En los bodegones de Giorgio Morandi hay botellas, cuencos, jarras de líneas sencillas y formas rigurosas que parecen estar suspendidos en algún tiempo y espacio que no es el nuestro. En esa apariencia de sencillez (solo es eso, apariencia) y en esa casi obsesión por volver a pintar una y otra vez los objetos que había en su casa estudio de Bolonia está la búsqueda de respuestas a la pregunta que se hizo el que está considerado uno de los grandes artistas italianos del siglo XX: ¿Cómo se pinta la realidad? La Fundación Mapfre de Madrid ha reunido más de un centenar de obras del pintor en la exposición Morandi, resonancia infinita, que se podrá ver del 24 de septiembre al 9 de enero de 2022, para tratar de resolver el interrogante.
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“Su trabajo no fue ni simple ni repetitivo, sino extraordinariamente sensible y riguroso”, incide Daniela Ferrari, comisaria de la muestra, la primera en España desde 1999. “Su tema principal era la pintura en sí misma”. Morandi (Bolonia, 1890-1964) se alejó de las vanguardias y del clima político tras las dos grandes guerras que le tocó vivir para encontrar en su estudio la tranquilidad y “la poesía de los objetos”, apunta Ferrari. Podía tardar dos horas en pintar un cuadro, pero el estudio previo llegaba a alargarse, en ocasiones, hasta un año.
En ese tiempo trataba de captar la realidad de la manera más fiel posible por medio de la luz, el color o la ausencia precisamente de este, y el volumen. “No hay nada más abstracto que la realidad”, solía decir el pintor. Aunque se encerró en su casa, no dejó de mirar el trabajo de Cézanne y el impresionismo en sus inicios para simplificar la forma de sus objetos. La misma técnica que aplicó en las contadas ocasiones en las que pintó la figura humana. Bañistas, uno de estos raros ejemplos, cuelga de las paredes de la Fundación Mapfre. El cubismo de Picasso y Braque también aparece en sus composiciones en las que hay futurismo, metafísica, claroscuro y una multiplicidad de técnicas con las que fue configurando su estilo.
FOTOGALERÍA: Un recorrido por la exposición
La vinculación directa e histórica entre Morandi y los bodegones se atomiza en la muestra donde el pintor, además de dialogar con artistas contemporáneos que se fijaron en sus líneas para hacer su trabajo, se multiplica a través de sus paisajes y flores. Pintó los alrededores su casa de veraneo en Grizzana o el patio que contemplaba a través de la ventana de su vivienda en Bolonia. “Una Italia detenida y en silencio”, se lee en la exposición.
Las flores de Morandi son rosas, zinnias y margaritas de capullos apretados que parece que nunca se van a marchitar. Son las de su jardín. Otra vez su casa, su entorno. Sus hermanas las cuidaban en invierno, las protegían debajo de la escalera de su jardín, y él las pintó mirando a Renoir. En sus grabados consiguió que el blanco y negro alcanzara distintas tonalidades. Y con el blanco, el color del final de su vida y su trabajo, cuando su obra se fue sublimando y depurando, consiguió una gran variedad cromática.
“La pintura como un medio de resistencia a desaparecer”, apunta la comisaria para describir el trabajo del artista y aclarar que, aunque Morandi se mantuvo al margen de las contiendas mundiales, “no fue ajeno a ellas”. Reconoce que no hay atisbo de estas en su obra, pero recuerda que fue ha llamado a filas en la I Guerra Mundial, de la que pudo regresar por enfermedad. Y que en la Italia fascista pisó la cárcel por sus amistades literarias contrarias al régimen autoritario. “Se le ha acusado de ser demasiado clásico, anticlásico, excesivamente romántico, riguroso. Hacía poco ruido, pero siempre fue firme con sus ideas. Lo que al cabo de los años le dio su lugar gracias a su coherencia”, zanja la experta.
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