Por la calle Tolmachov, en Yekaterimburgo, se llega al lugar donde en julio de 1918 fueron asesinados el zar, su familia y su séquito. En el escenario de la matanza, la casa del ingeniero Nikolái Ipátiev, se alza hoy la catedral dela Sangre Derramada, de estilo bizantino, inaugurada en 2003. Los jerarcas ortodoxos no veían bien que la catedral que da acceso al templo llevara el nombre de un líder bolchevique de los Urales, pero los vecinos, consulados por el Ayuntamiento en 2016, se negaron a cambiarlo. Así que, en una solución salomónica, la calle se dividió en dos, el primer tramo, habitado, mantiene el nombre de Tolmachov, y el segundo, flanqueado por la catedral y el obispado, pasó a llamarse Imperial. En la toponimia urbana, la iglesia está cercada por un entorno hostil, entre la calle Lenin, la calle Proletaria y la calle Dzherzhinski”, dedicada al fundador de la policía política precursora del KGB.
La familia real, incluidos el heredero, el zarevich Alexéi y sus cuatro hermanas, fue trasladada a Yekaterimburgo en mayo de 1918 y encerrada en la casa requisada al ingeniero Ipátiev. No se conserva una orden directa de los líderes comunistas, pero los historiadores creen que Lenin y Yakov Svérdlovsk dieron carta blanca al sóviet de los Urales para desembarazarse de los Románov. Los bolcheviques devolvieron las llaves de su hogar al ingeniero para que viera que no faltaba nada, pero Ipátiev no volvió a residir en aquel sangriento lugar. Pocos días después los blancos entraron en Yekaterinburgo. Su intención no era salvar al zar, como sostuvola URSS para justificar el asesinato de Nicolás, sino instaurar el gobierno provisional. El Gobierno comunista negó durante años que también la familia real, menores incluidos, hubieran perecido junto con Nicolás. Los cadáveres fueron lanzados primero a una mina y posteriormente enterrados. Frente a la basílica dela Sangre Derramada, unas gigantescas fotos recuerdan a los Románov, que en una exposición en el contiguo edificio del obispado son presentados como personajes etéreos, irreales, como uno puede imaginarse a los santos. En 1917,la Iglesia ortodoxa rusa, ahora tan monárquica, apoyó al gobierno provisional que la liberó de las servidumbres que el zarismo, celoso de su poder, había impuesto a la principal confesión religiosa de Rusia.
En 1977, la casa de Ipátiev, por entonces un archivo, fue derribada, a instancias del jefe del KGB, Yuri Andrópov, que temía que pudiera convertirse en lugar de peregrinación. El encargado de demolerla fue Borís Yeltsin, futuro presidente de Rusia, que lideraba la organización comunista local. Los ciudadanos, incluido el director del museo regional y funcionarios del KGB, se afanaron por recoger pedazos de ladrillos, hierros y maderas entre los escombros del edificio y los guardaron como reliquias.
El museo regional de Yekaterimburgo conserva las rejas que cubrían la chimenea y la ventana del espacio donde la familia real y su sequito fueron acribillados. El museo tiene también un revólver Mauser empleado en el exterminio, regalo de uno de los verdugos que, al jubilarse, fue contratado como guía del primer museo abierto en el lugar del crimen. Los supervisores locales de la operación, hicieron carrera, pero en su mayoría acabaron sucumbiendo ellos mismos a la represión. “Los verdugos se convirtieron en víctimas”, afirma nuestro guía mientras recorremos la sala dedicada a los Románov, instalada, ironías de la Rusia actual, en el palacio de Cultura Dzherzhinski, una magnífica obra del constructivismo de los años veinte que fue club de los miembros de la Checa, antecesora del KGB y encargada de liquidar al zar.
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