Los estudiantes turcos sacan los colchones a la calle para protestar por el precio de la vivienda


Las imágenes de jóvenes durmiendo sobre los bancos de parques en Esmirna, frente a la universidad de Sakarya, en los asientos de los transbordadores que comunican las orillas europea y asiática de Estambul y otros rincones de Turquía han recorrido las redes sociales en los últimos días. Son parte de una protesta iniciada a mediados del pasado mes contra las dificultades de acceder a una vivienda o a una plaza en residencias universitarias en un momento en que los alquileres se han disparado entre un 50% y un 300% respecto a los precios de hace un año. Cerca de un centenar de estudiantes han sido detenidos aunque posteriormente fueron puestos en libertad.

“Publicamos un vídeo en el que se veía que varios estudiantes dormíamos en un parque. Al día siguiente, cuando íbamos a hacer lo mismo, la policía lo había acordonado y había desplegado a decenas de agentes y un vehículo blindado. Nosotros les preguntamos si el problema era que 20 estudiantes durmiesen a la intemperie o las circunstancias que nos obligan a dormir en la calle”, explica Mert Batur, uno de los portavoces del movimiento Barinamiyoruz (No tenemos alojamiento) y estudiante de Derecho en la Universidad de Estambul. “El vídeo tuvo mucha repercusión y al final la policía se retiró. Desde entonces hemos dormido todas las noches en varios parques de Estambul”, explica. Las protestas se han reproducido de diferentes formas en 24 provincias de las 81 del país, según datos del Ministerio de Interior.

Septiembre y octubre son meses de gran actividad en el mercado inmobiliario turco. Con la apertura del curso escolar, estudiantes universitarios y profesores buscan alojamiento y los propietarios tienden a aprovechar la mayor demanda para subir los precios. Este año, una conjunción de factores ha hecho que esas subidas se conviertan en astronómicas: la educación ha vuelto a ser presencial por primera vez desde el inicio de la pandemia con lo que millones de estudiantes que habían retornado a sus lugares de origen han regresado a las grandes ciudades del país como Estambul, Ankara y Esmirna, donde están casi la mitad de las 200 universidades del país, además de las más grandes y más solicitadas. En Estambul, por ejemplo, se concentra un millón de los ocho millones que cursan estudios universitarios en Turquía.

Otros países del mundo se enfrentan a una burbuja de precios en el mercado inmobiliario a medida que se recupera la normalidad interrumpida por la pandemia, pero “en Turquía este hecho se ha agravado por la política monetaria del Gobierno”, sostiene el economista Ugur Gürses. En 2020, explica, el Gobierno presionó a los bancos, especialmente a aquellos públicos, para extender créditos hipotecarios a toda costa. Los bancos telefoneaban a posibles clientes para convencerles de que contratasen hipotecas a precios ventajosos (entonces, la tasa de interés de referencia se hallaba en el mínimo de los últimos cuatro años, al 8,25%, ahora está en el 18%), y estos eventuales clientes no eran necesariamente aquellos que necesitaban una vivienda con más urgencia, sino aquellos con un perfil más idóneo a la hora de devolver el crédito, es decir, con mayores ingresos.

Depreciación de la lira

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El volumen de créditos aumentó en pocos meses un 40% y las ventas se dispararon. “Pero como los costes de construcción han aumentado muchísimo por la depreciación de la lira turca, también ha aumentado muchísimo el precio de vivienda nueva, así que esas compras se han dirigido a pisos de segunda mano”, apunta Gürses. Si antes de la pandemia los pisos de segunda mano representaban poco más de la mitad de las compraventas del mercado inmobiliario, ahora son el 70%. Y esas eran viviendas cuyos propietarios solían dedicar al alquiler. Con lo que se ha producido una importante reducción de la oferta en el mercado de alquiler y un rápido incremento de la demanda.

Por ley, los propietarios no pueden exigir incrementos anuales del alquiler superiores a la cifra de inflación oficial (19,25% actualmente), pero no hay una regulación sobre el precio de partida en viviendas vacías. Los precios medios que se exigen por un piso de dos habitaciones cerca de una universidad en Estambul están entre las 2.000 y 4.000 liras (unos 200-400 euros), y las becas y créditos estatales que permiten estudiar a un millón y medio de alumnos son solo de 650 liras mensuales (63 euros).

Otro problema es la falta de residencias universitarias. En los últimos años se han reducido las plazas en las residencias públicas (son menos de 700.000, a un precio de unas 400 liras por estudiante en habitaciones de cuatro a ocho personas) y se han incrementado las privadas, que cuesta dos y tres veces más y, en muchos casos, están gestionadas por cofradías religiosas cercanas al partido del presidente Recep Tayyip Erdogan. “Es parte del proyecto neoliberal del Gobierno de reducir la financiación pública de la educación y convertirla en un negocio”, denuncia Batur.

El ministro de Interior, Süleyman Soylu, respondió a las protestas alegando que la mayoría de los participantes “no son estudiantes” sino “miembros de organizaciones marginales de izquierda”. E incluso de “grupos terroristas” como el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y el Partido Comunista Marxista-Leninista (MLKP, en sus siglas en turco) “o esos miembros de (colectivos) LGTB que me quieren tanto”, añadió, utilizando las siglas del colectivo de lesbianas, gais, transexuales y bisexuales como si fueran una organización armada. También Erdogan cargó contra ellos acusándoles de querer “crear un segundo Gezi”, en referencia a las multitudinarias protestas juveniles que agitaron Turquía en 2013.

Con todo, los Ayuntamientos del partido gobernante –también los de la oposición– han abierto instalaciones municipales para alojar sin coste a los estudiantes con problemas de vivienda durante un mes y el Ejecutivo ha anunciado la creación de nuevas residencias universitarias públicas con 110.000 nuevas plazas, lo que ha llevado a los colectivos estudiantiles a reducir las protestas. “Veremos si esta solución es suficiente, pero si no, aumentaremos nuestras movilizaciones”, explica Batur: “El problema de la vivienda no afecta solo a los universitarios. De hecho, durante nuestras protestas nos han contactado cientos de obreros y desempleados con el mismo problema”.

Victoria y descontento

Para el movimiento estudiantil, esta es una pequeña victoria de las que no están acostumbradas a saborear en un país que ha visto cómo las protestas eran prohibidas o disueltas a palos y con gases. Y además no es la única que se produce en los últimos meses. Las movilizaciones que comenzaron a principios de año en la Universidad del Bósforo, la más prestigiosa del país, han logrado que Erdogan destituyese al rector que él mismo había nombrado a dedo seis meses antes y, aunque el sustituto tampoco es del agrado de los universitarios ni de los profesores, la protesta ha servido para galvanizar al movimiento estudiantil y hacerle consciente de su fuerza.

En los pasillos del poder en Ankara, la posibilidad de unas protestas juveniles más amplias, similares a las de Gezi, supone una verdadera pesadilla. En las próximas elecciones, si se celebran en su fecha prevista (junio de 2023), habrá unos seis millones de nuevos votantes, y los sondeos indican que no ven favorablemente a un Erdogan que ha gobernado ininterrumpidamente desde 2003.

Las encuestas indican que el nivel de descontento entre los jóvenes es mayor que entre otros segmentos de la población, puesto que su precarización es cada vez mayor, igual que en economías más desarrolladas. Hasta hace pocos años, un título universitario era en Turquía un billete seguro a un empleo garantizado y mejor remunerado que la media. Ya no es así.

Además, dos tercios de las becas que se conceden son en realidad créditos, “con lo que un licenciado empieza la vida laboral con una deuda de mínimo 30.000 liras”, apunta Batur. Esto les obliga a buscar trabajos peor remunerados en un mercado con cada vez menos posibilidades de empleo (un 30% de los titulados superiores están en paro). “El Gobierno no está atendiendo los problemas de los jóvenes. Hay un gran problema de desempleo. Los salarios son muy bajos y muchos de los licenciados se mueven al segmento de los que cobran el salario mínimo [2.826 liras o unos 280 euros]. En toda Turquía, en torno al 40% de los trabajadores cobra el salario mínimo, y, además, desde el inicio de la pandemia se ha incrementado mucho el trabajo a tiempo parcial”, sostiene Gürses. Es decir, la vivienda es solo la punta del iceberg de los problemas a los que se enfrenta la juventud turca.

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