Marta Romero tiene 48 años y toda una vida siendo testigo de cómo adaptarse a los embates del clima. En 1998, después de que el huracán Mitch arrasara partes de Centroamérica, entre ellas su aldea en la costa atlántica de Guatemala, su familia tuvo que dejar los cultivos de maíz, frijol y café de los que vivían y se pasaron al cardamomo, una hierba que pensaban que crecería mejor y les saldría más rentable. Más de veinte años después, en noviembre de 2020, otros dos potentes ciclones, Eta e Iota, arrasaron su comunidad y se llevaron por delante sus plantaciones y ganado.
Después de años de intensa sequía, los campos de cardamomo no resistieron a las lluvias e inundaciones que dejaron esos dos huracanes y la familia ha tenido que volver a empezar de cero. “A ver si nos podemos recuperar un poco porque fue demasiado lo que la tierra se tragó o lo que se fue con los derrumbes. La mayoría de la tierra fértil se perdió, pero gracias a Dios estamos luchando”, le dice Romero a EL PAÍS por teléfono desde la aldea San Francisco de Asís, en el departamento de Izabal. No todos resistieron. Uno de sus hijos, de 24 años, decidió hace unas semanas irse a buscar suerte en Estados Unidos. “Yo no quería, pero me dijo: ‘Mamá, yo me voy que en Guatemala las tierras no están buenas para trabajar. Voy a buscar la forma de poder trabajar en otro lado’”.
Al igual que el hijo de Marta Romero, otros vecinos de su comunidad han emigrado en el último año a Estados Unidos o al departamento de Petén, en el norte de Guatemala. El paso de los huracanes Eta, de categoría 4, e Iota, de categoría 5 —la máxima—, dejó en noviembre del año pasado más de 260 muertos y millones de afectados que perdieron sus casas y cultivos en ese país, en Nicaragua y en Honduras. Las caravanas de hondureños que se formaron en diciembre, solo un mes después, se convirtieron en una evidencia clara del efecto que podrían tener los ciclones más potentes y frecuentes en las migraciones. La Organización Internacional de Migraciones (OIM) estima que más de un millón de personas tuvieron que desplazarse por el impacto de esas dos tormentas. Y hay otros fenómenos más progresivos y menos visibles como las sequías, la subida del nivel del mar o la desertificación de algunas zonas que se están acelerando con el calentamiento global y que también están expulsando a gente de sus comunidades en todo el continente.
Un informe del Banco Mundial proyecta que para el año 2050 podría haber más de 17 millones de latinoamericanos (un 2,6% de los habitantes de la región o el equivalente a la población de Ecuador) desplazados por el cambio climático si no se desarrollan acciones concretas para frenar sus efectos. “Los migrantes climáticos se desplazarán de áreas menos viables con poco acceso al agua y productividad de cultivos y de áreas afectadas por el aumento del nivel del mar y las marejadas ciclónicas”, se lee en el documento. Las zonas que recibirán el golpe más duro, añade, son las más pobres y vulnerables. Y tampoco hace falta conjugar los verbos en futuro. La frecuencia e intensidad de los fenómenos extremos, apunta el documento, ya ha aumentado: “Las lluvias de verano están empezando más tarde y son más irregulares en espacio y tiempo y su intensidad ha incrementado”.
Pablo Escribano, experto de la OIM en migración climática, distingue las amenazas generales como las inundaciones, lluvias y huracanes —que afectan principalmente al Caribe— de otras progresivas como la sequía, que está golpeando a zonas tan lejanas como el corredor seco centroamericano, algunas de Sudamérica —como la cuenca el río Paraná— o la región andina. “Hay evidencia de que el cambio climático en zonas de alta montaña sí que tiene un impacto muy importante al nivel, por ejemplo, de la escasez del agua”, señala en entrevista con EL PAÍS.
“Muchas veces decimos que las amenazas que se relacionan con la movilidad humana son por exceso o falta de agua. Las estadísticas de desplazamientos por desastres muestran que los fenómenos de lluvias extremas e inundaciones son los que desplazan a más personas”, apunta Escribano. “La cuestión de la sequía es muy relevante en zonas como el Corredor Seco centroamericano, algunas zonas de México, del centro de Chile o el noreste de Brasil”, añade. El continente también se ha visto golpeado en los últimos años por intensos incendios, como los que afectaron a la Amazonia y el Pantanal en Brasil o la costa oeste de Estados Unidos, y por inundaciones en algunas zonas de la cuenca amazónica, el sureste de Brasil, Uruguay y en la cuenca del Río de la Plata.
Para quienes trabajan sobre el terreno, la relación entre el cambio en el patrón de lluvias, la inseguridad alimentaria y las migraciones es evidente, especialmente en el ámbito rural. “El cambio climático influye en las lluvias erráticas que se presentan y que afectan obviamente la cosecha y los cultivos”, explica el ingeniero agrícola hondureño Carlos Ruiz, gerente de uno de los programas con los que la ONG estadounidense Catholic Relief Services (CRS) busca ofrecer alternativas a los campesinos para que tengan cultivos más resilientes. “Hay momentos en los sitios de cultivo donde la presencia de las lluvias debería ser ideal, que es cuando están floreciendo. Si cae lluvia en ese momento de la floración de una forma constante y adecuada vamos a tener producción, pero usualmente lo que ha pasado durante las épocas de floración de estos cultivos, que generalmente son parte de la canasta básica (como el maíz y frijol), es que tenemos estos fenómenos de sequía que provocan pérdidas”, señala.
Contar el número de migrantes climáticos es difícil, pero los países están empezando a reconocer en sus legislaciones la existencia de desplazamientos internos y externos de población como consecuencia de los embates del clima. Estados Unidos, por ejemplo, ha publicado con motivo de la Cumbre de Glasgow un informe hecho por varias oficinas gubernamentales para entender los desafíos de las migraciones climáticas. El documento clasifica a once países como “enormemente vulnerables” a los efectos del cambio climático y sin capacidad de adaptación; entre ellos incluye a Colombia, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Haití. “Es especialmente probable que haya temperaturas cada vez más calientes, incidentes climáticos extremos y perturbaciones en los patrones del océano que amenazarán su seguridad energética, alimentaria, de agua y sanitaria”, se lee en el texto, que recomienda ayudar a esas naciones a “mejorar su resiliencia” para “mitigar riesgos futuros para los intereses de Estados Unidos”.
Además de la pérdida de cosechas por las sequías, el documento advierte de que el aumento de las lluvias y los ciclones podría incrementar la contaminación de fuentes de agua y la incidencia de enfermedades transmitidas por mosquitos como el dengue en Guatemala, Honduras y Haití. “Es probable que el cambio climático contribuya al estrés económico y social y se convierta en un factor creciente que empuje a la migración, especialmente para los agricultores pobres en Centroamérica, que componen el 30% de la población activa”, indica el informe. El análisis propone a la Casa Blanca trabajar con el Congreso para explorar programas migratorios destinados a ayudar a esa población, como el TPS, un estatus de protección temporal creado en 1990 en Washington que ofrece alivios migratorios a ciudadanos de ciertos países afectados por conflictos bélicos o desastres naturales.
“El TPS, pese a todas las debilidades y problemas que tiene, es una manera de permitir que la gente no sea deportada a países que están sufriendo los embates de un desastre”, opina Pablo Escribano. El funcionario de la OMS apunta que tanto la ley de migración de El Salvador como las de varios países del Caribe incluyen también previsiones sobre visas humanitarias para los afectados por fenómenos climáticos. Además, hay otros países de la región que contemplan en su legislación la mitigación de los efectos que provocan estos desplazamientos, como el plan de Uruguay sobre reubicaciones forzadas para reducir el número de personas que viven en zonas vulnerables o el plan de acción sobre migración climática de Perú. Sin embargo, Escribano cree que todavía queda mucho por hacer para integrar las migraciones climáticas en la planificación urbana.
El experto señala también a Cuba como un país con “una política de gestión de riesgo de desastres muy desarrollada” que le ha llevado a la cabeza en número de evacuaciones preventivas, principalmente en caso de huracanes, como sucede en algunas islas del Caribe que han implementado incluso evacuaciones transfronterizas antes de las tormentas. “El desplazamiento puede ser preventivo y en formas de evacuaciones y no es necesariamente algo negativo”. Si se trata de algo planificado, indica, el desplazamiento permite limitar los daños de los fenómenos climáticos.
Además de los planes gubernamentales, en América Latina hay cientos de iniciativas y comunidades buscando soluciones para tratar de mitigar los efectos del cambio climático. CRS, la ONG en la que trabaja el hondureño Carlos Ruiz, está implementando sistemas de riego por goteo para hacer más eficiente el uso del agua, además de prácticas para preservar la humedad del suelo y fomentar el desarrollo de microclimas. También han desarrollado programas de ayuda humanitaria para entregar efectivo en épocas críticas o de escasez de alimentos a la población con la que trabajan. El objetivo, dice, es dar respuesta “tanto a las necesidades inmediatas como habilitando algún tipo de infraestructura e insumos agrícolas que permitan que la gente pueda estar en condiciones para enfrentar las situaciones adversas del cambio climático”.
De todos modos, reconoce que entre los cerca de 15.000 beneficiados de sus programas también les llegan noticias de personas que deciden migrar a Estados Unidos. “El problema es que en estos países se ha generado una cultura de la migración donde jóvenes de zonas rurales o urbanas empobrecidas tienen como meta migrar por la falta de oportunidades que no encuentran en el país y creo que lo interesante es que a través de estos proyectos estamos empezando a levantar una nueva cultura de la esperanza”, explica. Una esperanza que él ve cuando los agricultores que participan en sus programas de riego por goteo les enseñan las técnicas a sus hijos o cuando empiezan a incorporar cultivos de ciclo corto, como algunas hortalizas y plátanos, que les pueden ofrecer respuestas de corto plazo mientras desarrollan plantaciones más resilientes que les generen beneficios a largo plazo.
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