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Los estudiantes no son pollos de engorde

Quintatinta

Durante décadas hemos asistido en silencio a la degradación del sistema educativo. Solo una minoría impertinente se ha empeñado en expresar el malestar de quienes viven en centros escolares y en universidades que hace tiempo que perdieron su función esencial: formar ciudadanos cultos, solidarios, dotados de sentido crítico y de conciencia civil. De esta manera, en todos los países europeos, como ocurre ahora en España, se reaviva el debate cuando se habla de nuevas reformas. La cuestión, sin embargo, es más compleja. A estas alturas, los ministros de los distintos Estados tienen un margen de maniobra muy limitado que no permite ningún auténtico cambio.

La distribución de fondos para la educación, en efecto, se ha confiado diabólicamente a un infernal mecanismo de recompensas, basado en rígidos sistemas de evaluación. Europa, de manera acrítica, ha importado los instrumentos y parámetros dominantes en Estados Unidos y en el Reino Unido. En pocas palabras, hemos pasado de un exceso a otro: de las holgadas mallas del pasado al estrecho cedazo actual. El término mérito se ha convertido en el salvoconducto para la obtención de fondos, reconocimientos, sellos de excelencia y promociones profesionales para el profesorado.

El problema no atañe a la evaluación en sí misma, positiva y correcta si se ejerce con equilibrio y se basa en valores compartidos. Concierne, en cambio, a los criterios que, de manera despótica, se han establecido para identificar a los meritorios. Se trata, por desgracia, de una lógica que ha terminado imponiendo a centros escolares y a universidades inadecuados modelos empresariales. Desde la primaria hasta el doctorado, toda la cadena educativa se ha puesto al servicio del llamado crecimiento económico, de las exigencias del mercado y de la empresa. En definitiva, las teorías neoliberales han impuesto sus principios al mundo de la educación: interacción con la empresa privada, cooperación con los distintos sectores de la economía, competitividad entre escuelas y universidades, prioridad de las “competencias” y “habilidades” que han contribuido a crear una peligrosa visión utilitarista del estudio, la investigación científica y el conocimiento.

Basta con releer las proféticas observaciones de Charles Dickens para comprender qué consecuencias pueden derivarse de una educación modelada sobre las reglas del mercado. En Tiempos difíciles (1854), la escuela de Coketown (fruto de una Inglaterra industrial) está gobernada por el banquero Bounderby y el pedagogo Gradgrind, obsesionados por combatir todo lo que se oponga a la concreción de los hechos y a la producción (“La escuela era toda hechos. La escuela de dibujo era hechos. Las relaciones entre el patrón y el trabajador eran hechos y todo eran hechos desde la maternidad hasta el cementerio; todo lo que no se podía expresar en números ni demostrar que era posible comprarlo en el mercado más barato para venderlo en el más caro no existía, no existiría jamás en Coketown hasta el fin de los siglos. Amén”).

Enemigo de una enseñanza abierta a la imaginación y a toda forma de curiositas, Gradgrind siempre va “con una regla, una balanza y la tabla de multiplicar en el bolsillo”, listo “para pesar y medir cualquier partícula de la naturaleza humana y para decir exactamente a cuánto asciende”. Para él, la educación y la vida se reducen a “una mera cuestión de números”. A la vez que considera a sus jóvenes alumnos como “pequeños recipientes que debían llenarse de hechos”.

Aquí es posible encontrar, en esencia, algunas de las limitaciones de los sistemas de evaluación actuales. ¿Estamos seguros de que los parámetros cuantitativos y la sofocante máquina burocrática diseñada para determinarlos están construyendo una educación mejor? Más allá de las buenas intenciones, me parece evidente que escuelas y universidades se ven obligadas a trabajar exclusivamente para obtener una buena clasificación. Sin “resultados” no se obtiene financiación. En otros términos: quien no acepta los criterios establecidos está destinado a sucumbir. El sistema de medición no se limita a medir. Orienta, sin posibilidad de apelación, el futuro de todo “rendimiento”. De este modo, la evaluación sirve para la reproducción en bucle de un modelo único y, sobre todo, para imponer una lógica que impide imaginar posibles alternativas.

¿Por qué debe medirse la internacionalización de las universidades en función de los cursos en inglés? ¿Por qué entre los criterios figuran los sueldos que los estudiantes ganarán una vez que se gradúen? ¿Por qué la cantidad de los graduados es más importante que su calidad? ¿Tenemos acaso la certeza de que la competencia estimula el crecimiento más que la colaboración? ¿Estamos seguros de que sólo deben fomentarse las asignaturas capaces de garantizar un futuro económico en detrimento de las humanidades? ¿Vale la pena atender a rankings internacionales si tan solo Harvard gasta para sus 20.000 estudiantes casi la mitad de los fondos que reciben las universidades estatales italianas en su conjunto para 1.600.000 alumnos? La bicicleta eléctrica europea (que se esfuerza con escasos recursos por mantener una prestigiosa educación de masas) no puede competir con una carísima motocicleta de carreras construida para una élite adinerada. Ascender en esos rankings significa renunciar a la educación de muchos para concentrar los recursos en unos pocos elegidos.

Los profesores no son directivos empresariales: su tiempo debe estar dedicado a los estudiantes y a una investigación libre de las absurdas métricas de las agencias nacionales. Y a los jóvenes, en cambio, habría que explicarles que no se estudia para aprender un oficio y que cultivar las propias pasiones vale más que cualquier “éxito” económico. No es el mísero trozo de papel que es un diploma lo que nos hace ricos. No es Ítaca, como nos recuerda Constantino Cavafis, el objetivo del viaje, sino las experiencias que vayamos teniendo para llegar al destino (“Ítaca te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. / Pero no tiene ya nada que darte”). Nuestra verdadera meta, por decirlo con dos versos maravillosos de Antonio Machado, coincide exactamente con nuestro camino: “Caminante no hay camino / se hace camino al andar”.

Corresponde a Europa imaginar una nueva senda para replantearse la verdadera misión de los centros escolares y las universidades, y para devolver la dignidad al papel de los profesores y de los propios estudiantes, considerados pollos de engorde. Solo un acuerdo entre países europeos podría poner fin a este chantaje económico, basado en parámetros impuestos por la banca y las finanzas. Aceptar la lógica neoliberal ha sido un gravísimo error: la educación no representa un gasto sino una inversión indispensable. Incluso lo que no tiene precio puede tener un gran valor. Y si el PIB (Robert Kennedy docet) no mide las cosas más importantes de la vida, una educación basada en el mercado terminará ofreciendo a las generaciones futuras una imagen distorsionada del conocimiento y de la humanidad. La educación debería preparar para poner en cuestión los modelos únicos impuestos por la economía y la tecnología. Debería enseñar que el saber gratuito y el estudio del pasado son fundamentales para hacernos mejores y construir un mundo más solidario. Porque, como recordaba Carlo Levi, “el futuro tiene un corazón antiguo”.

Nuccio Ordine es filósofo, autor de La utilidad de lo inútil (Acantilado).

Traducción de Carlos Gumpert.


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