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Los ricos que no veían a los pobres


Este pasado miércoles el consejero y portavoz del Gobierno del PP en la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio, generó una ola de indignación moral por unas declaraciones burlonas en las que respondía a un informe de Cáritas sobre el incremento de la pobreza y la desigualdad. Según la ONG de la Iglesia Católica, un 22% de madrileños, un millón y medio de personas, se encuentran en situación de exclusión social. Son 370.000 más que antes de la pandemia, que ha agrandado la desigualdad en Madrid. Una de cada seis familias estaría en situación de pobreza severa tras pagar los gastos de la casa. Preguntado por estos datos, el portavoz del Gobierno de Ayuso tuvo a bien bromear con sorna sobre estos datos: “¿Pues dónde estarán?”, dijo mientras miraba teatralmente a los lados y detrás suyo.

He vuelto a ver el vídeo para escribir este artículo y la escena es moralmente repugnante. Refleja, por una parte, una soberbia y una desfachatez propia de una derecha envalentonada y a la ofensiva en una agresiva guerra de valores. No en vano, lejos de rectificar o pedir disculpas, el PP ha salido en tromba a criticar a la oposición y a matar al mensajero con la cantinela habitual: si la desigualdad la denuncia alguien que es pobre es resentimiento, si la denuncia cualquiera que no lo sea, es hipocresía. Así intentan bloquear cualquier denuncia.

Sin embargo, estas declaraciones contienen una parte de verdad, que es aún más preocupante. Es más que probable que el señor Ossorio crea de buena fe que los datos de Cáritas no son ciertos, que son una exageración porque él, efectivamente, no ve pobres. Y no los ve porque el modelo social está diseñado precisamente para que los privilegiados no vean a los empobrecidos. De hecho, para que no vean a casi nadie más que a sí mismos y de esta manera acaben confundiendo su forma de vida con la de todo el mundo y sus intereses con los del conjunto social. Ese modelo es cada vez más incompatible con la democracia, que exige poder tener miradas y sensibilidades compartidas.

En el año 2016 los catedráticos Antonio Ariño y Joan Romero publicaron un libro llamado La secesión de los ricos en el que continuaban una saga internacional de literatura científica y analizaban para el caso español un fenómeno global: los más ricos se están independizando de sus sociedades, dan por amortizado el viejo contrato social y dedican inmensos esfuerzos a apartarse del resto de sus conciudadanos. Se mudan a urbanizaciones cerradas o vecindarios segregados, llevan a sus hijos a colegios privados donde todos comparten el mismo estatus y tienen bajísimas posibilidades de mezclarse con gente distinta, frecuentan lugares y círculos fuertemente endogámicos, se desplazan siempre en vehículo privado, tienen seguros privados que les eviten siempre que sea posible los servicios públicos, buscan regirse siempre que sea posible por normas propias, hacer valer conexiones privadas al alcance de pocos. Los más ricos están en un proceso de segregación voluntaria, que tiene expresiones jurídicas, urbanísticas, geográficas, culturales y sociales. Así, no es extraño que no vean a los pobres. El modelo está hecho para que al final del día, después de toda la retórica sobre la igualdad de oportunidades, no tengan que convivir con el reverso de sus privilegios.

Esta secesión de los ricos es una huida hacia delante, cada vez más insuficiente y por ello cada vez más agresiva, de las consecuencias de la ruptura de la sociedad. Ese proceso, que llamamos neoliberalismo, consiste en la demolición de los vínculos sociales y los lazos comunitarios, en el urbanismo de la dispersión y el aislamiento, en la política de manos libres y plena deferencia con los de arriba al tiempo que máximo rigor y dureza con los de abajo, en la destrucción de todos los contrapesos sociales que mantenían un cierto equilibrio social (del derecho laboral a la fiscalidad redistributiva pasando por los servicios públicos), en la ridiculización de cualquier valor de trascendencia y solidaridad, y su sustitución por un individualismo solitario, asustado y en permanente frustración. Este modelo no solo funciona en la Comunidad de Madrid, pero aquí ha encontrado primero un laboratorio y después una fortaleza respaldada por toda una arquitectura institucional, entramado civil y sustento en la geografía política y económica del Estado español.

Perdemos demasiado tiempo hablando sobre la polarización política cuando la verdadera amenaza para nuestras ya endebles democracias es la polarización social: la ruptura de la sociedad en fragmentos cada vez más incomunicados y desconfiados entre sí. Algunos teóricos hablan de un escenario de los “tres tercios”, en los que un tercio privilegiado conduce de acuerdo con sus intereses cada vez más segregados, otro tercio sobrevive con admiración a los primeros y miedo constante de descender en la escala, y el último está tan cansado, tan agobiado, tan golpeado y tan desmoralizado que participa cada vez menos en política y, por tanto, es cada vez más invisible. Sea como fuere, es evidente que en nuestras sociedades se ha deshecho el pegamento social que permitía la mezcla, la empatía y la articulación de la voluntad general, sustituidos hoy por el recelo para con el otro y el cinismo. La democracia necesita, además de reglas del juego e instituciones, de un terreno común, afectivo y social, de valores e incluso físico, para que emerja el demos. Lugares, derechos, hábitos y expectativas compartidas. Sin eso, disuelto el pegamento social y fragmentadas las poblaciones por la brutal desigualdad, es normal que no se den las condiciones para un debate sosegado o para los grandes acuerdos.

Los periodistas y tertulianos que le dan vueltas y vueltas a la polarización política deberían prestarle menos atención a las formas de los políticos ―algunas ciertamente mejorables― y mirar más a las causas que han roto nuestras sociedades y nos han hecho cada vez más difícil imaginar juntos justo cuando más falta nos hace, cuando hemos comprobado que los grandes desafíos del futuro ―la pandemia, las guerras, la crisis energética y el cambio climático, la robotización o el envejecimiento de la población― nos exigen de comunidades más densas, sociedades más articuladas y estados más fuertes y eficaces para planificar juntos el futuro en lugar de limitarnos a padecerlo.

Para revertir esta situación, las fuerzas de izquierda tienen que ir más allá de sí mismas y fijarse como objetivo estratégico la reconstrucción de la sociedad. De nada sirve ganar elecciones si por debajo el terreno social se descompone más y más, haciéndose cada vez más árido para los valores igualitaristas y más fértil para los reaccionarios: sería ganar retrocediendo. El combate democrático debe, por tanto, fijarse un objetivo, que se puede concretar desde las más sencillas infraestructuras de barrio hasta las más complejas políticas económicas, del derecho laboral a la regulación energética, de los servicios públicos a la política cultural: que cada gobierno o fuerza política que pase, cada experiencia progresista y democrática, deje un poco más de lazos sociales, de libertades compartidas, de derechos desmercantilizados, de hábitos y lugares y prácticas de encuentro y de comunidad. Esa es la guerra de posiciones de nuestro tiempo, por la reconstrucción social, para que la democracia sea posible.

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