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Los enfermos que no pueden llevar mascarillas: “No me dejan subir al bus ni con certificado”


Durante 27 años en una ambulancia Eduardo Aragonés ha cubierto de todo, desde el atentado del 11-M hasta accidentes de tráfico múltiples. Nunca había trabajado en una emergencia tan mal gestionada como la crisis sanitaria en las residencias de Madrid. “No teníamos apoyo. Cuando tú vas a una catástrofe grande, con múltiples víctimas, lo primero que ves es que hay multitud de ambulancias. El Sámur, el Summa…, aquí, por mucho que pedíamos apoyo, no aparecía nadie”, dice Aragonés, de 43 años.

Aragonés es el gerente de la empresa de ambulancias privada que contrató la Comunidad de Madrid para medicalizar los geriátricos en lo peor de la pandemia cuando el Gobierno regional decidió excluir a estos mayores de los hospitales, con el fin de evitar un colapso. Fue Encarnación Burgueño, la hija de un poderoso asesor de la presidenta, Isabel Díaz Ayuso, quien recurrió a ellos, mediante un contrato firmado por Carlos Mur de Víu, un alto cargo de la Consejería de Sanidad. Durante 12 días, entre el 26 de marzo y el 6 de abril, estuvieron dirigidos por una persona inexperta que le dio a ese esfuerzo el código “operación bicho”. Su función no era trasladar a mayores al hospital, sino curarlos en los propios hogares de mayores. Pero eran un equipo ínfimo para una tarea descomunal.

Aragonés y otros 14 empleados de su empresa, las ambulancias Transamed, fueron testigos de la hecatombe que ha dejado casi 6.000 muertos por covid-19 en los geriátricos madrileños, la mitad de ellos durante esos días. Cuatro médicos, cuatro enfermeros, siete técnicos de ambulancia y dos coordinadores de Transamed visitaron en ese período casi 200 de las 475 residencias madrileñas. Aragonés y su compañera Agnes Lipska, de 37 años, hablan por primera vez con amplios detalles sobre la tragedia que presenciaron. A pesar de su larga experiencia en catástrofes, la intervención en las residencias les ha dejado huella. Son escenas que les persiguen: “Un recuerdo dantesco, caótico y penoso”, dice Aragonés.

“Hay muchas imágenes a lo largo de los días, no sabes cuándo te van a llegar. Yo por ejemplo hago deporte, y cuando estoy en el kilómetro 4 y te viene un brote de ansiedad, un brote de shock, y no puedes hacer nada, tienes que vivirlo”, dice Lipska.

No quieren revelar los nombres de las residencias para no herir la sensibilidad de hijos y nietos. “No creo que a los familiares les guste recibir esta noticia, sinceramente. No me gustaría saber que mi padre o mi madre ha fallecido en pésimas condiciones”, dice Aragonés. Lo que sí dicen es que con un buen protocolo y con cuidados adecuados en las residencias de ancianos, estiman que buena parte de los fallecidos se habría podido salvar.

“¿Ya me he muerto?” “Les dan pastillas para dormir y de repente lo primero que se encuentran es un tío vestido de blanco de 1,87 de altura, un dos por dos, véase yo, con el traje, la mascarilla, la escafranda, guantes, que se me veía como un gusiluz a distancia, entrando en una habitación, y las tenías que despertar y lo primero que decían es: ‘¿Me voy a morir ya?’, ‘¿ya habéis venido a por mí?‘, ¿ya me he muerto?’ Luego estaba el señor que jugaba al ajedrez, y te preguntaba que dónde está mi amigo Manuel… Había pacientes con miedo, que te apretaban la mano”.

La mujer que no quería comer ni beber. “Hubo una abuelita no muy mayor a la que obligamos a comer unos yogures y un zumo. Nos dijo llorando que sabía que su hermano se había muerto. ‘No quiero seguir viviendo. Me voy a morir de coronavirus y no quiero pasar lo que le ha pasado a mi hermano’, nos dijo. Sabía toda la información de boca de sus familiares. Le dolía el pecho, tenía principios de neumonía. Le pusimos antibióticos y analgésicos por vía sanguínea y oxígeno. Su saturación mejoró. No sabemos qué pasó con ella. Era uno de los casos que no tenía antecedentes de enfermedades y se hubiera podido valorar un traslado. Pero claro nosotros lo preguntábamos y nos decían: ‘No puede ser porque los hospitales están a reventar”.

El médico que se negaba a curar. “Había médicos de plantilla que no estaban de baja, seguían trabajando, pero aparecían por la residencia solo para firmar certificados de defunción. Eso pasó en una residencia pequeña. El doctor llegaba, y desde la puerta cogía los carnets de identidad de los ancianos que le facilitaban los trabajadores. Él rellenaba el certificado de defunción desde la puerta y se iba. Decía que era mayor, que tenía más de 60 años y patologías, y que no podía arriesgarse”.

La frase de bienvenida más común. “Los trabajadores de bastantes residencias nos decían al llegar que llevaban días llamando al Summa y no aparecían las ambulancias. Era como una frase de bienvenida con sus variantes: ‘Sois los primeros que venís a ayudar’, o ‘nadie ha venido a ayudar’ o ‘a ver si no nos dejáis tirados como otros’. Así, nos recibieron incluso hasta el último día de intervenciones, el 6 de abril. Algunos empleados se echaban a llorar al vernos llegar. Tenían ansiedad. Hacían todo lo posible que estaba en su mano pero no daban abasto”.

Cadáveres sin recoger. “Los vimos en tres o cuatro residencias. Los tenían en habitaciones cerradas. Las más pequeñas no tenían una cámara frigorífica para depositarlos. En una residencia al abrir la puerta de una habitación me encontré dos cadáveres. Estaban sin bolsa. En la cama, donde claramente había pasado tiempo desde que habían fallecido”.

Sin sedación. “Vimos enfermos agonizando. Eran residencias que no tenían sedación. Nosotros se la proporcionamos durante los días que la tuvimos. Luego nos quedamos sin ella. Nos teníamos que marchar sin poder hacer más, señalizando la habitación con una pegatina negra en la puerta. Eso es muy duro. Todo enfermo merece una muerta digna con paliativos, porque si han de morir, sea por covid o no, que tengan su sedación”.

Dos días con la cadera partida. “La familia lo sabía. Un señor llevaba dos días con la fractura de cadera. Llamaron al Summa y no fue. El señor estaba tumbado inmovilizado. Valoramos la lesión y pedimos trasladarle al hospital, era importante, pero nos dijeron las cuidadoras que la familia no quería trasladarlo y de todas formas el hospital no aceptaba traslados. Ese dolor…”.

Una residencia sin trabajadores. “Un técnico de ambulancia se encontró con una persona que le abrió la puerta, le dio las llaves y se fue. Era el encargado del turno de tarde y se iba a su casa a descansar. El resto de sus compañeros habían ido cayendo uno a uno, y no había nadie a cargo de los ancianos. Ni siquiera un auxiliar. Así que enviamos a nuestro técnico de emergencias. La noche que pasó allí fue una auténtica pesadilla. Iba con un EPI a todos lados y se recorrió la residencia de arriba a abajo. Se puso a darles de comer, a cambiarles de postura, a limpiarles, a darles la medicación… todo en una noche. Un tío para todos. Al día siguiente salió de allí con la sensación de haber estado solo en el infierno. Y dijo al final: ‘Ya no vuelvo’”.

El miedo de las religiosas a sanciones. “En una residencia sobre todo temían que fuéramos en realidad inspectores y les fuéramos a cerrar el centro. Costaba mucho que nos enseñaran todas las habitaciones. Nos dividimos en grupos para revisar todos los pasillos y hacer triaje a todo el mundo. Nos quedamos rezagados y cuando me di cuenta, en la oscuridad, había una trabajadora observándonos. Yo me alejaba para hablar por teléfono y, ya de paso, echaba un ojo para ver qué veía. Pero era muy complicado. Enseguida tenía a un grupo de monjas detrás. Estaban preocupadas por lo que podía decir”.

Prohibido entrar. “En varias residencias de la misma cadena no nos dejaron entrar porque nos decían que se les había colado prensa. Tuvimos que avisar a Encarnación Burgueño y ella hacía gestiones para que al día siguiente en una nueva ruta nos abrieran la puerta”.

Trabajadores durmiendo dentro. “En una residencia había 45 abuelos para 10 cuidadores de plantilla, y solo quedaban cuatro activos, que se quedaban a dormir en la propia residencia, en habitaciones vacías. Se les notaba desmoralizados y cansados y con miedo. Nos dijeron que dormían ahí para que el virus no entrara o saliera de los muros de la residencia”.

Voces desde la puerta. “Cuando íbamos por los pasillos en uno de los centros, a veces los trabajadores gritaban el nombre de los residentes desde la puerta. No querían entrar sin EPI. Tenían mucho miedo. Solo tenían bolsas de basura para protegerse. Parecía que de esa manera querían comprobar si los ancianos estaban vivos. Les contestaban y seguían andando hacia otra puerta. A veces tenías que abrir la habitación y te los encontrabas enfermos y muy debilitados”.

Sin dinero para médicos. “Este es el caso de una residencia modesta, religiosa. No tenían personal. Les dijimos que tenían que contratar un médico, y nos decían que eso era cosa de la Comunidad, no de ellas, que no tenían dinero. De hecho querían que les donáramos un médico y, bueno, al día siguiente decidimos mandar uno de los nuestros para hacer seguimiento, y solo con eso ya se notó una leve mejoría. A un anciano que tratamos allí, le pusimos el distintivo del color en negro, que significaba “fallecimiento en breve”. Al día siguiente, con la medicación que le habíamos puesto había mejorado bastante. Seguía en negro, porque no podíamos meter más medicación, eso lo tiene que poner un médico de zona, nosotros nos fuimos a otras residencias, pero no sabemos cómo acabó. Pero con medicación, esos casos…”

Sonrisas. “En todas las habitaciones que entrábamos intentábamos siempre sacar una sonrisa, decirles algo cariñoso. Les animábamos diciéndoles: ‘Esto se va a pasar rápido y nos vamos a ir a bailar un chotis’. A veces eran ellos los que usaban el humor. Un abuelo una vez nos dijo: ‘Esto debe ser un virus de la izquierda porque está cargándose a los mayores para que no voten al PP”.

Halo de miedo: “Recordamos el miedo que tenían los propios abuelos, el personal que había en las residencias, la forma en la que estaba anímicamente ese personal. Era un poquito de todo. Esa sensación te golpeaba al entrar. Tú entrabas en una residencia y te golpeaba un halo de miedo. Se podía, digámoslo así, aunque sea malinterpretado, respirar ese miedo”.

Preguntas sin responder. “Muchas veces te preguntaban por la sobrina, la nieta, los hijos… Querían que les contaras cómo estaban. Estaban completamente aislados y querían saber. Pero no teníamos respuestas”.

Enfermos sin covid. “Había gente que no tenía ningún síntoma de covid pero estaba muy enferma. En esos casos, las residencias tenían los tratamientos de los pacientes antes de la pandemia y poco más. Si la enfermedad cambiaba o adquiría una enfermedad nueva, sea o no covid, no se les daba la pauta que hiciera falta, o el auxilio. Eso era así de triste”.

Ver morir a los vecinos. “Visitabas primero a los más graves, que eran los que no tenían ninguna conexión con lo que estaba sucediendo. No podían ver o reconocer, no podían hablar, y por supuesto no podían tomar medicación oral, tenía que ser por vía endovenosa, y muchas veces los trabajadores estaban tan desbordados que no podían. Tenían un leve suspiro de vida, llegabas, los veías y su vida acababa a la hora o a la media hora. Los moderadamente graves estaban psicológicamente muy afectados, porque veían el progreso de los que morían y se identificaban con ellos, en lo que les iba a pasar… Y para muchos la manera de morirse rápida era dejar de comer, de beber… directamente pasar a ser una persona vegetativa”.

Lucha desigual. “Esto me recuerda mucho a los 300 espartanos contra 50.000 soldados, pues los espartanos éramos nosotros y resistimos todo lo que pudimos hasta que nos cortaron. Si no, hubiésemos resistido más”.

¿Conoces casos de discriminación o irregularidades en una residencia de la Comunidad de Madrid? Contacta con los reporteros fpeinado@elpais.es o bferrero@elpais.es o mándales un mensaje por Twitter a @FernandoPeinado o @BertaFF

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