. Durante todo el tiempo que pasó encarcelada, tuvo dos audiencias telemáticas. Sin la presencia de testigos ni abogados. La soltaron a mediados de septiembre y tiene que presentarse en la comisaría cada dos semanas. El juicio está fijado para el 8 de diciembre, pero su abogado le ha dicho algo que todavía no tiene muy claro si debe darle esperanza: “Si se termina el régimen antes, los que hemos salido quedaremos libres del todo”.

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