14 de septiembre de 1941. Ya hacía calor a las nueve de la mañana cuando Manoel Jacaré y sus compañeros Tatá, Jerônimo y Manuel Preto se subieron a la jangada São Pedro, un barco de madera común de la zona, rumbo hacia una aventura imprevisible: navegar 2.700 kilómetros desde Ceará, región noreste de Brasil, hasta la bahía de Guanabara, en Río de Janeiro, para pedir la inclusión de los pescadores en la reforma laboral que se estaba discutiendo en aquel momento. La efervescencia que generó la propuesta del presidente Getúlio Vargas fue lo que motivó a estos cuatro pescadores a ponerse rumbo hacia una aventura desconocida. Consideraban que para hacerse oír tenían que ir personalmente a la capital del país. Y querían hacerlo en el transporte que les ayudaba a ganarse la vida.
Le pedirían a Vargas, sobre todo, una jubilación digna, para que los más mayores no tuvieran que alimentarse de restos de pescado cuando ya no tuvieran fuerzas para adentrarse al mar. Fueron 61 días de un viaje que batió varios récords náuticos. Y tan espectacular que Brasil empezó a seguirlo como si de una telenovela se tratara, narrada por periódicos y programas de radio. Acabó incluso llamando la atención de uno de los cineastas más prestigiosos del siglo pasado, Orson Welles.
Acostumbrados a la vida en el mar desde pequeños, pero sin el equipo necesario para grandes travesías —como cartas de navegación o brújulas—, los cuatro hombres tenían un plan sencillo, aseguraba Tatá a los periodistas al dar el pistoletazo de salida de aquella hazaña: bastaría con mirar el cielo. “Cada puerto tiene una estrella para guiar a los jangadeiros”, explicó. Al zarpar, más de 20 jangadas acompañaron a la embarcación de los pescadores hasta perder de vista la costa. Frente a esa infinidad de agua, solo quedaron los cuatro hombres y el sueño de conseguir una vida mejor, aunque fuese a base de la fuerza necesaria para manejar una jangada. “Nuestra vida es una desgracia, tanto que parece que las autoridades tienen miedo a mirarla cara a cara”, decía Mestre Jerônimo, que después cruzó el mar al menos dos veces más, siempre para exigir derechos.
Un cuaderno de bitácora escrito por Jacaré, el único alfabetizado de la tripulación, narraba las aventuras vividas desde el puerto anterior. Así fue como se supo, por ejemplo, que los hombres tenían que atarse a la jangada para poder dormir algunas horas en una embarcación que no tenía ninguna clase de protección contra el sol o las tempestades. O los momentos desagradables cuando llegaron, por ejemplo, a la playa do Cajueiro, en el estado de Rio Grande do Norte, y no encontraron el apoyo de nadie. Ni el del cura, que “se había ido a confesar a una anciana que desde hacía dos semanas estaba entregando su alma a Dios”, contó Jacaré. Los relatos cautivaron a los periodistas, quienes reproducían los fragmentos en los diarios en cada parada. La Agencia Nacional cubría la odisea reforzando el heroísmo de la misión. Y el culebrón alimentaba el interés y hacía famosos a unos hombres anónimos, que empezaron a ser recibidos por autoridades locales y pescadores cuando desembarcaban. Así era como conseguían donaciones de alimentos, como harina y café, para continuar su viaje. La proteína era el pescado que obtenían del mar.
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En cada nuevo puerto, los hombres también escuchaban a sus colegas de trabajo y, entre bastidores, fueron descubriendo que sus problemas se repetían en la mayoría de los asentamientos pesqueros de la costa del noreste. Las jangadas eran demasiado caras para que los pescadores las pudieran comprar, por lo que se repartían a medias las ganancias de la pesca con el propietario de la embarcación que tenían que alquilar. Carecían de acceso a la sanidad, a los medicamentos, a las escuelas. Y la jubilación parecía un sueño lejano. “Para empezar, quienes ya no podían seguir pescando, tenían que mendigar. Si morían, había que enterrarlos con dinero de las limosnas”, recuerda el pescador Antônio Kardec una tarde de jueves del mes septiembre, tapando con una mano el sol que empezaba a salir en la ensenada de Mucuripe, punto de partida de los pescadores hace 80 años. Estaba a punto de cumplir cinco años cuando Jacaré y sus compañeros dejaron Ceará para hablar con Vargas por primera vez.
Llegada celebrada
El 15 de noviembre de 1941, a las 17:50, la jangada São Pedro emergió en la bahía de Guanabara entre las embarcaciones bajo las miradas curiosas y los aplausos de una multitud. Los barcos pesqueros hicieron sonar sus sirenas y los coches pitaban en la avenida Rio Branco para saludar a los jangadeiros, apodados por la prensa como “lobos marinos”. Cuando finalmente se vieron con el presidente, la reivindicación de aquellos cearenses se había convertido en una demanda nacional. “Hoy ya no somos solamente mensajeros de los pescadores de Ceará”, advirtió Jacaré a Vargas en el encuentro. Una postura que puso a los jangadeiros bajo vigilancia de la inteligencia del Estado, que pretendía evitar que fueran cooptados por los comunistas en cuanto terminaran la hazaña.
Con la mirada del país puesta en la vela blanca de la balsa São Pedro y el propio dictador aprovechando la gesta para construir una imagen nacionalista de los “trabajadores de casta”, los cearenses lograron arrancar un decreto presidencial que los incorporaba al Instituto de Jubilación y Pensión de los Trabajadores Marítimos. El problema es que, dada la informalidad de la pesca artesanal, dicho beneficio no llegó a materializarse en aquel momento. Tuvieron que pasar muchos años más hasta que los pescadores tuvieran derecho a la jubilación.
Una tragedia frente a la cámara de Welles
En el otro extremo de América, el Gobierno de Roosevelt ponía en marcha en Estados Unidos la política de buena vecindad con los países latinoamericanos, tras instalar bases militares durante la Segunda Guerra Mundial en algunos puntos del noreste brasileño. Fue bajo este encargo que el cineasta Orson Welles llegó a Brasil para filmar It’s all true (Todo es cierto). Vino a Brasil sin salario y con un presupuesto de un millón de dólares. En pleno apogeo de su carrera con su clásico Ciudadano Kane, iba a grabar el Carnaval de Río de Janeiro, pero decidió incluir también en la producción las favelas cariocas y la odisea de los jangadeiros de Ceará después de que supiera de ellos tras leer un artículo de la revista estadounidense Time. “Para él, Jacaré es el verdadero héroe americano. Encuentra esta historia impactante, una proeza única en el mundo”, cuenta la investigadora Berenice de Abreu, que lleva años estudiando la gesta de los jangadeiros.
En Fortaleza, un año después del viaje de los cuatro hombres, Welles pasó semanas enseñándoles a las familias de los pescadores a actuar para su película. Don Orson, como le llamaban, era una persona educada que siempre agradecía al equipo al final de cada sesión de rodaje. Y convenció a Jacaré, Tatá, Manuel Preto y Jerónimo a regresar a Río de Janeiro —esta vez en avión— para representar su apoteósica llegada a la bahía de Guanabara el 15 de noviembre de 1941. Los cuatro aceptaron.
Welles eligió una playa cercana a Barra da Tijuca como escenario. Los hombres insistieron en acudir al rodaje ya en la embarcación, desde una playa cercana. Pero el mar estaba agitado. La jangada volcó bruscamente y los pescadores salieron despedidos. A gritos y luchando contra las olas, Jacaré les decía a sus compañeros que nadaran hacia la costa. Y obedecieron sus órdenes por última vez. El líder del grupo no volvió a la superficie nunca más. Desapareció para siempre en las aguas. “Era un hombre que nadaba como un pez. Pero esta vez se zambulló y desapareció”, cuenta el pescador Antônio Kardec, en el barrio de Mucuripe. Welles lamentaba no solo la muerte de un jangadeiro, sino la de un gran líder, apostilla Berenice de Abreu.
En la gran pantalla, la muerte de Jacaré se tradujo en silencio. Welles abandonó su proyecto It’s all true tras varios conflictos con la productora estadounidense RKO Pictures, que ya no estaba interesada en las horas y horas de drama social que había recibido de él tras encargarle una película que fomentase el turismo. El cineasta intentó dar continuidad a la obra en honor a Jacaré, a pesar de los recortes en el presupuesto. Pero no fue posible. Los rollos permanecieron décadas en el olvido hasta que un director de Paramount los redescubrió en 1985. Se emplearon ocho años después en el documental Todo es cierto: basado en una película inacabada de Orson Welles. Recientemente, el paso de Welles por Ceará fue a parar de otra forma en las pantallas: los cineastas Petrus Cariry y Firmino Holanda estrenaron el año pasado el largometraje La Jangada de Welles, con detalles sobre la turbulenta estancia del director en Brasil.
Los problemas continúan
A golpe de brazo, llevando la jangada hasta el sur para llamar la atención del país en al menos otros nueve viajes en las últimas décadas, los jangadeiros lograron lo poco que tienen hoy: la jubilación —conquistada efectivamente en los sesenta— y una prestación social para los meses de viento intenso o durante el periodo en el que la pesca está prohibida por motivos de preservación.
En el Mucuripe de hoy, todos los días, a las tres de la mañana, el pescado sigue descargándose en la arena y su olor inunda el lugar, entremezclado con el del café o el de la cachaza que las marisqueras venden a puñados a los hombres que regresan del mar. Pero, desde los edificios altos al otro lado de la avenida, ya no se celebra la pesca artesanal tradicional. Se considera fea, indeseable para el progreso. Y los jangadeiros necesitan reunir fuerzas todos los días, apretujados en una estrecha franja de arena, bajo la creciente presión del turismo, la sobrepesca y la especulación inmobiliaria.
Desde hace décadas, sus casas están siendo empujadas por los desalojos a la cima de las colinas, que se han convertido en favelas. Viven en zonas dominadas por el narcotráfico, donde solo es posible subir en coche con las ventanillas bajadas. Hablar demasiado puede significar la muerte. Mientras avanza una nueva obra para transformar el paseo marítimo, dar cabida a las embarcaciones turísticas o construir nuevos kioscos, los pescadores siguen sintiéndose invisibles.
“Es como una moneda de dos caras, pero han raspado una y ahora solo ven el lado del dinero”, dice Antônio Banqueiro, un hombre delgado que presenta Mucuripe como quien enseña su casa. A los nueve años pidió que lo llevaran al mar porque soñaba con ser “el pescador del futuro”. Fue la primera vez con su padre; pero, como él no tenía bote, más tarde pidió que lo llevaran otros pescadores. Siempre le decían que tenía que estudiar. “Tengo que trabajar. ¿Cómo voy a estudiar con hambre?”, les contestaba.
Trató de conjugar ambas cosas y aun así llegó a cursar primaria. Desde entonces, ha sido el mar el que le ha dado todo lo que tiene: la inteligencia para construir jangadas a ojo, sin ningún tipo de dibujo o boceto; la ciencia para descifrar el olor de los vientos que le guiarán cuando falle el GPS; y la casa donde crio a sus hijos en el aledaño cerro de Santa Terezinha. Lo que el mar no realizó fue el sueño del niño de ser el pescador del futuro, el que también soñaron los cuatro heroicos jangadeiros hace 80 años.
Porque, cuando finalmente llegó ese futuro, Banqueiro vio que la vida de la pesca seguía estancada en el pasado, con los mismos problemas que enfrentaron sus predecesores. “Así que soy el pescador del presente. Espero que el jangadeiro del futuro llegue algún día”, dice. Quizá en la próxima gesta.
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