A la puerta de la iglesia, sobre los adoquines, hay varios hombres postrados. Sus torsos desnudos son huesudos y esqueléticos, tienen el vientre hundido hasta casi parecer transparente, el rostro cubierto con prendas sucias, los pies de uno de ellos, retorcidos, parecen muñones al final de dos juncos, con los dedos crispados por los calambres. No hablan. Solo respiran postrados sobre unas mantas. Apenas les quedan energías porque llevan ya 47 días de huelga de hambre. Unos voluntarios les dan la mano; acaba de llegar también una ambulancia y los sanitarios levantan a pulso a uno de ellos y se lo llevan en camilla. Al final de la tarde serán unas 20 ambulancias las que hayan pasado por esta iglesia de San Juan Bautista en el Beguinaje de Bruselas, en cuyo interior se hacinan 257 personas en la misma situación, al límite y a punto de llegar a un punto de no retorno.
-¿No tiene miedo?
-Lo que me asusta es que me devuelvan a mi país de origen.
Mohamed, que tiene 27 años y no quiere dar su apellido, es uno de los huelguistas. Muestra ya la lengua amarilla por el principio de anemia. Sigue moviéndose con dinamismo, va de un lado a otro ayudando a sus compañeros, porque tiene experiencia: ha trabajado durante años en una residencia de ancianos en Bruselas. “Con contrato”, dice este marroquí. Eso fue antes de que expirara su permiso de residencia. En un momento dado pide sentarse porque, aunque no lo parezca, las fuerzas le flaquean. Da un sorbo a una infusión. Le cuesta hablar, añade, empieza a tener problemas para concentrarse. Explica que todos protestan porque son extranjeros, llegaron a Bélgica hace años, algunos incluso más de 20, pero siguen sin existir para este país que acoge los flamantes edificios de las instituciones europeas.
Más información
No solo están ellos, hay unas 470 personas encerradas en tres puntos de la ciudad. Arrancaron su protesta el 30 de enero, ocupando esta iglesia y también dos locales universitarios (uno en la Universidad Libre de Bruselas, la ULB, y otro en su homónima flamenca, la VUB). Todos son trabajadores, la mayoría en torno a los 30 o 40 años, personas que se ven obligadas a buscar empleos en negro, y sobre cuyas cabezas siempre sobrevuela la expulsión. “No queremos nada, solo nuestros papeles para poder trabajar legalmente”, dice Tarek, otro de los huelguistas.
Reclaman un cambio legislativo que les permita atenerse a un proceso fiable para solicitar la residencia en el país. También exigen su regularización. Su situación, tras meses de pandemia, se volvió desesperada. Ante la falta de respuesta del Gobierno comenzaron una huelga de hambre el 23 de mayo. Hace unos días un pequeño grupo de ellos llegó a coserse la boca (aunque acabaron por cortar los hilos).
“Son personas que contribuyen a la economía belga”, explica a la puerta de la iglesia Olivier de Schutter, Relator Especial de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, que ha venido este jueves de visita. “Forman parte de esta sociedad, pero se encuentran en una especie de vacío legal y administrativo que les expone a todo tipo de explotaciones. No tienen una situación administrativa reconocida y hacemos como si no existieran”, añade.
El belga De Schutter, catedrático de Derecho en la Universidad Católica de Lovaina, explica que la actual Ley de extranjería, de 1980, contempla la posibilidad de regularizar excepcionalmente inmigrantes, pero a través de un enunciado tan vago que “deja el campo abierto a la arbitrariedad y la imprevisibilidad”. Los retrasos en la respuesta a las solicitudes de regularización, añade, “son completamente desorbitados”. Habla de “cinco o seis años en los que la gente está sin ningún tipo de protección legal”.
El Gobierno federal se ha mostrado reacio a negociar con los huelguistas. El secretario de Estado de Asilo e Inmigración, Sammy Mahdi, del partido democristiano flamenco, ha precisado este viernes en una entrevista radiofónica que la postura del Ejecutivo de coalición no ha cambiado. “No habrá regularización masiva”, ha dicho. “No sirve de nada continuar con la huelga. Nadie debería darles falsas esperanzas”.
La situación es un reflejo de la tendencia al endurecimiento de las condiciones para inmigrantes y refugiados en varios rincones de Europa. A principios de junio, Dinamarca aprobó una polémica ley que prevé abrir centros para solicitantes de asilo en países fuera de la UE. En marzo, consumado ya el Brexit, Reino Unido presentó un plan para retener a quienes pidan refugio indefinidamente en “centros de recepción”, sin acceso a ayudas oficiales.
El eurodiputado español Miguel Urbán, del grupo de la izquierda, ha acudido este jueves a la concentración de apoyo convocada frente a la iglesia de los huelguistas. Denuncia que el nuevo pacto de inmigración y asilo que lanzó la Comisión Europea en 2020 y ahora negocia con los Estados miembro tampoco parece aportar soluciones. “Lo que favorece no es tanto un mecanismo de regularización para que las personas que ya están aquí puedan salir de la clandestinidad, sino que lo que pide es expulsarlos”.
En Bélgica, un país de 11 millones de habitantes, viven 150.000 inmigrantes indocumentados, según datos del relator de la ONU en una carta blanca publicada en La Libre Belgique. Se trata de un problema crónico: estas personas han pasado de media 7 años en el país y el 75% lleva al menos cinco años residiendo en él. De Schutter considera “interesante” crear un mecanismo diferente a la actual revisión de dosieres por parte de la Oficina de extranjería, que pueda evaluar unos criterios de regularización definidos objetivamente, como sucede en otros países (en España, por ejemplo, con el arraigo social). También reclama un permiso de residencia provisional para que estas personas “puedan trabajar legalmente, pagar impuestos, contribuir a la seguridad social, utilizar los servicios públicos sin temor a ser deportados a su país de origen”, mientras esperan su regularización, subraya frente a la iglesia.
A su espalda, el portón está abierto. En el interior del templo hay un ambiente espeso, se ven flotar las partículas filtradas por la luz, huele a humanidad densa y cargada. En el crucero cuelga un enorme cartel: “Sans papiers lives matters” (La vida de los sin papeles importa), un eslogan que estos “sin papeles” han tomado del movimiento antirracista de Estados Unidos. Las naves laterales están repletas de personas casi inertes, que tosen y hablan en susurros. Son decenas de ellas, abren levemente los ojillos cuando uno pasa a su lado. Algunos han colocado junto a su cama su profesión: “Soy jefe de cocina”, “soy camionero”, “soy limpiador”. Estos invisibles a ojos de las instituciones belgas se mueven como espectros en el interior de la iglesia: los que pueden cojean de camino al baño, a otros los llevan en brazos. La mayoría son hombres, pero hay entre los huelguistas unas 60 mujeres.
“Entramos en zona crítica”, según el doctor Alain Devaux, de la ONG Médicos del Mundo, que atiende a los sin papeles. Tras usar todas las reservas de grasas, describe, el cuerpo comienza a destruir proteínas y entonces “se produce una destrucción irreversible de órganos como el corazón, los riñones y el cerebro”. Según sus cálculos, la próxima semana llegarán a un punto de riesgo vital. “Si van más lejos, habrá muertos”, dice junto a la iglesia, adonde se ha acercado también para unirse a la concentración, aunque ha acabado echando una mano a dos de los huelguistas a los que han venido a recoger unas ambulancias. Mientras habla, los sanitarios levantan a los desfallecidos y los introducen en el vehículo de emergencias para trasladarlos al hospital.
Source link