A Rene Calisai la pregunta le pilla por sorpresa: “¿Que dónde está el baño? La verdad es que ya no sé dónde está”. El hombre se rasca la cabeza y ríe nervioso. Calisai, un empresario de 56 años con una mata de pelo negro sobre la cabeza por la que mataría la mitad de la humanidad, se ha despistado en su propia casa, un edificio de cinco alturas de colores chillones. Los salones están decorados con vidrieras hasta el techo y lámparas de araña. Los inmuebles como el suyo se conocen como cholets, símbolo de una nueva burguesía indígena surgida durante la última década en Bolivia. “Creo que detrás de esa columna hay uno”, recuerda de repente el anfitrión. En efecto ahí se encuentra, en un espacio de unos 30 metros cuadrados, con cuatro retretes y cuatro lavamanos. Los cholets invitan continuamente al asombro.
Sus dueños son comerciantes adinerados que llegaron a El Alto, una ciudad a más de 4.000 metros junto a La Paz, en los años 70 y 80. Venían de provincias donde el campo y la minería les hacía pasar hambre. Aquí iniciaron una vida modesta en terrenos polvorientos, como ciudades dormitorio. Pronto se encontraron con el desprecio de los capitalinos. A las cholas, las mujeres indígenas que visten con sombrero de bombín y largas faldas coloridas, no las dejaban entrar en los hoteles o los cines. Si abordaban un avión, algo insólito, las aerolíneas las obligaban a ponerse pantalones.
Con el tiempo encontraron su sitio en el comercio, un arte que practican desde hace siglos. El Alto está lleno de tiendas, talleres, mercadillos y pequeñas fábricas. Se puede encontrar cualquier cosa. Así floreció una nueva clase social que eclosionó durante los Gobiernos de Evo Morales (2006-2019). La representación de esta bonanza toma cuerpo en los cholets, una palabra que mezcla los términos cholo, despectivo hasta hace poco, y chalet, que resume todo lo aspiracional. La ciudad se ha llenado de estos edificios con diseños geométricos y colores vivos que suelen usar en sus tejidos los aymaras.
El inventor de este estilo nada ortodoxo es Freddy Mamani, un arquitecto de origen humilde cuyo padre era albañil. Mamani iba a mostrar esta mañana el cholet de Calisai, pero está muy ocupado. Aparece en las revistas de arquitectura más prestigiosas del mundo y los festivales de diseño se rifan su presencia. Algunos critican su excentricidad y su fealdad, pero son los menos. El empresario, que ha hecho fortuna con el transporte de carga pesada, se topó hace 12 años por la calle con una obra de Mamani y quedó maravillado. “Qué bonito”, pensó. Él y su esposa tardaron en conseguir el contacto de “el ingeniero”, como le llama, pero cuando dieron con él le propusieron un chollo para el artista: una hoja en blanco. Mamani podía construir lo que se le antojara.
—Tengo el orgullo de decir que aquí vinieron los gerentes regionales de dos bancos para disputarse la financiación de la obra.
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Cuenta Calisai con media sonrisa, dejando a la vista sus dientes de oro. Insiste en que tendrá que trabajar hasta el último día de su vida para pagar los 350.000 dólares (unos 300.000 euros) que costó el proyecto. La verdad es que cuesta creerle. Parece querer sacar la modestia propia de sus orígenes humildes y, de paso, ahuyentar así a los familiares que quieran pedirle un préstamo. El valor del edificio se ha multiplicado, aunque no tiene claro poder encontrar un comprador: “A menos que lo pusiera a precio de gallina muerta”.
Construcción extravagante
A sus espaldas, a través de los cristales, se ve a unos obreros subidos a un andamio. Sus intenciones no son nada modestas. Diseñan sobre la fachada de un hotel los brazos y los ojos de un robot naranja que aparece en la película Transformers. Los cholets han incitado al resto de arquitectos a tirarse al vacío. La ciudad, una selva de ladrillos, se ha llenado de golpe de edificios extravagantes. No cuesta ver la torre Eiffel en una fachada, la Estatua de la Libertad o el Titanic en lo alto de una azotea. La gente cuenta que ha visto construcciones de formas rarísimas , y al principio cuesta creerlo, pero con el paso de los días en El Alto, culpa del mal de altura y del sol nuclear, uno empieza a creer que todo es posible.
De todos modos, esos no pueden considerarse cholets El verdadero, como este en el que estamos, dedica los bajos del edificio al comercio y la primera planta a un salón de fiestas. El espacio se alquila entre 500 y 1.000 dólares para bodas, bautizos y celebraciones de 15 años. ¿Alguna vez la usa para sus ceremonias? “No, solo para la inauguración, vinieron 500 personas”. ¿Alguna celebridad? ¿Evo? “No, a los del Alto no nos dan importancia, somos de segundo patio, jajaja”. Del techo cuelgan unas luces en forma de corbata de gato y a los lados surgen unas columnas churriguerescas. Las paredes están decoradas con murales de motivos andinos.
Calisai, hijo de un matrimonio de campesinos pobres con ocho hijos, vive arriba, en las plantas siguientes, con su esposa y sus dos hijos. Ha cerrado una por completo y dedicado otra a las visitas. En total, 2.800 metros cuadrados. La última altura tiene unas hermosas vistas a la cordillera andina. Es casi lo más cerca que se puede estar del cielo.
Los cholets no están en barrios exclusivos, porque no los hay en El Alto, de 950.000 habitantes. Se levantan junto a casas modestas, vertederos, descampados. Calisai cuenta, con sentido escénico, que a veces sale de casa y al volver contempla el edificio y le cuesta unos segundos, recordar que es suyo. ¿Nunca imaginó que viviría en un palacio? “Gracias por llamarlo así, me honra”.
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