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No sabía yo que los suecos podían ser tan graciosos. Reconozco que tenía muchos prejuicios cuando tropecé en Filmin con Una conspiración sueca. Pulsé el play con desgana y escepticismo, no solo por mis prejuicios imperdonables hacia el humor escandinavo, sino porque los nórdicos (y meto en el saco a noruegos, daneses, finlandeses y hasta islandeses) se han ganado una reputación bien seriota. Hasta ahora, lo más divertido que habían aportado al acervo europeo eran los nombres de los muebles de Ikea. Desde August Strindberg y Henrik Ibsen hasta Borgen, pasando por Sibelius, Ingmar Bergman, el death metal, los detectives melancólicos de Henning Mankell o la introspección estirada de Karl Ove Knausgård, la cultura nórdica se ha esforzado mucho más en deprimirnos que en hacernos reír.
Mi suspicacia tenía, pues, sus razones históricas, pero se deshizo a los 10 minutos. Una conspiración sueca es una comedia maravillosa con mucho más fondo del que presume. Cuenta las aventuras de George English, un cineasta fracasado norteamericano que debe dinero al fisco sueco y pretende saldar sus deudas resolviendo el asesinato de Olof Palme, por el que se ofrece una recompensa.
English junta a una pandilla basurilla de obsesionados con las teorías conspiranoicas sobre Palme, muy parecidas a las de otros magnicidios. Un amigo periodista le advierte de que el caso Palme acaba con quien lo investiga: un prestigioso colega de su periódico acabó arrancándose los dientes con unos alicates y bebiéndose su orina. La forma en que la serie desdramatiza un tabú nacional es ejemplar y más propia de una sociedad abierta y libre que sabe tomarse a sí misma a pitorreo que de esa Escandinavia grave y acongojada por el racismo y la violencia que gustan pintar sus artistas más solemnes. Yo ya no voy a ver Suecia con los ojos de la Muerte de Bergman nunca más.
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