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Los nazis robaron a los judíos hasta la identidad



El criminal nazi Adolf Eichmann durante el juicio que lo condenó a muerte desde Israel, el 22 de junio de 1961.GPO (Getty Images)

Los periodistas asistieron a las sesiones durante dos semanas, y, luego, la composición del público cambió radicalmente. Se dijo que el público estaría integrado por israelitas que, debido a su juventud, desconocían la triste historia vivida por sus mayores, y por otros, como los judíos orientales, que jamás tuvieron información al respecto. Se pretendía que el juicio sirviera para demostrarles lo que significaba vivir entre no judíos, para convencerlos de que los judíos tan solo podían vivir con dignidad en Israel. A los corresponsales de prensa se les explicó esta lección mediante un folleto, gratuitamente repartido, sobre el ordenamiento jurídico israelita. Su autora, Doris Lankin, citaba una sentencia del Tribunal Supremo, en cuya virtud dos hombres que habían “secuestrado a sus respectivos hijos, y los habían trasladado a Israel”, fueron obligados a devolver los niños a sus madres, quienes vivían en el extranjero, ya que a estas correspondía la custodia legal de los menores. La autora, tan orgullosa de esta rígida aplicación de la ley, como el fiscal Hausner lo estaba de sus deseos de incluir en la acusación los asesinatos de individuos no judíos, añadía que la sentencia referida se había dictado “pese a que al dar a las madres la custodia de los niños, estos se verían obligados a vivir en términos de desigualdad, entre elementos hostiles, en la Diáspora”. Al irse los corresponsales, el público no quedó formado por gente joven, ni tampoco por israelitas, sino que lo integraron los “supervivientes”, gentes maduras o de edad avanzada, emigrantes llegados de Europa, como yo misma (…), que en modo alguno necesitaban presenciar el juicio para extraer sus conclusiones. Mientras los testigos, interminablemente, relataban escenas de horror, los asistentes escuchaban el relato público de historias que no hubieran podido soportar si sus protagonistas se las hubieran contado cara a cara. A medida que iba revelándose la magnitud “de las penalidades sufridas por el pueblo judío en la presente generación”, y a medida que la retórica de Hausner adquiría más ampulosidad, la figura del hombre en el interior de la cabina de vidrio se hacía más pálida y fantasmal. Aquella figura no daba signos de vida, ni siquiera cuando el dedo acusador lo señalaba [al acusado, Adolf Eichmann], y la voz indignada clamaba: “¡Y aquí está sentado el monstruo responsable de lo ocurrido!”.

El relato de las escalofriantes atrocidades produjo el efecto de anular el aspecto teatral del juicio. Todo juicio público se parece a una representación dramática, por cuanto uno y otra se inician y terminan basándose en el sujeto activo, no en el sujeto pasivo o víctima. Un juicio teatral, espectacular, necesita mucho más que un juicio ordinario un claro y bien definido relato de los hechos, y del modo en que fueron ejecutados. El elemento central de un juicio tan solo puede ser la persona que cometió los hechos —en este aspecto es como el héroe de un drama—, y si tal persona sufre, debe sufrir por lo que ha hecho, no por los sufrimientos padecidos por otros en virtud de sus actos. Y entre todos los presentes, el presidente del tribunal era quien mejor sabía lo que acabamos de decir, pese a que tuvo que ver cómo el juicio se transformaba en una sucesión de relatos atroces, en “un navío sin timón, a merced de las olas”. (…)

El juicio nunca llegó a ser un drama, pero el espectáculo que David Ben Gurion [entonces primer ministro israelí] se propuso ofrecer al público sí tuvo lugar, o, para decirlo de otro modo, las “lecciones” que pretendía dar a judíos y gentiles, a israelitas y árabes, al mundo entero, efectivamente se dieron (…). Ben Gurion las había esbozado, antes de que el juicio comenzara, en varios artículos periodísticos encaminados a explicar por qué Israel había raptado al acusado. Una de las lecciones estaba dirigida al mundo no judío: “Queremos dejar bien sentado ante todas las naciones que millones de personas, por el solo hecho de ser judíos, y millones de niños, por el solo hecho de ser niños judíos, fueron asesinados por los nazis”. O dicho con las palabras de Davar, órgano del movimiento Mapai de Ben Gurion: “Queremos que la opinión pública sepa que no solo la Alemania nazi fue la culpable de la destrucción de seis millones de judíos europeos”. Sirvámonos de nuevo de las palabras de Ben Gurion: “Queremos que todas las naciones sepan (…) que deben avergonzarse”.

Los judíos de la Diáspora debían recordar que el judaísmo, “con cuatro mil años de antigüedad, con sus creaciones en el mundo del espíritu, con sus empeños éticos, con sus mesiánicas aspiraciones”, se había enfrentado siempre con un “mundo hostil”; que los judíos habían degenerado hasta el punto de dirigirse obedientemente, como corderos, hacia la muerte; y que tan solo la formación de un Estado judío había hecho posible que los judíos se defendieran, tal como lo hizo Israel en su guerra de independencia, en la aventura de Suez, y en los casi cotidianos incidentes de las peligrosas fronteras israelitas. Y si bien los judíos que vivían fuera de Israel tendrían ocasión de ver la diferencia entre el heroísmo israelita y la abyecta obediencia judaica, también era cierto que los judíos de Israel aprenderían una lección distinta: “La generación de israelitas formada después del holocausto” estaba en peligro de perder su sentido de vinculación al pueblo judío y, en consecuencia, a su propia historia: “Es necesario que nuestra juventud recuerde lo ocurrido al pueblo judío. Queremos que sepa la más trágica faceta de nuestra historia”. Finalmente, otro de los motivos de juzgar a Eichmann era el de “descubrir a otros nazis y otras actividades nazis, como, por ejemplo, las relaciones existentes entre los nazis y algunos dirigentes árabes”. (…)

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El contraste entre el heroísmo de Israel y la abyecta obediencia con que los judíos iban a la muerte —llegaban puntualmente a los puntos de embarque, por su propio pie, iban a los lugares en que debían ser ejecutados, cavaban sus propias tumbas, se desnudaban y dejaban ordenadamente apiladas sus ropas, y se tendían en el suelo uno al lado del otro para ser fusilados— parecía un excelente argumento, y el fiscal le sacó todo el partido posible al formular a los testigos, uno tras otro, preguntas como: “¿Por qué no protestó?”, “¿Por qué subió a aquel tren?”, “Allí había quince mil hombres, y solo unos centenares de guardianes, ¿por qué no los arrollaron?”. Pero la triste verdad es que el argumento carecía de base, debido a que, en aquellas circunstancias, cualquier grupo de seres humanos, judíos o no, se hubiera comportado tal como estos se comportaron.

Hace dieciséis años, cuando aún nos hallábamos bajo la reciente impresión que los acontecimientos causaron en nosotros, David Rousset, quien había estado recluido en Buchenwald, describió lo que ocurría en los campos de concentración: “El triunfo de las SS exigía que las víctimas torturadas se dejaran conducir a la horca sin protestar, que renunciaran a todo hasta el punto de dejar de afirmar su propia identidad. Y esta exigencia no era gratuita. No se debía a capricho o a simple sadismo. Los hombres de las SS sabían que el sistema que logra destruir a su víctima antes de que suba al patíbulo es el mejor, desde todos los puntos de vista, para mantener a un pueblo en la esclavitud, en total sumisión. Nada hay más terrible que aquellas procesiones avanzando como muñecos hacia la muerte” (Les Jours de notre mort, 1947).

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