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Los detenidos en la Universidad de San Marcos de Lima: “Pensé: ‘Es mi fin, nos van a matar”

Los detenidos en la Universidad de San Marcos de Lima: “Pensé: ‘Es mi fin, nos van a matar”

Chola, llama y terruca. Esas fueron las tres palabras que más le dolieron a Yolanda Enríquez (58 años) —huancavelicana, agricultora, madre y abuela— el sábado 21 de enero cuando un contingente policial irrumpió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) con tanquetas, helicópteros e insultos. En esos días, el campus universitario servía de refugio para ciudadanos de las regiones que, como ella, habían llegado a Lima para sumarse a la protesta en contra del Gobierno. Eran las nueve de la mañana y ella estaba a punto de bañarse cuando escuchó sonidos que le hicieron pensar en la guerra: ráfagas de bombas lacrimógenas, las hélices de un helicóptero sobrevolando bajito y el acero de la tanqueta chocando contra la reja de la puerta 3. “Yo pensé: ahora es mi fin, nos van a matar”, dice la señora Yolanda varios días después de lo ocurrido, en la sala de una abogada que la defiende.

No está sola. La sala más bien está repleta. La acompañan su esposo, su hija, un joven puneño y tres arequipeños. Los siete pasaron por lo mismo. Fueron puestos de rodillas, enmarrocados y luego permanecieron boca abajo durante más de una hora en medio de intimidaciones que recuerdan así: “¿Qué mierda hacen aquí, terrucos? ¿A qué han venido? Váyanse a sus pueblos. Estos cholos han venido a molestar a Lima nomás. Nadie los necesita. ¿Quién los financia? Ahora se van a joder para toda su vida”.

Después de cambiarse como pudo, Yolanda atinó a colocarse un casco. Temía que le disparasen. Y fue ese casco, precisamente, el que una suboficial le quitó de maneras no muy amables. La escena grabada se viralizó en las redes. “Cállate, he dicho que te calles. No me lo voy a quedar”, le dijo la policía apuntándole con el dedo mientras ella la observaba desde el suelo. En algún momento de la detención, superada por el agobio, Yolanda se orinó de los nervios.

A su lado, Nancy Crispin Enriquez, de 35 años, su hija, no puede con la indignación y toma la palabra: “Esa mujer maltratadora botó el casco de mi mamá y nos humilló. Yo quise defenderla, pero pensé en mis cuatro hijos, y me contuve. No es justo que nos hayan tratado así, como si fuésemos delincuentes”, reclama. Su padre, Esteban Crispin, se mantiene en silencio, con la mirada extraviada. Nancy dice que todavía está en shock. El señor, de 62 años, que se dedica a cultivar maíz, papa y cebada, no habla durante toda la conversación.

Sin la presencia de la Fiscalía ni la Defensoría del Pueblo, la Policía Nacional detuvo a 193 personas, entre estudiantes y manifestantes. El motivo, según consta en el acta policial, fue usurpación agravada. Cuatro de ellos fueron intervenidos por el presunto delito de terrorismo. Los condujeron a distintas dependencias policiales, pero principalmente a la Dirección de Investigación Criminal (Dirincri) y la Dirección Contra el Terrorismo (Dircote), ambas ubicadas en el Centro de Lima. Durmieron en los calabozos y fueron liberados el domingo por la tarde. No les encontraron entre sus pertenencias ningún arma de fuego ni arma blanca. A muchos les devolvieron su Documento Nacional de Identidad (DNI) al día siguiente. Lo que no han recuperado son sus pertenencias como ropa, artículos de aseo e incluso dinero, según denuncian.

Esteban Crispín (62 años), Yolanda Enriquez (58 años) y la hija de ambos, Nancy Crispin Enriquez (35 años).Cortesía

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El viernes, en la víspera al operativo policial, la Oficina General de Imagen Institucional de San Marcos informó de que un grupo de manifestantes había atacado a los agentes de seguridad de la universidad y que además les robaron chalecos, aparatos electrónicos y demás objetos de vigilancia. Doce horas después, alrededor de 400 policías ingresaron en el campus a raíz de una denuncia penal del apoderado judicial de la UNMSM, Abelardo Rojas Palomino. El ministro del Interior, Vicente Romero Fernández, dijo después que no estaba enterado de nada y que lo supo por la televisión, como si se tratara de un ciudadano más. “No hubo la decisión política (de ingresar a San Marcos) porque esa ha sido una decisión netamente de la policía. Yo me he enterado cuando he estado viendo la intervención por televisión. Por delito de flagrancia lo han realizado”, señaló.

La rectora, Jeri Ramón, ha optado por el silencio, aunque docentes y alumnos la responsabilizan por lo sucedido. El Acuerdo Institucional Sanmarquino (AIS) emitió un comunicado: “Su reacción inmediata fue buscar la expulsión de esos compatriotas, denigrándolos y sumándose, otra vez, al temperamento reaccionario de otras instancias de poder (…) Ahora es directamente responsable de la brutal agresión contra nuestro campus universitario y los compatriotas allí presentes pacíficamente (sic)”.

Néstor Quispe Huanca, de 40 años, un arequipeño que se dedica a la construcción civil, niega rotundamente que alguno de ellos haya agredido y hurtado al personal de seguridad de la universidad. “Eso nunca pasó. Queremos desmentirlo. Nosotros no somos terroristas”, sostiene. Para la abogada Ileana Rojas, quien los apoya con la asesoría legal junto a una decena de colegas, podría tratarse de una “excusa inventada”. “Cuando los agentes revisaron entre sus pertenencias deberían haber encontrado las supuestas cosas que robaron, y no. No les encontraron nada”, remarca.

Algo que le llamó la atención al arequipeño Gabriel Dávila, de 31 años, es que cuando los trasladaron en buses hacia las dependencias, uno de los policías puso El ritmo del chino, una canción de tecnocumbia con la que Alberto Fujimori se postuló a su tercera reelección en los años 2000. “Esto es un tema político claramente”, afirma. El 21 de mayo de 1991, el expresidente, condenado a 25 años de prisión por delitos contra los derechos humanos, ordenó el ingreso de las Fuerzas Armadas a San Marcos y a La Cantuta. Su propósito entonces era capturar a los elementos subversivos que habían “ideologizado” ambas universidades.

El puneño Nelson Calderón López, de 30 años, cuenta que la noche del sábado masticó hojas de coca en su celda. “Lo hice para soportar el olor a desagüe y para que no se me inflamara el estómago. Fue terrible. Era la celda para los terroristas, y yo no lo soy”, dice. “Esto solo nos hace más fuertes. Seguiremos exigiendo la renuncia de [la presidenta] Dina Boluarte. Y no porque estemos a favor del [expresidente, Pedro] Castillo, si no ya estaríamos todos pidiendo su liberación a las afueras del penal de Barbadillo. Queremos cambios y Dina no nos representa”.

La mayoría de los detenidos se encuentran dispersos en diversos rincones de Lima, gracias a las donaciones de algunas entidades que, además, les han conseguido un poco de ropa, pues solo contaban con lo que tenían puesto cuando fueron liberados. “El trato de los policías hacia ellos ha sido de estigmatización, clasismo, burla, prepotencia y racismo. Tenemos previsto realizar denuncias contra la policía caso por caso. Esto no quedará impune”, asegura la abogada Ileana Rojas. Después de la charla, el sol del mediodía empieza a arder. Los siete se van a sus casas. Esa tarde habrá que salir a marchar otra vez.

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