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Los internados canadienses del horror

James Papatie, en el centro de la imagen, el séptimo de la segunda fila desde la izquierda, en 1971.
James Papatie, en el centro de la imagen, el séptimo de la segunda fila desde la izquierda, en 1971.

A James Papatie le arrancaron de sus raíces de cuajo. Nació en 1964 en Kitcisakik, una comunidad del pueblo anicinape en la región canadiense de Abitibi-Témiscamingue (provincia de Quebec), y fue parte de los cerca de 150.000 menores indígenas que vivieron en uno de los 139 internados abiertos en Canadá para asimilarlos por la fuerza a la cultura dominante. Los tres primeros internados se crearon en 1883; el último cerró en 1996. Papatie estuvo encerrado en el de Saint-Marc-de-Figuery, (a unos 450 kilómetros de Montreal). Aún recuerda cuando, con seis años, fue llevado a esta institución. “Fue un secuestro. Funcionarios del Ministerio de Asuntos Indígenas, sacerdotes y policías fueron a buscarnos en embarcaciones. Algunos niños abrazaban a sus madres y abuelas. Varios padres recibieron golpes de la policía. Podían ir a la cárcel por negarse a entregar a sus hijos”, cuenta Papatie por teléfono desde Kitcisakik.

“Después viajamos unas horas en autobús. Al llegar al internado, nos quitaron la ropa tradicional y la quemaron. Nos ducharon, nos lavaron con lejía y cepillos para el suelo. Nos aplicaron un producto contra los piojos que causaba escozor. Luego nos raparon y nos dieron uniformes”, prosigue. Eso solo fue el comienzo del horror. “Fui agredido sexualmente por un sacerdote y dos alumnos de mayor edad. Los alumnos reproducían muchas veces lo que habían sufrido. Recibí golpes, sufrí maltrato psicológico, burlas a mi cultura”, sostiene. El internado de Saint-Marc-de-Figuery cerró en 1973. Papatie fue enviado a una residencia de régimen algo más abierto y vivió también acogido con familias no indígenas, pero no fue devuelto a su pueblo. Dejó de estudiar a los 15 años; dice que tenía “demasiados pensamientos negativos” en la cabeza. Se hundió en el alcohol y las drogas durante años, pero con fuerza de voluntad dejó atrás esa etapa y se convirtió en un líder de su comunidad. Volvió al lugar y a la cultura que habían intentado extirpar de él.

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Su vivencia, como la de muchos otros, supuso “un genocidio cultural”, según lo definió la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (TRC, por sus siglas en inglés) creada para analizar lo sucedido en los internados en un informe en 2015. Ahora emergen voces en Canadá que señalan que el adjetivo sobra. El caso de James Papatie (al que en su comunidad llaman Jimmy) resume buena parte del catálogo de horrores sufridos por los menores indígenas. Él recuerda muchas horas fabricando muebles en el internado. La TRC destacó que la explotación laboral no fue anecdótica en estos centros.

James Papatie en Kitcisakik, su comunidad natal y donde vive actualmente.

Este turbio capítulo del pasado ha vuelto a primer plano por los hallazgos por parte de comunidades indígenas de cementerios con tumbas sin nombre en terrenos de tres antiguos internados. El 27 de mayo se anunció que se habían encontrado los restos de 215 niños en Kamloops (Columbia Británica), el 24 de junio se hizo público el descubrimiento de 751 tumbas sin marcar en Marieval (Saskatchewan), y el 30 de junio se informó de otras 182 tumbas de este tipo en el antiguo centro de St. Eugene’s Mission (Columbia Británica). Perry Bellegard, jefe de la Asamblea de Primeras Naciones de Canadá, que agrupa a 634 líderes y unos 900.000 indígenas (del total de 1,4 millones que se define como tal, el 4,9% de la población), afirmó en esta última fecha: “Este es el comienzo de los descubrimientos. Pido a todos los canadienses que se unan a las Primeras Naciones para exigir justicia”.

Al día siguiente, Canadá celebró su fiesta nacional. Miles de personas se manifestaron en varios puntos del país. Lo hicieron en recuerdo de los menores fallecidos en los internados, en apoyo a los supervivientes y para exigir que se investigue a fondo esta tragedia. Zapatos de niños y juguetes fueron dejados a modo de homenaje en parques y escalinatas de edificios públicos. Justin Trudeau, el primer ministro canadiense, admitió a Radio-Canadá: “El mayor error que ha cometido este país es la asimilación forzosa de los menores indígenas a través de los internados”.

Ese error arrancó en 1876 con la aprobación de la denominada Acta India, que estipuló, entre otros puntos, que los niños de las comunidades autóctonas pasaran a la tutela del Estado. Esta ley federal regula hasta hoy gran parte de las actividades de los pueblos indígenas. John A. Macdonald, el primer ministro considerado el impulsor de la política relacionada con los internados, confió a su ministro de Trabajos Públicos, Hector-Louis Langevin, el diseño de esta red de centros.

El Gobierno federal financió las instituciones y su administración estuvo a cargo de grupos religiosos (más del 70% católicos). “Cuando la escuela está en la reserva, el niño vive con sus padres, que son salvajes; está rodeado de salvajes y, aunque puede aprender a leer y escribir, sus hábitos, su formación y su modo de pensar son indios”, llegó a decir Macdonald en un discurso parlamentario en 1883. El obispo Vital-Justin Grandin escribió en esos años: “Cuando se gradúan de nuestras instituciones, los niños han perdido todo lo nativo, excepto su sangre”. Dos testimonios que reflejan con claridad el desprecio por los indígenas y su cultura.

Familiares de internos en Mosakahiken, frente a un memorial por las víctimas el 4 de junio de 2021. COLE BURSTON / AFP

En la última década del siglo XX, un grupo de supervivientes comenzó a exigir que se les pidiera perdón e indemnizaciones del Gobierno y las iglesias. No hubo acuerdo entre las partes hasta 2007. Un año después, el entonces primer ministro, Stephen Harper, se disculpó en nombre de los canadienses ante los pueblos indígenas por estos internados. El Gobierno federal desembolsó 3.230 millones de dólares (unos 2.730 millones de euros) entre compensaciones y gastos jurídicos. Los grupos protestantes también se disculparon y cumplieron con su parte. No así la iglesia católica. Los indígenas esperan una disculpa del Papa y el pago de casi 18 millones de euros de los 21 fijados en el acuerdo. En medio de la oleada de indignación por las tumbas descubiertas, ocho iglesias (seis católicas y dos protestantes) han ardido estas últimas semanas; otros templos han sufrido actos vandálicos con pintadas. Estos actos han sido condenados tanto por las autoridades como los indígenas.

Los cementerios de los internados son el testimonio mudo de lo que los pueblos autóctonos denunciaban desde hacía tiempo: que muchos padres no volvieron a saber de sus hijos después de que se los quitaran. “La comisión escuchó miles de historias. En varias salieron a colación casos de menores que desaparecieron. No se quería aceptar la verdad. Ahora es distinto por los hallazgos”, constata Brieg Capitaine, profesor de Sociología en la Universidad de Ottawa. La TCR estableció en 2019 que 4.134 menores fallecieron en estos centros, pero algunos expertos calculan más de 6.000 muertes.

La mitad de los decesos se debió a la tuberculosis, y también se registraron muertes por otras enfermedades. Otras fueron causadas por incendios o por hipotermia y ahogamiento al tratar de escapar. También hubo suicidios. No obstante, las causas siguen siendo un misterio en gran parte de los casos. “Sufríamos hambre”, apunta Papatie. Investigadores de la Universidad de Toronto documentaron que la mala alimentación debilitó el sistema inmunitario de muchos niños y multiplicó las tasas de diabetes y obesidad en generaciones posteriores.

El hacinamiento, la calefacción insuficiente y la mala comida eran la norma en numerosos centros. “El Gobierno federal no quiso destinar más recursos. Las cartas de varios misioneros los pedían. No creo que los grupos religiosos quisieran gastar un solo dólar para llevar los cuerpos a las comunidades originarias. Dicho esto, enterraron a estos niños en tumbas sin marcar, en una muestra de racismo y deshumanización”, denuncia Capitaine. Por ello, el Gobierno y los líderes indígenas piden que las distintas congregaciones compartan sus archivos.

Papatie afirma que el dolor ha sido muy grande: pérdida de la identidad, trauma por los abusos, dificultades para volver a hablar la lengua de sus padres, adicciones e intentos de suicidio. Tras abandonar los estudios, se adentró en una vorágine de drogas y alcohol. “Quería dejar de sentir las heridas en mi alma”, sostiene. A los 20 años, luchando contra sus demonios, comenzó a formar parte del Consejo de Kitcisakik. Entre 1997 y 2005, fue jefe de su comunidad. Ahora es responsable de la gestión de los recursos naturales.

Impacto intergeneracional

Diversos trabajos académicos han mostrado el impacto intergeneracional de los centros para menores indígenas. Papatie explica: “Mi madre y yo fuimos a internados. Después no sabes cómo criar a tus niños. Tienes demasiada tristeza e ira. Algunos padres e hijos de mi comunidad pasamos años en la residencia Notre-Dame-de-la-Route. No solo los internados reconocidos por Ottawa en el acuerdo de reparación causaron problemas. En las residencias se dieron también casos de violencia, de agresión sexual. Nuestros hijos, que ahora son padres, vivieron cosas similares”, agrega. La comunidad de Papatie y otras más presentaron una demanda exigiendo indemnizaciones por los daños ocasionados en este centro quebequés.

El Gobierno federal ha recibido más de un centenar de solicitudes pidiendo fondos para investigar en otros antiguos internados. Ottawa ha ofrecido casi 23 millones de euros; Columbia Británica, Alberta y Ontario, otros 25. Especialistas citados por el diario The Globe and Mail afirman que la factura podría rozar los 1.000 millones de euros. Encontrar, identificar y rendir homenaje a los menores desaparecidos ya fue una de las recomendaciones del informe presentado por la TCR en 2015. Canadá ya no puede mirar hacia otro lado.

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