El cineasta Jayro Bustamante se posicionó este viernes entre los favoritos al Oso de Oro con Ixcanul, aplaudido relato sobre una familia de mayas cakchiquel que vive aislada junto a un volcán guatemalteco, donde cualquier síntoma de modernidad brilla por su ausencia. No hay electricidad, ni agua corriente, ni tampoco un destino que no implique trabajar la tierra, sacrificar al ganado y plegarse ante dioses protectores y supersticiones diversas. En el centro de ese paisaje, Bustamante coloca a María, una adolescente enfrentada al paso a la edad adulta, que se manifestará abruptamente en forma de embarazo no deseado. La posibilidad de evadirse junto a un cortador de café que planea escapar a Estados Unidos –allá donde los autóctonos “tienen grandes casas con jardín y la fruta se vende pelada”– se desmorona cuando él decide emprender el viaje en solitario. Tras ser atacada por una serpiente, la modernidad con la que fantaseaba le acabará salvando la vida, aunque tenga que pagar un precio bastante elevado por los servicios prestados.
En el trabajo de Bustamante, debutante guatemalteco de 37 años formado en Francia, destaca una mirada atinada, comedida y sensible, de la que se sirve para describir una realidad infrarrepresentada en el cine sin recurrir al folklore de colores vistosos o la antropología a precio de saldo. El resultado hechizó ayer en Berlín, aunque tal vez más por el exotismo de su propuesta que por cualidades intrínsecas a la película, no desprovista de defectos que, tal vez, saltarían más a la vista en un entorno menos desconocido. Por ejemplo, una puesta en escena ocasionalmente torpe y un control desigual del tiempo narrativo y de la intensidad dramática. Se agradece que el director evite sublimar ese paisaje que da título a la película (ixcanul significa “volcán” en lengua cakchiquel). Pero una cosa es no hacer paisajismo gratuito en las laderas del volcán Pacaya, donde se instaló durante tres meses para rodar la película, y otra muy distinta es desaprovechar completamente el pathos geológico que este le hubiera proporcionado. No hubiera resultado improcedente en un filme fundamentado en el vínculo entre el volcán y su protagonista.
El director afirmó que el proyecto no responde a un deseo de paliar la exigua representación de los pueblos indígenas en el cine y los demás medios de masas (a día de hoy, se cuentan cuatro filmes rodados en lenguas mayas). Bustamante respondió que su voluntad no fue política. “Fue algo que me pregunté cuando la película ya estaba terminada. Nunca fue mi intención inicial. Cuando empecé a escribirla, lo hice solo para contar la historia de esa mujer. No pensé en el tema indígena, sino en el humano”, afirmó el director. “Una vez terminada, si el elemento indígena resulta importante y puede servir para abrir puertas, sí levantaré esa bandera”. Pese a su ardor intermitente, Ixcanul revela a un director al que no habrá que perder de vista, a la espera de una erupción más arrebatadora.
La otra película presentada en competición, Journal d’une femme de chambre, fue recibida con la mayor indiferencia. El veterano Benoît Jacquot adapta el célebre Diario de una camarera, novela que Octave Mirbeau firmó en 1900, llevada anteriormente al cine por maestros como Renoir y Buñuel. El cineasta francés se sirve de la historia de Célestine, sirvienta de carácter indócil y errática trayectoria, para retratar una vez más la atrocidad de las diferencias de clase, un tema que Jacquot ya inspeccionó, tal vez con mayor precisión, en Adiós a la reina, que inauguró la Berlinale de 2012, con la misma carencia de aplausos que ayer. A través de una historia distinta, ambientada más de un siglo después, Jacquot vuelve a describir la interiorización de la dominación y el despertar de la conciencia política de los subyugados. Además, libra un cruel e hilarante retrato de esa ridícula burguesía de provincias (que ya atacaba en su anterior película, Trois coeurs), a la que presenta como miserable, caprichosa y reprimida.
No deja de tener su gracia descubrir a Léa Seydoux, cualificada de “actriz burguesa” por Abdellatif Kechiche y heredera de una gran dinastía industrial francesa, metiéndose en la piel de esa criada. Pese a las diferencias en sus respectivas biografías, el papel le va como anillo al dedo, hasta el punto que cuesta visualizar a una Célestine desprovista de la insolencia, la picardía y el erotismo que encierra la mirada de la actriz, nueva estrella del cine francés desde el éxito de La vida de Adèle. Seydoux no acudió ayer al festival: se encontraba retenida en Londres, donde rueda la nueva entrega de la saga James Bond.
El director hace gala de una puesta en escena deliciosa e irreprochable, en un relato alterado por varios flashbacks y breves ensoñaciones, con los que descubrimos la vida interior de la protagonista. Si la historia pierde fuelle en un tramo final algo plúmbeo, es solo por su conocido (o previsible) desenlace, que nos habla de un tiempo pasado que no resulta tan alejado del actual. En él, ya predomina la desigualdad social, laboral y de género. E incluso el antisemitismo: la novela fue escrita en pleno caso Dreyfus. “Para mí, es una historia que sucede en un momento preciso, que he intentado evocar de la forma más precisa posible, pero con una idea en la cabeza: debía producir un eco en lo que conocemos hoy”, dijo ayer Jacquot. “Para mí, las relaciones laborales, sexuales e ideológicas que vivimos hoy se originan en ese momento, justo antes de la Primera Guerra Mundial. El antisemitismo moderno fue inventado en Francia durante el caso Dreyfus. Me interesaba hacer una película donde el contexto de esos años evocara lo que conocemos y vivimos hoy. No es en absoluto una película de anticuario donde hablo de un mundo que ha desaparecido. Se trata de nuestro mundo en su estado primerizo”. Por desgracia, la Berlinale no reaccionó ayer con ningún entusiasmo ante su propuesta, confundiendo la sobriedad, la inteligencia y el rigor con la más pura mediocridad.
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