El último informe en materia de linchamientos, presentado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en 2019, documentó que en 2018 se registraron, al menos, 43 casos; 174 casos en 2018 y entre enero y mayo de 2019, 67 casos más. En ese informe se lee: “Los linchamientos son actos ilícitos, que constituyen una de las expresiones más graves de la crisis que en materia de inseguridad, violencia e impunidad enfrenta nuestro país”.
El último caso de linchamiento del que se tiene noticia pública, fue el ocurrido en el municipio de Huauchinango, Puebla, en el que una turbamulta retuvo, golpeó hasta casi la muerte y luego le prendió fuego, aún estando con vida, a un joven abogado sobre quien se cifró una cruenta violencia.
El caso ha provocado el análisis en diferentes espacios, en muchos de los cuales se argumenta que este tipo de eventos son producto del hartazgo, el enojo y la frustración de comunidades que, ante la impunidad de la delincuencia, y la corrupción e incapacidad institucional de ponerle un alto, reacciona de manera violenta cuando se ve amenazada por uno o varios presuntos delincuentes.
Ante este tipo de explicaciones, siendo parcialmente ciertas, se debe tener, sin embargo, mucho cuidado. Porque al afirmarlo de ese modo, la explicación puede interpretarse como justificación: “linchan porque son víctimas que se transforman en victimarios”. Pero eso dice mucho y a la vez muy poco respecto de la complejidad de esa forma tremenda de violencia.
De manera tajante, debería afirmarse sobre todo que se trata de actos injustificados de barbarie. Lo que se desata en un proceso de esa naturaleza es una violencia vengativa sin límites, a la que subyace la violencia mimética (pensando en René Girard) que se cifra en contra de un chivo expiatorio. La violencia entra en ese sentido, en un proceso de etapa sumamente crítica y de carácter sacrificial.
Pero esa forma de ejercer la violencia es el contrasentido de la civilización; es darle cauce a la reproducción del ciclo violento y ante lo cual, si no se modifica, se está ante el riesgo de entrar a periodos de orden en los cuales la destrucción violenta puede volver a emerger.
Por eso preocupa doblemente la primera reacción del jefe del Estado mexicano ante el caso reciente de Huachinango. Porque siquiera sugerir que lo ocurrido es parte de los sistemas de “usos y costumbre de los pueblos”; y que más vale “no meterse con el pueblo”, constituye una patente de corso que da la espalda al proyecto de nación que se ha intentado construir teniendo como referente a la Constitución. El Artículo 17 de nuestra Carta Magna dice claramente: “Ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para reclamar su derecho”.
Por lo anterior, aún cuando el presidente de la República piense que los linchamientos tienen origen en “el México profundo” y que pensar de otro modo es “conservador”, lo cierto es que la Constitución lo obliga a ponerse del lado de la legalidad y el orden social; y en un sentido político y ético, le obliga también a mostrar empatía con las víctimas y no con los victimarios.
No es la primera vez que ocurre un linchamiento en Puebla. El caso más famoso es el de Canoa, ocurrido en 1968; y los datos del citado informe de la CNDH muestran que del 2015 al 2018 fueron asesinadas en la entidad 78 personas en 58 eventos de linchamiento; pero además hay un número no documentado de personas heridas en otros 600 casos de intento de linchamiento en esa entidad, en el periodo señalado.
Si se pensara en términos médicos, lo que ocurre con cada linchamiento es que se da un “infarto social”; y por ello debe haber una intervención urgente de las autoridades para reestablecer el sentido comunitario y garantizar lo más básico en cualquier sociedad articulada por un sistema racional de derecho: el respeto a la vida y a la dignidad humana.
En un linchamiento no sólo se quiere asesinar a la víctima. Antes de ello, se le quiere humillar; sobajar; despojarle de su humanidad. De hecho, puede pensarse que la víctima es vista por los perpetradores como algo menos que humano y por eso es deseable y necesario su exterminio. No hay posibilidad de compasión porque a quien se tiene enfrente se le ve como sinónimo de lo “anti-humano”.
Aterra pensar que en otras localidades esté ocurriendo recurrentemente lo mismo y no nos enteramos de lo que acaece. Y aterra más que en lo local, haya igualmente personas que crean, como el titular del Ejecutivo Federal, que simplemente se trata de eventos del “México profundo” y ante ello no queda sino el silencio, la inmovilidad y, en el mejor de los casos, la resignación.
Vivir en un Estado social de derecho implica reconocer, asumir plena y radicalmente, que toda persona debe ser tratada con dignidad. Porque al no hacerlo, nos despojamos todas y todos de la posibilidad de exigir ese mismo trato digno; por eso no es válido ni deseable preguntarnos qué nos vuelve iguales, porque al hacerlo quiere decir que no nos reconocemos en dignidad e igualdad, sin cortapisas ni condiciones.
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