De entre todas las formas de malnutrición que han sido debatidas esta semana en la Cumbre sobre Sistemas Alimentarios de la ONU, una de las más desconocidas, extendidas e injustas es la del sobrepeso infantil ligado a la pobreza. Parece comprensible que este asunto pase a un segundo plano cuando la desnutrición severa repunta de manera acelerada en medio mundo. Sin embargo, las consecuencias inmediatas y de largo plazo de este fenómeno determinarán las vidas adultas de centenares de millones de niños y de las sociedades en las que viven.
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Las estadísticas son alarmantes. De acuerdo con los datos recogidos por UNICEF en todo el mundo, alrededor del 5,8% de los niños menores de cinco años –unos 40 millones– padecían sobrepeso en 2018. Esta cifra es un 33% más alta que hace dos décadas y promete disparar la carga de la obesidad en la adolescencia, que en 2030 podría alcanzar a 254 millones de individuos entre cinco y 19 años (Atlas of Childhood Obesity). En lo que el Banco Mundial ha definido como “una bomba de relojería”, las consecuencias económicas y sanitarias de este fenómeno se estiman hoy en casi tres puntos del PIB global, un coste equivalente al del tabaco o al de la violencia armada y el terrorismo.
Pero el elemento que hace este asunto obsceno es su vinculación estrecha con las desigualdades que existen entre los países y dentro de ellos. Los expertos han acuñado el término de “pantanos alimentarios” para referirse a aquellos lugares en los que las alternativas saludables y nutritivas están fuera del alcance económico de los niños y sus familias. Estos espacios solían concentrarse en los sectores urbanos menos favorecidos de los países ricos. El movimiento Black Lives Matter, por ejemplo, ha hecho de este asunto una de sus banderas a la hora de denunciar la marginación atávica de las comunidades negras en Estados Unidos.
Hoy, esos‘pantanos alimentarios han crecido hasta convertirse en un desafío global. Los países de renta media y las economías emergentes concentran ya más de tres cuartas partes de la población infantil con sobrepeso y obesidad. En el caso de las naciones más pobres, este desafío forma parte de una tormenta alimentaria perfecta en la que la desnutrición severa y moderada de los niños convive con niveles crecientes de sobrepeso en sectores urbanos de bajos ingresos.
Una tentación habitual es pensar que la obesidad infantil se deriva de las malas decisiones individuales o del bajo nivel cultural de las familias. Esa es una suposición tan errónea como insultante
Una tentación habitual es pensar que la obesidad infantil se deriva de las malas decisiones individuales o del bajo nivel cultural de las familias. Esa es una suposición tan errónea como insultante, porque traslada a las víctimas la responsabilidad de su propio problema. Todo lo que sabemos sobre este asunto indica que los ingresos del hogar son el primer determinante a la hora de decidir la composición de la cesta de la compra. En ausencia de alternativas asequibles, las familias están obligadas a recurrir a productos ultraprocesados, renunciar a la fruta y la verdura, e incrementar la carga calórica de sus dietas. La pobreza, además, condena a barrios y escuelas en los que escasean los espacios deportivos y la oportunidad de realizar una actividad física diaria.
Pero el ingreso de las familias constituye solo una parte de la historia. La epidemia del sobrepeso infantil está directamente relacionada con una política agresiva y engañosa por parte de la industria. Durante décadas, algunas de las multinacionales de alimentos y bebidas más importantes del planeta han desarrollado, comercializado y promovido productos dañinos para la salud de los niños. Mientras tanto, gobiernos y autoridades sanitarias fracasaban a la hora de exigir etiquetados veraces, establecer impuestos a las bebidas azucaradas, imponer menús saludables en las escuelas o apuntalar el ingreso de las familias más pobres.
Donde esto se ha hecho, las sociedades han logrado el empujón que necesitaban para revertir el avance del sobrepeso y la obesidad infantil. Sería un sarcasmo cruel que las comunidades que hoy padecen la lacra de la desnutrición saliesen de un agujero alimentario para caer en otro. Además de no pasar hambre, cada niño y cada niña tienen derecho a vivir libres del sobrepeso y la obesidad, y del estigma sanitario y socioeconómico que estas conllevan. La comunidad internacional está obligada a apoyarles estableciendo programas que pongan coto a las compañías e incentiven modelos sanos y nutritivos de comportamiento. Eso también es promover el “sistema alimentario sostenible” al que se ha conjurado la cumbre de la ONU.
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