Será por estar amurallados en montañas. O por esa extraña localización que no les hace ni gallegos, ni asturianos, ni leoneses, pero con un poco de cada. Pero los bercianos son gente identificable. Más allá del acento (de nuevo: ni gallego, ni asturiano, ni leonés, pero un poco de cada), se observan rasgos comunes en buena parte de la comarca: los bercianos son sencillos, recios, orgullosos, pacientes, reservados pero no desconfiados y bastante alegres. Y comparten una cosa más: un sentimiento de pertenencia genuino hacia una tierra que tiene de todo. Un paraje natural, gastronómico y cultural impresionante que seguiría mereciendo la pena visitar si sus habitantes no fueran quienes son. Pero lo que hace del Bierzo un lugar único es precisamente su gente. Sus paisanos, como se dicen entre ellos.
Un buen viaje al Bierzo dura un puente largo, tal vez una semana. Si no se dispone de tanto tiempo, puede hacerse una versión recortada en función de los intereses de cada uno. Nuestra escapada tiene como centro de operaciones la capital, Ponferrada (de 67.000 habitantes), que es también el eje de la vida berciana y el centro físico (y se diría que gravitatorio, al estar en medio de una olla de montes) de la comarca. Moverse en coche es fácil, todo está a un paseo, aunque hay que tener maña en algunas carreteras, sobre todo con nieve o con la típica niebla que inunda de cuando en cuando el lugar. Iremos principalmente al sur y al oeste, pero cualquier rumbo es agradecido. El Bierzo es bonito en cualquier época, pero en otoño adquiere un encanto especial (es tierra de castaños, nogales y árboles frutales), sus laderas se vuelven multicolores y su cocina empieza a estar justificada por las temperaturas.
La capital
Ponferrada creció hasta alcanzar un tamaño respetable con el auge de la minería, con cuyo declive todavía lidia. La capital del Bierzo se divide claramente en dos zonas, la alta y la baja, separadas por el río Sil. Arriba está casi todo lo que hace falta ver, empezando por el castillo templario y la basílica. El castillo, hoy rehabilitado tras años de deterioro, es el símbolo de la ciudad y permite al viajero empaparse del pasado de la zona. La basílica está consagrada a la Virgen de la Encina, patrona del Bierzo, y recibe cada año a miles de peregrinos como parte del Camino de Santiago. El casco antiguo de la ciudad ofrece también un interesante paseo en el que nos toparemos entre plazas con la Torre del Reloj, que es la única exenta que existe en España.
Paseando nos podemos encontrar con espacios interesantes como el Museo de la Radio (iniciativa del periodista Luis del Olmo, insigne ponferradino) o el del Ferrocarril. Pero el museo más destacado no se encuentra tan a tiro. Para ir al Museo Nacional de la Energía es preciso desviarse, ya que se ubica en una antigua central rehabilitada a las afueras de Ponferrada. Allí podremos entender lo que ha significado el carbón en la vida de generaciones de bercianos y aprenderemos ciencia, especialmente en el apartado de la energía térmica.
La capital del Bierzo encierra otros atractivos que van más allá de su centro histórico y de sus museos y que tienen que ver con su animada vida social. Casi en cualquier bar se sirve el corto (el nombre oficial de las cañas) o el vino con una generosa tapa a elegir. Mención especial para las patatas bravas de El Bodegón, en pleno barrio viejo, que con razón suelen figurar entre las mejores de España. Ponferrada tiene una vida nocturna tremendamente activa para su tamaño. A un número razonable de conciertos cada mes hay que añadir la calidad de sus pubs y discotecas. El indie nacional e internacional suena en bares como el Chelsea o el Bombardier y, más tarde, en el Morticia. Pero cuidado con la resaca, que en el Bierzo hay mucho que ver y conviene levantarse temprano.
El valle de los eremitas
“El Bierzo es una asamblea de valles a punto de despertar”. Lo evoca Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957), premio Nacional de Poesía en 2009 por La casa roja (Calambur). Buscando esos valles nos desplazamos al sur. “Los bercianos, todo el mundo lo sabe, son gente fraterna, personas rotundamente claras que, con razón o sin ella, dicen lo que piensan”, comenta el poeta y artista visual. Esa honestidad brutal la tiene la guardesa de la iglesia de Santiago de Peñalba, joya de la arquitectura mozárabe, del siglo X, ubicada en pleno valle del Silencio, un valle de eremitas que, misticismo romántico al margen, se conoce también como valle del Oza o Valdueza. “Venís a mala hora”, es lo primero que dice la guardesa desde su casa a un grupo de visitantes que ha llegado en plena lluvia torrencial. Luego saca un paraguas como maldiciendo su suerte, acompaña a los viajeros y les explica apasionadamente, con todo detalle, la historia de la edificación. Y, siguiendo con la sinceridad, relata los problemas administrativos para su adecuada conservación.
Los turistas se despiden de la guardesa, ya ganados para la causa, y deciden seguir explorando el valle. Se marchan contentos porque han podido admirar la entrada de la iglesia, un doble arco visigodo con columna central que, según Jacques Fontaine, “es la más perfecta puerta de su género de todo el arte mozárabe”. Solo por verla ha merecido la pena llegar hasta aquí.
Desde Peñalba se pueden emprender rutas a pie no demasiado exigentes como el sendero circular de la Tebaida Berciana, de unos 18 kilómetros, pero de recorrido fácil. Descubriremos la magia del silencio que ya encontraron los monjes hace más de mil años, y seguiremos su rastro por iglesias y monasterios, como el de San Pedro de Montes (siglo VII), cuyas ruinas son bien de interés cultural. El camino discurre junto al río y entre frondosos bosques de castaño y nogal, para volver a los tejados de pizarra de Peñalba, un pueblo encantador que resume la arquitectura popular de la zona. La ruta de Valdueza continúa en San Cristóbal, hogar del segundo tejo milenario de Europa, donde se puede disfrutar de una buena comida y admirar desde su posición privilegiada buena parte de la comarca.
Cicatriz romana
Las Médulas, sin embargo, no se ven hasta que no estás más cerca. Este paraje medio marciano, como salido de Avatar, no surgió porque sí. Antes de que cualquier templario hiciera un castillo, antes de que hubiese monjes (era antes de Cristo), antes incluso de que se plantase un tejo que iba a cumplir más de mil años, en el Bierzo (Bergidum) estuvieron los romanos. Y su ansia minera por recolectar oro dejó este panorama impactante que es patrimonio mundial desde 1997. Un recordatorio brutal de hasta qué punto puede el ser humano influir sobre el paisaje. Una mina a cielo abierto de más de 2.000 años, “una práctica heredada hasta hoy, con la irreversible depredación de canteras y minas a cielo abierto”, denuncia Mestre. Solo a unos pasos de Las Médulas sobreviven canteras en teoría ilegalizadas. Obligado es que la ruta pase por el mirador de Orellán. Y por el túnel que nace junto al mirador y que llega a una escenográfica bocana desde la que se admira el yacimiento, con los ocres de la tierra en vigorosa simbiosis, en esta época del año, con las hojas amarillentas de los castaños otoñados.
Historia entre viñedos
Al norte de Las Médulas, rodeada de viñedos, se encuentra Villafranca del Bierzo, la capital histórica de la zona antes del boom de Ponferrada. Entre las hectáreas de viñas aledañas está Castro Ventosa, yacimiento arqueológico con importantes restos de lo que fue una fortificación romana y prerromana. Villafranca es el punto de partida perfecto para emprender una nueva ruta de naturaleza y cultura. “Yo recomendaría la pequeña senda de Trevijano, que saliendo de Villafranca bordea la ribera del Burbia, bajo el antiguo barrio judío de Los Tejedores. Lleva en verano a la felicidad, en otoño a la melancolía, en invierno a lo misterioso y en primavera al cielo”, cuenta Juan Carlos Mestre, que sabe como buen villafranquino que el del Burbia es un camino que se puede alargar al gusto. Si el viajero sigue hasta Campo del Agua puede descubrir algunas de las últimas pallozas, las casas celtas de la zona.
De vuelta a Villafranca, es momento de disfrutar de la gastronomía de la zona. Cualquier restaurante o mesón servirá. El Don Nacho se llena con facilidad, señal inequívoca de calidad y buen trato. Todo es bueno. Merece la pena probar el botillo, el plato “nacional” del Bierzo, que consiste en algo tan poco atractivo como efectivo: introducir en el ciego del cerdo los restos de su despiece, cocer y acompañar con grelos y cachelos. La carta de vinos, siempre con preferencia para la denominación de origen local (el último orgullo berciano), es muy larga. Después del postre habrá tiempo para recorrer el pueblo, desde la calle del Agua hasta su plaza Mayor y su colegiata; incluso para ganar la última indulgencia antes de Compostela (solo para peregrinos) en la iglesia de Santiago.
Entre Villafranca y Ponferrada, además de bodegas por doquier, están Corullón y Carracedelo, con el monasterio de Santa María de Carracedo, que aúna el gótico y el románico debido a sus numerosas reformas. En Corullón el románico es el protagonista, principalmente en las iglesias de San Esteban y San Miguel.
Finalmente, y ya para los senderistas que quieran experimentar la visión de crestas imponentes, la ascensión al Catoute, uno de los picos más altos de la comarca, de 2.117 metros, es una opción que nunca defrauda. “Agua y piedra son las materias mágicas de este territorio en el que se funde la vida con la historia, los ríos con los hayedos, la nieve con el canto de los últimos urogallos”, relata Juan Carlos Mestre. Aunque es complicado ver u oír un urogallo por la zona desde hace años, por culpa de su caza indiscriminada, la subida al Catoute es espectacular tanto por la cara de Salentinos como por la de Colinas del Campo de Martín Moro Toledano, pueblo con uno de los nombres más bonitos y largos de España. Aún más curioso porque es un nombre que resume la convivencia de cristianos, musulmanes y judíos. El urogallo es esquivo, pero el oso pardo y el lobo siguen haciéndose notar en esta reserva natural. Otro motivo más para acercarse a disfrutar del mundo que encierra el Bierzo.
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