El pasado enero, tras tener casi cuatro horas como rehenes a los empleados de su sucursal bancaria con una pistola, diez litros de gasolina y un mechero, el libanés Abdala al Saii recibió en efectivo de unas manos temblorosas una caja de cartón con los 50.000 dólares (unos 47.500 euros) que no podía retirar de su cuenta por las buenas a causa del corralito bancario vigente desde 2019. Podría haberse dado por satisfecho, pero le molestó ser tratado como un ladrón. “Le dije a la empleada: ‘No estoy robando. Me lo tienes que dar en mano y quitar esa cantidad de mi cuenta’. Llamaron a la central en Beirut, que les dijo que el sistema no lo permitía y que me hiciesen un recibo a mano. Respondí que no me iba sin el comprobante oficial. Y así fue”, rememora mientras se reclina en el sofá de su casa en la localidad de Kefraya, en el valle de la Bekaa, visiblemente satisfecho de haber sido el primer libanés en autoatracarse.
Abdala al Saii, en su casa en Kefraya.Oliver Marsden (Oliver Marsden)
Al Saii cuenta que, tras residir 12 años en Venezuela y Colombia, adquirió en su Kefraya natal un local de verduras y otro de bebidas. Hace un año robaron en uno de ellos (“ya estaba acostumbrado de Venezuela”, aclara) y pidió a su banco un cheque por valor de 50.000 dólares. Ahí comenzó una ida y venida de ofertas y amenazas. “Dos jefes de sucursal dejaron el puesto por mí. Una vez fui, puse en el mostrador la pistola que siempre llevo encima y le dije: ‘O me enseñas la caja fuerte o te mato’. La abrió y me sorprendió ver que no había un solo dólar”, asegura.
Semanas más tarde, incendiado al ver que algunos clientes obtenían dólares, fue al cementerio, pronunció la fatiha (la primera sura del Corán) frente a la tumba de su madre, cogió un mechero, metió en una mochila grande un bidón de nueve litros y dos botellitas de gasolina, y entró al banco. Cuando no quedaban dentro niños, abrió una botella y sostuvo el mechero encendido con la otra mano. “¡Ahora te hago el cheque!, dijo una empleada. Le respondí: ‘Ya no lo quiero, ahora quiero mis 50.000 en efectivo”. Roció los ordenadores de combustible e hizo una barricada en la puerta con dos sofás. Quedaron dentro seis empleados y un guarda de seguridad. Tres horas más tarde, uno de ellos llamó a la central en Beirut y gritó: “¡Estáis negociando con nuestras almas, voy a abrir yo la caja fuerte y darle el dinero!”. Quince minutos más tarde recibió la luz verde para hacerlo. Al Saii entregó el dinero a su mujer, que lo llevó a casa sin ser arrestada. Él pasó 17 días en prisión. “Estoy pensando en repetir y animo a la gente a hacer lo mismo. Si alguien tiene un millón en el banco y me da permiso, lo haré por él”, sentencia pese a que su causa judicial sigue abierta.
Protesta en la puerta de un banco a finales de noviembre. En Líbano un 80% de la población está por debajo del umbral de la pobreza.Diego Ibarra
La acción marcó el camino en un país inmerso en una brutal crisis económica, agudizada por la pandemia y la explosión en el puerto de Beirut en 2020. Es probablemente una de las tres peores desde mediados del siglo XIX, según el Banco Mundial. Una veintena de libaneses ha logrado desde entonces su dinero por la fuerza ―en ocasiones para pagar facturas hospitalarias de una sanidad muy privatizada― con el aplauso de una población que, hastiada e indignada, señala a los políticos (“todos significa todos”, era uno de los lemas de la frustrada revuelta social de 2019) y a los bancos, que se lucraron en una suerte de estafa piramidal hasta que quedó al descubierto la sequía de liquidez en dólares. Hoy, un 80% de la población (de 6,8 millones) está por debajo del umbral de la pobreza y la moneda ha perdido el 90% de su valor, mientras la parálisis política (no hay presidente y el Parlamento lleva ocho sesiones sin acordar sucesor) dificulta la aprobación de las reformas que exige el Fondo Monetario Internacional para desembolsar 3.000 millones de dólares.
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Esta misma semana se han producido dos autoatracos. El martes, Edro Jodr, una anciana de 87 años, hizo con su hijo una sentada hasta que logró 5.500 dólares para cubrir gastos médicos. Un día más tarde, en Shhiim, 40 kilómetros al sur de la capital, Walid Hajjar roció la sucursal de gasolina y amenazó con incendiarla si no le daban los 50.000 dólares que debía por un tratamiento experimental para el cáncer de su mujer. “Mi madre está con mucho dolor, todo el tiempo con morfina. Y lo que mi padre tiene en el banco es resultado de 30 años de trabajo. Es carnicero y era la forma de ahorrar para la vejez y de tener el dinero protegido, para que no se lo robasen en casa”, lamentaba a puertas de la sucursal Ahmad, su hijo de 22 años, que mostraba en el móvil las facturas hospitalarias. Nur, hermana de la enferma, explicaba que la familia ya ha vendido dos terrenos, dos talleres, un coche y oro. Decenas de allegados y simpatizantes alternaban llantos y discursos indignados con momentos de espera y silencio. Hajjar, que había entrado al mediodía, salió de noche con 42.500 dólares y una suma no desvelada en libras libanesas.
Una sucursal bancaria protegida con placas de acero, en la ciudad libanesa de Trípoli.Oliver Marsden (Oliver Marsden)
El desenlace, como en la mayoría de estos asaltos, muestra cómo en Oriente Próximo lo imposible puede convertirse en posible en cuestión de horas. La primera exigencia del dinero, con nervios y amenazas, se enfrenta a un: “No puedo”. Policía y bomberos toman la entrada mientras se forma un corrillo y los militares se apostan a unas decenas de metros. Horas más tarde, comienzan las ofertas de una cantidad menor y en moneda libanesa, a un tipo de cambio muy inferior al de la calle. Al crecer el cansancio, la presión y las ganas de la policía de acabar con el embrollo, la negociación pasa a incluir cada vez más dólares y menos libras, hasta que se sella un acuerdo. Por lo general, un familiar recibe el dinero. Cuando el asaltante se asegura de que este llegó a casa, se entrega a la policía. Lo interrogan en comisaría, pero rara vez pasa más de unos días en prisión. Los bancos ya no suelen presentar cargos, conscientes del rechazo que generan en el Líbano de 2022. En el caso más viralizado en las redes sociales, la joven Sali Hafez salió tranquilamente y entre aplausos con una pistola y 13.000 dólares para costear el tratamiento del cáncer de su hermana.
Todo se produce en una mezcla de drama y cotidianeidad. Durante el asalto en Shhiim, varios vecinos sacaban del cajero el poco efectivo que podían (el corralito permite hasta 100 dólares semanales). Bassam al Sheij Hussein cuenta que telefoneó a su mujer para explicarle por qué llegaría tarde a casa, que su hermano le pasaba cigarrillos por la ventana para que fumase en una sucursal rociada de gasolina y que el dueño de un conocido restaurante llamó al banco para anunciarle que enviaba gratis platos locales como shawarma, labane o batata harra tanto para él (que no los probó por miedo a que fuese una trampa) como para los rehenes.
Bassam al Sheij Hussein, que atracó un banco con rehenes el pasado agosto para poder retirar sus ahorros, en su casa en Ouzai. Diego Ibarra
Al Sheij Hussein no es precisamente un negociador. De 42 años y en el paro, estudió la sucursal durante medio año. “Sabía a qué hora entraba el director, qué pasaba con la llave y dónde estaba la caja fuerte. Mientras, algo ardía cada vez más en mi interior”, relata en su casa de Ouzai, un suburbio pobre de Beirut, mientras su mujer sonríe y su hijo de cuatro años se queda dormido. En agosto, entró con un fusil y 20 litros de gasolina. Forzó al director a abrir la caja fuerte y le golpeó cuando le ofreció solo 5.000 dólares. “Solo quería mi dinero. No pensaba en nada más. Tenía claro cómo entrar, pero no cómo salir. No lo quería para el hospital de mi padre, que ya estaba pagado empeñando oro y joyas. Yo quería todo”, reconoce. Todo son 210.000 dólares que atribuye a la venta de un apartamento familiar. Al final se conformó con 35.000 y la promesa de 400 diarios. Tras cinco días arrestado en los que ―dice― los policías lo felicitaban por hacer aquello con lo que ellos solo fantaseaban, fue recibido en Ouzai a hombros y con disparos al aire de celebración. Lo muestra en un vídeo antes de añadir: “Por la fuerza. Es la única forma. Un día habrá sangre en los bancos”.
Fuad Debs, abogado miembro de la Asociación de Depositantes, uno de los colectivos surgidos al calor del corralito y representante de cinco de los asaltantes, admite que el nuevo fenómeno “no es la solución”, pero lo considera “la única forma de presionar a las autoridades para sacar adelante un plan de recuperación justo, transparente, global y que incluya la reestructuración de la deuda pública y del sistema bancario, con depuración de responsabilidades”. “Es esto o que la gente se vuelva más violenta”, señala en una cafetería de Beirut antes de precisar que un 98% de las cuentas (1,2 millones) tienen hasta 500.000 dólares, mientras la mitad del dinero bloqueado se concentra en apenas un millar.
Los asaltos están trascendiendo la estructura confesional que encorseta al país: Al Saii es suní; Al Sheij Hussein, chií; y Cynthia Zarazir, cristiana. Esta última entró a su sucursal en octubre sin armas y salió con 8.500 dólares. Es una de las candidatas alternativas a la élite política tradicional herederas de la Zaura (revolución) de 2019 que logró un escaño en las elecciones del pasado mayo. Con 40 años y una enfermedad crónica, el médico le exhortó a operarse de urgencia. El seguro privado requería el copago de esa cantidad. “La decisión fue muy rápida. No tenía tiempo. El doctor me dijo que en unos días ya no sería muy seguro operar”, cuenta hoy en la capital, entre gestos de dolor al moverse por las secuelas de la intervención quirúrgica. Primero envió al banco la documentación médica. “Me decían: ‘Le llamaremos de vuelta’. Luego el director y uno de los empleados me respondían cosas como ‘estás soñando’ o ‘ni aunque vayas a morir tienes derecho a ese dinero’. Hasta el centro de atención al cliente dejó de atenderme al teléfono para pedir cita previa”, cuenta.
La parlamentaria libanesa Cynthia Zarazir, en su oficina en Beirut el 5 de octubre. Diego Ibarra
Diez días después de la consulta médica y tras retrasar la operación por no poder abonarla, Zarazir se plantó ante la sucursal, anunció su renuncia a la inmunidad parlamentaria y entró con su abogado. “Me recibieron muy bien, pero en cuanto dije que no me iría sin mi dinero empezó el pánico. Activaron la alarma, sacaron a la gente… Dije: ‘No estoy armada, solo he venido con documentos a por mis 8.500 dólares, que es una pequeña parte de mi cuenta”. Poco después salió con los billetes y un documento de confidencialidad que había firmado y rompió nada más cruzar la puerta.
Cree que el escaño no le ayudó a obtener el dinero pacíficamente, sino todo lo contrario. “Para ellos era un motivo extra para usarlo como una lección a todos. Y esa era su intención. Pero no pudieron, por la presión de otros diputados que vinieron, de la prensa, de la gente… De hecho, adopté un perfil bajo y dejé que revisasen mi bolso”. Admite, eso así, que no fue solo un impulso de necesidad. “Sí, claramente era también un acto político contra el sistema que nos robó el dinero. […] Todo el que necesite dinero no debería sufrir más en beneficio de este Gobierno y de los bancos”.
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