El capitalismo sin quiebra es como el cristianismo sin infierno. La destrucción creativa que proporciona el verbo quebrar es una de las varitas mágicas del sistema: quiebran los individuos, quiebran las empresas, quiebran hasta los países y de esa manera se supone —se supone— que la economía se regenera, se purifica, expía sus pecados y es capaz de seguir adelante. Esa regla de oro vale para todos los agentes económicos. Con una sonora excepción: los grandes bancos, algo así como el aparato circulatorio de la economía global.
Se cumplen 10 años del peor momento de la Gran Recesión: en la única circunstancia en la que el sistema aplicó de veras su máxima, que cada palo aguante su vela, el Tesoro de Estados Unidos y la Reserva Federal dejaron caer a Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión norteamericano. A partir de ese momento todo pareció posible. La destrucción tuvo muy poco de creativa cuando el miedo se convirtió en pánico y la capacidad autodestructiva de las finanzas sacudió el corazón del sistema, Wall Street, y amenazó con llevárselo todo, absolutamente todo, por delante. El 15-S de 2008 ha sido, poco más o menos, nuestra versión del crack de1929; sus consecuencias siguen con nosotros y, de muchas maneras, marcarán para siempre nuestras vidas.
“Nueva York y el sistema financiero: densidad, inmensidad, complejidad”, escribía este reportero con caligrafía apresurada en un cuaderno recién estrenado el día después del 15-S, en pleno momento Lehman, frente a la sede de ese banco-pesadilla y junto a un fotógrafo de un tabloide que montó guardia durante días para ver si algún banquero acababa tirándose por la ventana. Cada calamidad económica deja una imagen impactante: en 1929 sí saltaron al vacío los ejecutivos desde sus despachos; en esta crisis, en cambio, los banqueros de las entidades quebradas se han llevado suculentas indemnizaciones y el suicidio más sonoro fue muy diferente: el de un pensionista griego abocado a la miseria.
Junto con las imágenes icónicas, cada una de las grandes crisis provocó en su día enormes cambios: la de 1929 y la posterior guerra mundial alumbró el keynesianismo, una fuerte regulación financiera y 30 años gloriosos de fuerte crecimiento; la estanflación de los setenta acabó con Keynes y derivó en la contrarrevolución conservadora. La Gran Recesión puede leerse como un fracaso devastador del libre mercado, y aun así casi nada ha cambiado: Wall Street sigue siendo “densidad, inmensidad, complejidad”, los mismos viejos vicios de la economía siguen vigentes y, en todo caso, la crisis ha sido un extraordinario catalizador para uno de las grandes preocupaciones de estos tiempos, el auge imparable del populismo. Quizá la quiebra, en fin, haya llegado en la aparentemente indestructible democracia liberal, que durante tantas décadas protagonizó un supuesto fin de la historia y pareció inseparable del capitalismo.
Pero que los hechos hablen por sí mismos, que diría el gran Alejandro Bolaños, uno de los más brillantes cronistas de esta crisis: las horas posteriores a la quiebra de Lehman fueron un auténtico caos en el número 745 de la Séptima Avenida, a un paso de Central Park, en pleno Manhattan. “Un revoltijo de limusinas, unidades móviles y guardas de seguridad giran alrededor de decenas ejecutivos recién despedidos”, puede leerse en la citada libreta del estupefacto enviado especial. No había en el mundo banqueros más arrogantes y despiadados que los de Lehman Brothers: de ahí la potencia visual de esas imágenes, esa cola de jóvenes financieros cabizbajos llevándose sus pertenencias en cajas de cartón. Ese 15-S se abrió la caja de Pandora: “Estuvimos extremadamente cerca de un colapso financiero global”, ha escrito Ben Bernanke, expresidente de la Fed (el banco central estadounidense) y una de las personalidades fundamentales en la gestión de aquel caos. La respuesta fue, básicamente, no volver a dejar caer a nadie más: “Si no se afloja la pasta, todo podría irse al infierno”, advirtió el 24 de septiembre, apenas nueve días después, un cariacontecido George W. Bush, supuesto apóstol del libre mercado y a la sazón presidente de los Estados Unidos.
Porque después de Lehman las finanzas volvieron al cristianismo sin infierno: el gigante asegurador American International Group (AIG) fue nacionalizado; Merrill Lynch, el corredor de Bolsa más famoso de EE UU, evitó el colapso vendiéndose a sí mismo a Bank of America (con montones de dinero público, cómo no, de por medio); Goldman Sachs y Morgan Stanley, los supuestos amos del universo, se convirtieron en bancos regulados por la Fed para poder acceder a las garantías públicas; el pánico alcanzó el mercado de fondos monetarios, con una fuga de capitales que precipitó la congelación del mercado interbancario internacional; la caja de ahorros más grande de Estados Unidos, Washington Mutual, y el cuarto banco más grande del país, Wachovia, se estrellaron envueltos en llamas y fueron adquiridos por una miseria por el Estado; el secretario del Tesoro, Hank Paulson se puso –literalmente— de rodillas ante el Congreso para activar un bazuka de 700.000 millones de dólares, al que le siguieron estímulos fiscales y fuertes inyecciones de dinero público en la banca en todo el mundo. Nadie había visto nada parecido. Aquel trimestre del diablo, el último de 2008, estuvo plagado de nacionalizaciones bancarias practicadas en EE UU por un Gobierno (el de Bush) plagado de políticos e ideólogos neocons, enemigos acérrimos de la regulación y de la presencia del sector público en la economía. Lo mismo hizo la Europa de Angela Merkel, que después de salvar a los bancos y tras un breve interludio de keynesianismo decretó recortes y austeridad a una Europa en la que estuvo a punto de reventar el euro tras una gestión de la crisis insuperablemente mediocre. A algunos rincones, como España, la crisis llegó con retraso: la burbuja inmobiliaria explotó a cámara lenta, pero se llevó por delante la mitad del sistema financiero, obligó a pedir un rescate y dejó a la economía española en medio de una crisis oceánica –no solo económica— de la que solo ahora saca la cabeza, y a duras penas.
Los booms especulativos y las crisis han sido recurrentes a lo largo de la historia. En 1630, los comerciantes holandeses presionaron sobre los precios de los tulipanes hasta tal punto que un bulbo llegó a valer tanto como una casa. Un siglo más tarde, la flor y nata de la sociedad inglesa participó en la burbuja de la Compañía de los Mares del Sur (Isaac Newton: “Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente”, afirmó después de perder hasta la camisa). En 1840, la fiebre por los ferrocarriles se apoderó del imaginario público y terminó en una castaña fenomenal; en 1929, la burbuja bursátil y de la tierra acabó en el crack de Wall Street y la Gran Depresión: a las heridas económicas se sumó el ascenso de los extremismos políticos que acabaron en la Segunda Guerra Mundial —y ojo porque algún historiador hace exactamente este paralelismo con la crisis actual, y no sin motivos—. Pero el último episodio es sencillamente brutal: una superburbuja de casi 60 años hinchada a base de crédito, de deuda, en la que cada vez que el sistema financiero se metía en problemas aparecían los bancos centrales con nuevas fórmulas para estimular la economía. Esa superburbuja se le acabó escapando de las manos al sistema cuando las innovaciones financieras –subprime, derivados, CDO, CDS y demás jerga imposible— se complicaron tanto que las autoridades ya no parecían capaces de calcular los riesgos de los propios bancos.
“Que el señor bendiga este puto timo”, decía un correo electrónico de un ejecutivo de Standard & Poor’s destapado en una investigación del Congreso de EE UU para describir esas prácticas. Porque el timo fue colosal: como en una versión moderna de aquel cuento infantil, los grandes bancos se dedicaron a amasar enormes cantidades de paja (préstamos hipotecarios de alto riesgo suscritos por pobres, inmigrantes y desempleados), la tejían en una rueca algorítmica e industrial y acababan convirtiéndola en oro (títulos financieros con la máxima calificación de solvencia), según describe Matt Taibi en Cleptopía. Para ello empleaban una técnica supuestamente prodigiosa denominada titulización, que permitía –y permite: nada ha cambiado— hacerse con hipotecas basura y convertirlas por arte de magia en inversiones aparentemente tan seguras como la deuda de Microsoft o los bonos alemanes, pero más lucrativos que ambos.
Hasta que un día esa magia se esfumó. A partir de septiembre de 2008, todo lo que podía ir mal fue mal porque, al cabo, “el sistema financiero está plagado de dogmas falsos, malentendidos e ideas equivocadas: los mercados, dejados a su aire, no tienden al equilibrio sino a hinchar burbujas”, ha dejado dicho George Soros, unos de los más grandes especuladores de los últimos siglos. “La relación incestuosa entre las autoridades y sus bancos acabó explotando”, apunta Soros en La tormenta financiera. El resultado fue la crisis más grave desde la II Guerra Mundial.
“Cuando pare la música, las cosas se complicarán. Pero mientras la música siga sonando, hay que levantarse y bailar; por ahora, en ello estamos”, decía en julio de 2007 Chuck Prince, el entonces consejero delegado de Citigroup. A mediados de la pasada década, el sistema había creado un intrincado castillo de naipes financiero, una construcción enormemente compleja pero también enormemente frágil. Y la música dejó de sonar de sopetón, por sorpresa, sin que prácticamente ningún economista viera venir el silencio (hasta el punto que se hizo célebre la pregunta de la Reina de Inglaterra a la flor y nata de la profesión: “¿Por qué nadie lo vio venir?”). El despertador no sonó verdaderamente hasta el 9 de agosto de 2007, cuando BNP Paribas, un enorme banco francés, prohibió la retirada de capital de tres de sus fondos que habían invertido en subprime, las hoy día celebérrimas hipotecas basura estadounidenses. Una vez sembrada la duda, el mercado inmobiliario norteamericano inició un desplome a cámara lenta: empezó a bajar la marea, y con ella empezó a verse quién había estado nadando desnudo, según la feliz imagen del inversor Warren Buffett para describir ese lío.
Tras los fondos de BNP, ese rey desnudo resultó ser Bear Stearns, un banco de inversión de EE UU. Los mercados empezaron a oler sangre, a buscar al antílope más lento, y Bear Stearns, empezó a experimentar problemas de liquidez en marzo de aquel fatídico 2008. Lo siguiente fue pura profecía autocumplida: cuando los mercados creen que algo va a suceder, acaba sucediendo indefectiblemente. Bear hizo aguas en apenas unos días. La Reserva Federal buscó un comprador, J.P. Morgan, y accedió a hacerse cargo de casi 30.000 millones en activos tóxicos: un rescate en toda regla que despertó las iras de los ayatolás del riesgo moral. Ese rescate fue tildado de “socialismo” por los republicanos estadounidenses, que ni siquiera imaginaban lo que estaba a punto de llegar. Tras Bear Stearns, el Tesoro tuvo que gastar miles de millones en Fannie Mae y Freddie Mac: “Lo más importante era salvarles el culo”, ha escrito Hank Paulson en sus poéticas memorias. Y, por fin, la siguiente víctima: Lehman. El apocalipsis casis siempre defrauda a sus profetas, pero la lluvia radiactiva provocada por la bancarrota de Lehman fue infinitamente peor de lo que se preveía: tras intentar vender la entidad a un banco coreano y a Bank of America, el Gobierno estadounidense y la cúpula de Lehman iniciaron un interminable romance con el grupo británico Barclays. Al final, esa boda se fue al traste porque el Tesoro estadounidense decidió no acudir al rescate con dinero público: en medio de una crisis, un banco solo suele comprar otro banco si el Gobierno de turno saca la chequera, como los españoles pudieron comprobar con el Popular. En el caso de Lehman, hubieran hecho falta apenas 50.000 o 60.000 millones para evitar la bancarrota, según los cálculos de por aquel entonces de un ejecutivo español de Lehman que después fue ministro y hasta banquero central europeo.
Pero no: no hubo rescate de Lehman. Por el dichoso riesgo moral. Porque se suponía que ese banco estaba menos interconectado al sistema financiero internacional que otras entidades. Y porque seis meses después de Bear también se suponía (el condicional es casi siempre una pulcra maniobra de distracción cuanto se trata de bancos) que los mercados “habían tenido tiempo suficiente para prepararse”, según aseguró Bernanke ante el Congreso de EE UU.
El error de cálculo fue mayúsculo. El mercado se había hecho a la idea de que nadie iba a quebrar: los inversores creían que los Estados no iban a permitirlo. Ese relato se hizo añicos con Lehman Brothers. Pero el citado que cada palo aguante su vela duró apenas unas horas: los rescates volvieron prácticamente de inmediato. Dio igual; para entonces, la confianza ya se había deshecho como un azucarillo. El resto es historia: al margen de las consecuencias en EE UU, la crisis se hizo global con Lehman. El caos no se limitó a Estados Unidos. Al poco llegaron Fortis, Dexia, Hypo, los bancos irlandeses, Islandia entera: los Gobiernos, por necesidad, intervinieron de la única forma posible para minimizar los daños inmediatos garantizando de forma efectiva todo el riesgo. Los más débiles quebraron. En la eurozona, aún hoy mal equipada para las crisis, los socios del euro se vieron obligados a rescatar a media docena de Estados arrastrados por su sistema financiero (salvo en el caso griego, la única crisis fiscal de campeonato que no fue provocada por la banca sino por un déficit jupiterino maquillado durante lustros).
La tormenta perfecta duró hasta bien entrado octubre de 2008: hasta que los ministros de Finanzas del G7 y el G20 formularon un compromiso inequívoco para impedir la quiebra de las instituciones financieras sistémicas. No más Lehmans, fue la consigna: en última instancia, a pesar del triunfo de los apóstoles del libre mercado, solo la intervención decisiva y globalmente coordinada de los Gobiernos y los bancos centrales detuvo el pánico. A pesar de eso, los paradigmas han cambiado poco o nada en las procelosas aguas de la política económica: los sintagmas mágicas preferidos por las autoridades en Europa eran y son austeridad expansiva (sea lo que sea eso) y reformas estructurales. Los estadounidenses leyeron mejor a Keynes y política fiscal y fueron más audaces con la política monetaria. Europa sufrió mucho más: el BCE llegó tarde y Berlín impuso una camisa de fuerza fiscal que ha alargado mucho la crisis.
Tim Geithner, exsecretario del Tesoro de EE UU, apunta en su resumen de la Gran Recesión que la incertidumbre “es el corazón de las crisis financieras”. “Y las crisis no acaban sin los Gobiernos asumiendo los riesgos que los inversores privados no quieren, sacando la catástrofe de encima de la mesa”. Las crisis financieras son crisis de confianza cuando un país no puede pagar su deuda o un banco no puede devolver los depósitos en ventanilla. “Cuando el miedo se convierte en pánico, se acabó”, sostiene Geithner; “la única solución, en esos casos, es que el sector público asuma riesgos”. Y eso es lo que hicieron los Gobiernos (en el G20) y los bancos centrales, especialmente en EE UU.
Estados Unidos aplicó la doctrina Geithner del anterior párrafo. Pero pese a ese activismo la Gran Recesión se convirtió en un trasunto de La Metamorfosis de Kafka. Fue una crisis de mil caras: financiera, económica, social, de deuda, estadounidense, europea, de empleo, política, migratoria, de todo tipo. Para detenerla, los líderes mundiales prometieron poco menos que una refundación del capitalismo; la prioridad era embridar el sistema financiero. Y en este punto es casi obligado acordarse de Philip Marlowe, el famoso detective de las novelas de Raymond Chandler que, tras flirtear con una bellísima mujer, llega a un punto en el que se dice a sí mismo: “El siguiente paso estaba cantado, así que no lo di”. No hubo tal refundación: “El sistema financiero actual es tan peligroso y frágil como el que llevó a la crisis”, asegura Martin Hellwig, del Max Planck Institute. Rilke admiraba la sutileza del mar, capaz de crear continentes retirándose. Pero la banca no sabe retirarse, y ni los Gobiernos ni los supervisores ni los reguladores han conseguido que esa retirada se produzca. “Todo el edificio intelectual” del libre mercado, las expectativas racionales y los mercados perfectos “se hundió”, reconoció en su día Alan Greenspan, el todopoderoso expresidente de la Fed.
Y nadie supo ponerle el cascabel al gato: el lobby financiero (con 2.000 expertos en Washington y casi 1.500 en Bruselas, nada menos) ha impedido reformar de veras las finanzas. Los rescates eran la estrategia correcta a corto plazo y la estrategia equivocada a largo plazo: Estados Unidos y Europa han intentado reforzar los colchones de liquidez y capital, y han tratado de que la banca pague por sus desmanes, pero el resultado final es limitado; desesperanzador. No ha habido auténtica reforma: “El siguiente paso estaba cantado, así que no lo di”, que decía Marlowe.
Lehman, un suministrador de servicios financieros innecesarios mal gestionado, representa el tipo de negocio que debería fracasar en una economía de mercado que funcione bien, pero Lehman puede volver a suceder: “La banca internacional está insuficientemente capitalizada y excesivamente endeudada. Los banqueros siguen cobrando bonus enormes e injustificados. Los bancos centrales les siguen otorgando grandes sumas de dinero a bajos tipos de interés. El contribuyente sigue siendo el accionista de último recurso de los bancos”, denuncia John Kay en El dinero de los demás, un libro imprescindible en el que justifica “la ira ciudadana contra los banqueros y los políticos que les han protegido” y vaticina “otra gran crisis financiera, porque nada ha cambiado”.
Y así es: nada (o poco) ha cambiado. Los grandes expertos de estos tiempos en los que los economistas son tan necesarios –porque, según Raj Patel, la Gran Recesión “ha sido la forma de enseñarle al mundo un poco de economía”, pero el mundo tampoco parece haber aprendido demasiado—sostienen que Lehman fue “más una tragedia que una metedura de pata”, apunta Martin Wolf en La gran crisis. El modelo de negocio de Lehman era exactamente igual que el de la gran banca actual: emplear tan pocos recursos propios como se pueda; invertir en activos de alto riesgo; prometer una alta rentabilidad sobre recursos propios no ajustada al riesgo; vincular los salarios a los beneficios a corto plazo; asegurarse de que el contribuyente pagará la cuenta en caso de catástrofe; enriquecerse rápidamente y todo lo que se pueda. Ese es el maravilloso negocio de los banqueros.
La solución parece clara: más capital y recursos propios, más liquidez, más control de riesgos, más supervisión, mejor regulación. Los economistas coinciden al respecto. Pero no hay forma de ponerle el dichoso cascabel al gato: “La capacidad del sistema financiero para generar complejidad y fragilidad sobrepasa cualquier extremo en cuanto a su alcance, escala y velocidad. Las explosiones y burbujas son formidables en los buenos tiempos (excesiva confianza, que termina en créditos y deudas abultadísimos junto a comportamientos turbios o abiertamente ilegales) e implosiones en los malos (pánicos, hundimientos del crédito, búsquedas de cabezas de turco). No creo que haya peligro inminente, pero me siento incómodo: la regulación financiera no se ha reforzado lo suficiente y la próxima crisis está esperando, inquietante, en algún lugar”, advierte Paul De Grauwe, de la London School.
Charles Wyplosz, del Graduate Institute, avisa de que “los bancos, grandes y pequeños, deberían poder quebrar, y sin embargo la mejoría de la regulación no ha impedido que los bancos sigan metiéndose en líos hasta extremos insospechados y que los supervisores no sepan qué hacer”. Jean Pisani-Ferry, exasesor de Emmanuel Macron, cree que Lehman “ha permitido mejorar las reglas más de lo que parece”, pero aun así advierte de que “la increíble expansión del sistema financiero no ha sido domesticada, la banca sigue atrayendo demasiados recursos y ofreciendo sueldos ridículamente elevados, y para más inri hay señales más que preocupantes y nadie se da por aludido”.
Algunos de los grandes villanos de estas crisis fueron los máximos responsables de los bancos involucrados. James Cayne, de Bear Stearns, era “un ejecutivo indolente y fumador de marihuana que prestaba más atención al bridge que a su banco” (Y la música paró, genial libro de Alan Blinder, de Princeton). Y Dick Fuld, el máximo responsable de Lehman, era “un hombre intensamente competitivo y enjuto, con ojos hundidos y temperamento inestable” (El valor de actuar, de Bernanke). “Me despierto cada noche pensado en qué podría haber hecho diferente. ¿Qué podría haber hecho, qué podría haber dicho? Me he buscado a mí mismo cada noche: miro atrás en el tiempo, pero pienso que tomé cada una de esas decisiones con la información que tenía”, dijo Fuld en su lacrimógeno testimonio ante el Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, el 6 de octubre de 2008.
Este humilde redactor retrató a Fuld como un tipo “arrogante, estúpido y mentecato” en otra de sus libretas, esta vez en uno de los aquelarres previos a la crisis en Davos. Fuld rompió hace poco un silencio que ha durado años y, en una conferencia en Manhattan, explicó la economía no funciona tan bien como los mercados (con Wall Street, de nuevo, en máximos históricos) parecen sugerir. En ese discurso ante centenares de banqueros, Fuld no entonó el más mínimo mea culpa; al contrario, vino a decir que Lehman podía haberse salvado con un poco de colaboración por parte de las autoridades. Pero dejó un aviso a navegantes: “Sé que nadie quiere escuchar esto y menos aún si yo lo digo, pero los ricos se están haciendo cada vez más ricos y, de nuevo, el corazón de la economía está enfermando. Soy un capitalista incondicional, pero seamos justos: el capitalismo solo funciona si la riqueza se crea en la parte superior y después se va filtrando hacia abajo. Si la riqueza no baja, habrá problemas”. No, no es Karl Marx. Ni siquiera Thomas Piketty. Es Dick Fuld, apodado El Gorila, el tipo que cuando llevó a la quiebra a Lehman Brothers ganaba 17.000 dólares a la hora. Sí, el capitalismo sin quiebra es como el cristianismo sin infierno; pero esa frase no vale para gente como Fuld.
Por tipos como Fuld, en algún momento de aquel otoño de hace 10 años la civilización pareció haber llegado a su fin, una vez más. Pero siempre nos quedará Paul Auster: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, pero no se acabó”.
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