En un famoso relato de Julio Cortázar titulado El otro cielo, el protagonista, un corredor de Bolsa, entra en el Pasaje Güemes de Buenos Aires, se da una vuelta y sale por la Galerie Vivienne de París, como si fuera lo más normal del mundo. Ya el texto empezaba con una frase premonitoria: “Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a la otra”. De una cosa a otra, y de una ciudad a otra, fue también la vida de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), que iba de la escritura a la aviación, y que tan pronto estaba en París como en Lyon, o en Friburgo, Madrid, Moscú, Berlín, Nueva York o Buenos Aires, ciudad que lo retuvo unos meses fundacionales en su vida, desde octubre de 1929 hasta marzo de 1931. En la capital argentina se enamoró, aquí escribió una gran obra y aquí vivió, casualmente, en lo alto de una de las torres de la Galería Güemes, concretamente en el quinto piso, con buenas vistas de la ciudad y del cielo, ese lugar que a buen seguro se ablandaba y cedía terreno cuando lo sobrevolaba.
La Galería Güemes es de las más visitadas del llamado microcentro de Buenos Aires. Se puede entrar por la histórica y peatonal calle de Florida y salir por San Martín. La torre alcanza los 87 metros de altura. Fue de los primeros rascacielos porteños y está considerada como una obra mayor del art nouveau, firmada por Francesco Gianotti. El mirador regala una estupenda panorámica. Vale la pena asomarse y prestar atención a perfiles de inmuebles como el Otto Wulff, en la intersección entre Belgrano y la calle de Perú, también modernista y proyectado por el danés Morten F. Rønnow, o el aún más perfecto edificio de La Equitativa del Plata (Roque Sáenz Peña, 550), de un estilo déco de manual, obra de Alejandro Virasoro, y que en aquel tiempo ocupaba la Compañía Aeropostal para la que trabajaba Antoine; una visita obligada y casi diaria para el escritor-aviador. Además, casi a la vuelta de la esquina queda el London City, el café preferido de Julio Cortázar —hoy también restaurante y declarado bar notable de la ciudad—, donde pasó tantas horas que se le ha inmortalizado sentado en una silla.
Saint-Exupéry apareció en Buenos Aires como jefe de operaciones de la Compañía General Aeropostal, con el fin de desarrollar las conexiones aéreas entre la capital y el resto del país, de ahí que se pasara el tiempo volando y llegase a conocer Argentina en profundidad. Lo primero que hizo al llegar fue escribir a su madre, con quien mantenía una relación muy estrecha: “Alquilé un pequeño y encantador departamento amueblado. Esta es la dirección. Escríbame siempre aquí: Galería Güemes, calle de Florida, apartamento 605, Buenos Aires…”. El piso se abrió al público en 2016, conservando algunos muebles de época. En las paredes cuelgan fotografías y documentos, y en las vitrinas, libros e incluso una réplica del avión que pilotaba: el Late 28. El único espacio que se mantiene tal cual lo dejó el intrépido Saintex (como lo llamaban sus amigos argentinos) es el baño, lugar fundamental, pues en esta bañera mantuvo durante casi un año a una cría de lobo marino que se trajo de uno de sus viajes por la Patagonia.
Su trabajo le obligaba a ausentarse de la capital constantemente, por lo que hizo amigos en distintos lugares. La amistad fue una de las grandes recompensas que obtuvo en la vida, por eso escribió: “Quizá la grandeza de un oficio consista, más que nada, en unir a los hombres. Solo existe un lujo verdadero y es el de las relaciones humanas”.
Pese a tantos viajes, en este apartamento tuvo tiempo de escribir Vuelo nocturno, sin duda inspirado por sus aventuras aéreas. No por casualidad la cubierta de su primera edición (en su casa expuesta), de la colección Aretusa, tiene los colores de la bandera argentina. En Francia lo publicó Gallimard en 1930, fue presentado por el Nobel André Gide y hoy en día se contabilizan más de seis millones de ejemplares vendidos. Cuenta la historia de un piloto que conduce el correo de la Patagonia desde el extremo sur hasta Buenos Aires y que bien podría ser Saint-Exupéry. Fabien, así se llama el protagonista, hombre comprometido con el oficio —piensa, como decía Gide, “que la felicidad del hombre está en la aceptación de su deber”—, afronta una violenta tormenta en el cielo argentino. En la capital, Rivière, su patrón, medita en su oficina mientras su esposa se inquieta por él, el héroe entregado a lo absoluto, el héroe que desaparece engullido por el destino en la engañosa oscuridad de la noche.
Al principio a Saint-Exupéry no le gustaba Buenos Aires. Numerosas cartas hablan de ello, y en una dirigida a su madre llega a decir: “Es una ciudad detestable, sin encanto, sin recursos, sin nada”. Pero de pronto, ay, el vuelo cambió de rasante. Una noche llegó tarde a un evento (unos dicen que en la Alianza Francesa, otros que en la galería Van Riel) en el que se cruzó con una joven. Se presentaron. Hablaron. Saintex la invitó a volar al día siguiente. Ella accedió y ya no se separaron. Se llamaba Consuelo Suncín-Sandoval. Era salvadoreña. Tenía 30 años. Había enviudado dos veces, pero reincidió una vez más. Y llegó a inspirar el personaje de la rosa en El Principito.
Un amargo regreso
Cuando la Aeropostal quebró y Saint-Exupéry tuvo que regresar a Francia, escribió una carta a su colega piloto Rufino Luro Cambaceres: “Verá usted, Luro, finalmente llegué a sentirme como en casa en su Argentina. Me sentía un poco su hermano y pensaba poder vivir mucho tiempo en medio de su juventud tan generosa”. Entre las confesiones de amigos argentinos que cuelgan de las paredes del departamento de la calle de Florida destaca una de Vito Palazzo, que da buena cuenta de cómo las gastaba el bueno de Saintex: “… Íbamos a escuchar a Carlos Gardel al bar Los Dos Chinos con Jean Mermoz y Antoine. Los dos franceses se emocionaron hasta las lágrimas y nosotros con ellos… Uno de sus lugares preferidos era ir a comer a una casa de pensión francesa, Madame Duquesnois; le encantaba saborear platos familiares, sobre todo las sopas con muchas verduras y legumbres… Sentía por nosotros una viva simpatía y nuestras conversaciones siempre remataban en temas de aviación. Antoine anotaba todo lo que veía. Se la pasaba escribiendo en una libreta negra, pensábamos que por algún motivo tenía que escribir, pero no sabíamos que era el escritor que fue… No mostraba ese aspecto de su vida… Cuando leí El Principito descubrí que había una persona culta y de mente superior… Antes de cada vuelo, Saint-Exupéry tenía por costumbre despedirse de todo el personal de tierra dándoles la mano. Decía que el que volaba no sabía si volvía. Estaba completamente convencido del riesgo que corría. Así que se despedía para que tuvieran buenos recuerdos de él…”. Por lo que parece, eso Saintex lo consiguió con creces.
Use Lahoz es autor de la novela ‘Jauja’ (editorial Destino).
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