El Ibex 35 echó a andar el 14 de enero de 1992. Nadie podía imaginar entonces que este índice, compuesto por los 35 valores españoles cotizados más líquidos, con un nombre que es un acrónimo de las palabras “Iberia Index” y cuya génesis es completamente técnica —servir de subyacente en la contratación de productos derivados—, se convertiría en sinónimo con mayúsculas del poder económico (y político).
Cada vez es más frecuente utilizar la expresión “los intereses del Ibex” para sugerir una especie de contubernio que mueve desde la sombra los hilos del país. Sin embargo, los verdaderos dueños de la Bolsa española, al menos desde un punto de vista cuantitativo, no moran en el distrito financiero de Madrid, ni en los elegantes edificios del paseo de Gracia de Barcelona, ni mucho menos en las históricas sedes corporativas vizcaínas de Neguri. Para buscar a los nuevos oligarcas del mercado hay que viajar miles de kilómetros y aterrizar en el bullicioso Midtown de Manhattan (BlackRock); en las verdes praderas de Valley Forge, en Pensilvania (Vanguard), o en la burguesa Bankplassen de Oslo (Norges Bank).
Y es que la estructura de la propiedad de las acciones españolas ha sufrido una profunda transformación en las últimas décadas. Al cierre del ejercicio 2020 (últimos datos publicados por el servicio de estudios de BME), los inversores no residentes tenían el 49,9% del valor total del mercado español frente al 30,6% que poseían cuando se creó el Ibex en 1992. Los siguientes grupos de poder en la Bolsa española son las empresas no financieras, que controlan el 21% del valor del mercado, y las familias, con el 17,1%.
A este espectacular crecimiento de las participaciones en manos de los fondos extranjeros han contribuido principalmente tres factores. El primero de ellos fue la política de privatizaciones que inició el Gobierno socialista de Felipe González y continuó el Ejecutivo popular de José María Aznar. El Estado, a través de sus diferentes entes (SEPI, Enaire, Frob), actualmente solo conserva el 2,9% de la Bolsa española. Otro elemento que ayudó a alimentar la descentralización de la propiedad de las acciones fue la entrada en el euro: el riesgo de invertir en una divisa más volátil y con un repleto historial de devaluaciones como era la peseta desaparecía, incentivando la inversión extranjera. Por último, en esta revolución silenciosa también desempeñó un papel relevante la crisis del sector financiero que se inició en 2008. Bancos y, sobre todo, cajas de ahorros tuvieron que deshacerse a marchas forzadas de sus carteras industriales. En la actualidad solo conservan acciones equivalentes al 2,7%, cuando a comienzos del siglo XXI tenían el 12,8%. En gran parte, ese hueco en los accionariados de las cotizadas que dejaron las entidades financieras lo llenó el dinero foráneo.
Gigantes financieros
Dentro de los inversores extranjeros con más poder en la Bolsa española hay varios nombres que destacan sobremanera. Rob Kapito y Larry Fink fundaron BlackRock en 1988. Hoy su gestora administra activos en todo el mundo valorados en 9,45 billones de dólares (8,14 billones de euros). La firma neoyorquina es el mayor accionista del sector financiero español con el 5,42% del Banco Santander, el 5,91% del BBVA o el 3,61% de Caixabank, entre otras participaciones. También destaca el 4,8% que tiene en Telefónica, el 5,25% en Iberdrola o el 5,19% en Repsol. En total, su exposición al Ibex 35 suma 19.679 millones de euros.
El poder de BlackRock es tal que Fink, su presidente, se reúne de forma periódica con primeros ministros, banqueros centrales y reguladores. Además, cada año envía una carta a los consejeros delegados de las mayores empresas del mundo para marcar las líneas estratégicas de lo que debería ser su gestión si quieren recibir el dinero de sus fondos. En sus últimas misivas ha remarcado la importancia que tiene para BlackRock la inversión responsable y todos los temas relacionados con la lucha contra el cambio climático y la transición energética.
Otro gran pulpo bursátil es Vanguard. La gestora creada por John Bogle en 1975 ha crecido como la espuma gracias al bum de la gestión pasiva o indexada y ya maneja 7,2 billones de dólares de 30 millones de clientes. El éxito de esta estrategia consiste en ofrecer a los inversores exposición a la evolución de casi cualquier tipo de activo con bajas comisiones gracias a limitarse a replicar lo que hace el índice de referencia. En el caso de la Bolsa española, Vanguard acumula participaciones valoradas en 12.340 millones de euros. Su presencia pasa casi inadvertida —en pocos casos supera el 3% del capital de una compañía, umbral a partir del cual hay que comunicar la participación al supervisor bursátil (CNMV)—, pero no hay compañía del Ibex que no cuente con dinero de Vanguard en su accionariado.
El tercero de los gigantes del parqué español es Norges Bank Investment Management (NBIM), la gestora que administra el fondo de pensiones público de Noruega. Con un patrimonio de más de 1,2 billones de dólares, este vehículo diversifica los ingresos que obtiene el Estado nórdico gracias a la venta de energía, principalmente petróleo, para garantizar las pensiones de sus ciudadanos. El fondo noruego es todo un ejemplo de transparencia y compromiso con los principios éticos. De hecho, tiene una lista de valores excluidos de su universo de inversión por incumplir los derechos laborales, tener negocios contaminantes o pertenecer a sectores como la venta de armas. La defensa de estos valores, sin embargo, no le impide caer en sonoras contradicciones. Noruega es uno de los mayores productores de petróleo del mundo. NBIM gestiona un trasatlántico donde hay 9.123 compañías con sede en 73 países distintos. En una cartera tan enorme también figuran algunos de los mayores emisores de gases de efecto invernadero del mundo: Exxon y Chevron. Los propios gestores han pedido vender todos los títulos de las petroleras. El Parlamento del país únicamente lo ha permitido de forma parcial. Entre las participaciones del fondo noruego en España destacan el 4,37% en BBVA, el 3% de Repsol o el 1% de Inditex.
Con la internacionalización de su accionariado, lo que ha hecho la Bolsa española ha sido homologarse con los principales parqués del mundo. “La participación de los inversores extranjeros en las grandes Bolsas europeas ha alcanzado niveles elevados en los últimos años”, destaca un reciente informe de BME. En el Reino Unido, los últimos datos referidos a 2020 publicados por la firma Orient Capital revelan que los inversores extranjeros son propietarios del 66% de las acciones de las empresas británicas cotizadas en la Bolsa de Londres, con los inversores europeos situándose como los que más han aumentado su peso en los últimos dos años. En la Bolsa francesa, de acuerdo con datos del Banco de Francia referidos a 2018, la participación extranjera sería de un 42,2%.
Los principales inversores dentro del grupo de los extranjeros son los denominados institucionales, es decir, gestoras de fondos de inversión y de pensiones, fondos soberanos, compañías de seguros, fondos de capital riesgo o private equity e incluso bancos de inversión e intermediarios que mantienen carteras de acciones. De acuerdo con el último informe disponible realizado por la OCDE (octubre de 2019), que analiza 10.000 grandes cotizadas que suman el 90% de la capitalización bursátil global, un 41% del capital de las empresas cotizadas en todo el mundo está en manos de estos inversores institucionales. En el informe también se destaca que las inversiones transfronterizas están aumentando y casi el 75% de las adquisiciones las realizan inversores con domicilio en Europa y EE UU. Además de los institucionales, dentro del grupo de los inversores extranjeros también hay empresas extranjeras con participaciones relevantes o mayoritarias en cotizadas españolas.
La concentración resulta incuestionable. El dinero fluye a los fondos y sus gestoras buscando la rentabilidad que solo (con depósitos en negativo) da el parqué. Pero el problema recuerda al oligopolio de las grandes tecnológicas. Tres gestoras, Vanguard, State Street y la propia BlackRock, controlan el mercado hasta fronteras inimaginables. Estas big three (como las llaman) disponen del 25% de los derechos de voto del S&P 500. Y retornan preguntas del crash de 2008. ¿Son demasiado colosales para caer? “La principal preocupación del control creciente que ejercen las gestoras sobre las grandes cotizadas es la concentración de poder, pero al mismo tiempo proporcionan un vehículo para coordinar mejor los temores de los accionistas”, reflexiona Kenneth Rogoff, profesor de Economía en Harvard y antiguo economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI). O sea, por ejemplo, pueden ir a la junta de accionistas y “tener la fuerza suficiente para meter en vereda a los consejeros delegados que quieran hacerse ricos sin tener en cuenta a los inversores”, observa José García Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra (UPF). “O evitar políticas excesivas de reparto de dividendos”, añade Gregorio Izquierdo, director general del Instituto de Estudios Económicos (IEE).
Esto es el lado luminoso, pero el capitalismo financiero tiene más esquinas oscuras que un dodecaedro. Los estadounidenses o los europeos ya no escogen esta acción o la otra. Adiós a las viejas finanzas. Invierten, sobre todo, su dinero en algún fondo indexado que comercializa cualquiera de las grandes gestoras. Es un espejo. Nadie selecciona. En el mundo existen 11 billones de dólares (9,4 billones de euros) invertidos en estos productos, cuando hace una década apenas llegaban a dos billones. Estos instrumentos ya controlan hasta el 30% del mercado estadounidense. Y las tres grandes acaparan —según The Atlantic— entre un 80% y el 90% del negocio.
La preocupación también cotiza entre los académicos. John Coates, profesor de Derecho en Harvard, asegura que pronto solo 12 profesionales (no gestoras, sino individuos) tendrán “prácticamente el poder absoluto sobre la mayoría de las compañías cotizadas de Estados Unidos”. Al igual que apóstoles. ¿Y si surge un Judas pagado con 30 monedas de plata? “El gobierno corporativo es más laxo cuando las organizaciones dejan de cotizar en Bolsa, porque su nivel de escrutinio es menor”, explica Gbenga Ibikunle, catedrático de Finanzas de la escuela de negocios de la Universidad de Edimburgo. De vuelta a la gestión pasiva, resulta más barata que la tradicional. Pero dentro, por ejemplo, de un ETF (fondos cotizados o Exchange Traded Funds, en inglés) solo fluye vacío. Algoritmos. “Replicar un índice no garantiza las inquietudes de los ahorradores. Nadie defenderá sus derechos en una junta”, advierte David Cano, socio de Analistas Financieros Internacionales (AFI).
Alta concentración
Este dodecaedro del dinero tiene una cara principal: haber creado una nueva oligarquía bursátil. Entre quienes pueden pisar el parqué y quienes resbalan en él. Otra inequidad. “En las últimas décadas, toda la economía ha funcionado en piloto automático. Los fondos están hiperconcentrados. En el comercio minorista. Las farmacéuticas. Nombre una industria y estará dominada por un puñado de jugadores gigantes”, apunta The Atlantic.
Avistamos el nacimiento de un paisaje tóxico: reducción del salario de los trabajadores, aumento de los precios, asfixia de la innovación y desigualdad en el acceso a las Bolsas de valores. “Cada vez aparecen más ensayos académicos que sugieren que las grandes gestoras, a través de la propiedad común de acciones de la misma industria, pueden perjudicar a los consumidores”, alerta Jonathan Brogaard, profesor de Finanzas en la escuela de negocios David Eccles (Utah). Pensemos —indica el docente— en el sector aeronáutico. Si la misma gestora es propietaria de una parte de todas las aerolíneas, tienen menos razones para competir entre ellas y ofrecer al cliente el mejor precio. “Es una preocupación seria”, remata. El problema, según este experto, no son los gestores —que solo se miran al espejo—, sino unos reguladores que permiten un mercado que necesita con desesperación mayor competencia, riesgo e innovación. Existe miedo. Los analistas de Bernstein sostienen que la gestión pasiva es “peor que el marxismo”. Esto lanzado en un país donde millones de personas aún piensan que socialismo es sinónimo de comunismo revela un trauma en el dinero.
Aunque hay quienes mantienen esperanza en el tamaño. Las grandes gestoras pueden encaminar las inversiones hacia los criterios ESG (medioambientales, sociales y gobernanza). Solo en Europa, las gestoras de fondos de inversión administraron activos por valor de 25,2 billones de euros durante 2020. Cifra récord, pese a la pandemia. “¿Pero queremos que estas firmas de inversión se conviertan en cuasirreguladores estableciendo las normas de cómo deben comportarse las organizaciones?”, avisa Giles Alston, responsable de análisis de Norteamérica de Oxford Analytica. “Hace falta un debate”.
¿Qué nación quiere perder su principal riqueza? Las grandes gestoras replican el planeta. Sus miserias y anhelos. La industria de los fondos en España suponía en 2019 (datos de la OCDE) el 25,8% del PIB. “Tendríamos que estar en los mismos niveles (72%) de Francia”, cuenta David Cano. ¿O no? “Los fondos son como las plagas de langosta, exigen una rentabilidad anual para satisfacer a sus partícipes, caiga quien caiga. Si no les das el tributo que consideran suficiente, exprimen la entidad hasta obtenerlo, dejándola exangüe antes de saltar a la siguiente víctima”, cuenta Carlos Martín, director del gabinete económico de CC OO. Este preciso gráfico de poder, intereses y dinero se resume en un término hebreo: olam habá. “Lo que está por venir”.
Source link