Al principio los narcos eran los socios. Mario Chamorro, sus padres y dos hermanos dejaron Antioquia (Colombia) a principios de los 2000 tras la oferta de una tierra prometida. Se establecieron en la vereda San Pedrito, una zona rural de Córdoba. “Ellos”, como todos se refieren a los grupos criminales en estos lugares calientes del país, le dieron a la familia Chamorro una parcela en propiedad para sembrar coca. El dinero empezó a llegar y adquirieron más tierras. Cada vez más “plata” y cada vez más miedo. “Cuando hay problemas entre ellos, el problema es de todos, yo a veces me decía: ¿qué hago aquí con tres hijos?”, cuenta Mario.
El líder comunal de San Pedrito, que llegó a albergar a 93 familias cocaleras, abrazó el proceso de paz que se firmó entre el Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC en 2016. A través de un programa incluido en el acuerdo, promovió entre los productores de la vereda la sustitución voluntaria de cultivos. El plan incluía el cambio de la coca por una actividad legal, sufragada por fondos públicos. Los Chamorro y las demás familias se embarcaron en el proyecto, una decisión que no gustó a sus “socios”.
Una madrugada de enero de 2018, los narcos irrumpieron en la comunidad. Asesinaron al líder y le dieron unas horas al resto de habitantes para desaparecer. Con lo puesto, los Chamorro llegaron al municipio de San José de Uré, en Córdoba. Hoy arriendan una parcela en este pueblo, por el que hace solo unos años nadie se atrevía a cruzar sus caminos, secuestrados por los criminales. En la finca, tratan de salir adelante con un proyecto ganadero, impulsado por las ayudas del Gobierno. Aún sueñan con volver a San Pedrito, donde quedaron sus casas y tierras, pero la única vez que lo intentaron, los narcos aparecieron amenazantes en la primera noche: “¿Quién les dio permiso para regresar?”. Volvieron a huir al amanecer.
En San José de Uré, tierra de campesinos, hubo una época en la que solo había droga. No se plantaba ni una yuca y toda la comida había que traerla de lejos. John Eduard recuerda que de los 12 a los 30 años no aprendió nada más que a sembrar coca. Cada tres meses, los narcos le daban 17 o 18 millones de pesos (unos 4.500 dólares) por su cultivo. “Mucha platica” que se iba en “tragos y mujeres” y regaba la vida de miedo. Como aquel día en el que “pelaron” [mataron] a su tío cuando sacaba la mercancía de la finca.
Eduard es uno de los 100.000 cultivadores que se inscribieron en el plan del Gobierno de sustitución de cultivos, que aporta 39 millones de pesos 9.700 dólares) a cada uno. Con la primera entrega, de 12 millones de pesos (unos 3.000 dólares), que ya han recibido unas 76.000 familias, el hombre de 34 años montó dos estanques y construyó un cobertizo para cerdos en un terreno de su padre, al que se llega por un camino de tierra y piedras que él esquiva en moto con pericia. También compró 400 cachamas (un pescado de agua dulce), que hoy asegura que se han multiplicado hasta las 6.000. Los peces, imposibles de contar ocultos bajo el agua oscura, asoman la boca a la superficie cuando el campesino les lanza comida. Envuelto por un calor pegajoso y húmedo, que supera los 30 grados, Eduard también cría, engorda y sacrifica cerdos. Ahora tiene ocho, pero tres ya “están listos” para llenar este enero las vitrinas de la carnicería que su familia tiene en el municipio.
Hoy gana, calcula a ojo, unos dos millones de pesos (500 dólares) cada dos meses. Pero le gusta más este dinero que aquel que multiplicaba su sueldo. “Ahora mi mamá está contenta”, asegura. Con eso aparta la tentación que a veces le acecha y le recuerda su pasado, de rumba continua. “Yo ya prefiero así, esta vida de sacrificio y familia que aquella de plata, violencia y muerte”. Así piensa la mayoría. La ONU comprobó que menos del 1% de los productores cocaleros volvieron a la ilegalidad después de acogerse al programa.
El Gobierno de Iván Duque, que llegó a la presidencia con una posición ambigua sobre el proceso de paz, pero obligado por ley a cumplirlo, muestra ahora con orgullo los avances en algunos de los puntos del acuerdo. La sustitución de cultivos es uno de ellos, aunque el plan no es infinito. Desde que en 2018 se alcanzaron las 100.000 familias, el cupo está cerrado, por lo que otros cocaleros interesados no tienen acceso a las ayudas. Emilio Archila, consejero para la Estabilización, reconoce el problema de la falta de fondos y solicita la colaboración internacional: “Hace falta plata. Necesitamos que todos los países nos aboquemos a la sustitución más allá de las 100.000 familias que ya hemos apoyado”.
El programa le ha comido unas 40.000 hectáreas a los carteles, según datos del Gobierno de este noviembre. La ONU constató que los cultivos de coca en 2020 sumaban 143.000 hectáreas, con una reducción del 7% respecto al año anterior, fruto de los programas voluntarios y de la sustitución de cultivos forzosa, empujada por la fuerza pública. La disminución, sin embargo, no supone menos droga. La producción de clorhidrato de cocaína pura alcanzó las 1.228 toneladas en 2020, con un aumento del 8% frente a 2019.
Las calles de San José de Uré, a mediodía de este lunes plomizo, están llenas de gente. Los altavoces de las tiendas lo inundan de música. A 14.000 pesos el kilo (3,5 dólares), algunos se llevan las cachamas de Eduard para freír en el almuerzo. Los niños juegan en las puertas de las casas. Decenas de motos levantan polvareda al atravesar los caminos, por los que ya se puede ir sin miedo. El narco ya no tiene mucho que vigilar aquí, aunque sí a unos kilómetros, lugares indeterminados que los campesinos señalan con el brazo extendido en cualquier dirección. Ni Eduard ni Chamorro han vuelto a sentirse amenazados desde que dedican su vida a los peces, los cerdos y las vacas. Ellos lograron salirse de la rueda que aún hoy mantiene a Colombia como el mayor productor de coca del mundo.
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