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Los últimos masáis nómadas viajan en autobús, venden sandalias y usan pasaporte


Paul Sironka camina tantos kilómetros como sus ancestros, pastores seminómadas que deambularon sin descanso por los pastizales del este de África. Sin embargo, en vez de recorrer sabanas interminables, este hombre de 33 años arrastra sus pies por ciudades bulliciosas. Los objetos que transporta también son distintos a los de sus abuelos. Sironka ha cambiado las lanzas con las que sus antepasados se protegían de los ataques de los animales por una especie de percha alargada de donde cuelgan decenas de chanclas.

Armados con sandalias desgastadas en sus pies e imaginación para sacar el máximo partido de sus beneficios escasos, centenares de masái recorren las urbes del este de África para vender a otros transeúntes chanclas o medicinas tradicionales. Sironka es uno de ellos. Nació en el norte de Tanzania, cerca de la zona de conservación del Ngorongoro, el territorio de un sinfín de animales salvajes, pero ahora sortea las motocicletas y las furgonetas de tránsito de pasajeros que abarrotan las carreteras de Kampala, la capital ugandesa.

Los medios de subsistencia tradicionales de los masáis, uno de los pueblos más icónicos del este de África, podrían desaparecer. Su mundo está esfumándose. Las llanuras por las que esos pastores nomadeaban antes de la llegada de los colonos europeos ahora están repletas de barreras: se han transformado en espacios naturales protegidos donde, en muchas ocasiones, los rebaños de animales domésticos no tienen permiso para entrar. Además, debido a la extensión de los asentamientos humanos y los cultivos, el terreno disponible para las vacas de los masáis es cada vez más pequeño. El crecimiento demográfico, imparable en Tanzania –desde 10 millones de personas en 1960 hasta 58 millones en 2019–, también se ha convertido en otro obstáculo para los pastores seminómadas.

Las sandalias y las medicinas que Paul Sironka y Tom Laissa intentan vender en Uganda.Pablo Moraga

Sironka ha sido testigo de esta transformación de las tradiciones y medios de subsistencia de los masáis. Mientras que sus abuelos tenían centenares de vacas, ahora mismo es raro encontrar rebaños numerosos. Los beneficios no son tan cuantiosos como en el pasado. Una serie de estudios describió con números esta crisis: los masáis necesitan 1.350 kilos de ganado por persona para subsistir únicamente del pastoreo, pero en 2002 disponían de 500 kilogramos de ganado por persona en los alrededores de la reserva nacional del Masái Mara (Kenia). Por eso, poco tiempo después de cumplir 18 años, Sironka decidió compaginar el pastoreo con otros trabajos: se lanzó a las carreteras y caminos del este de África.

Una batalla antigua

Las únicas ropas de Sironka son unas mantas de cuadros que recubren su cuerpo. Para Sironka, la elección de esas prendas no es únicamente una cuestión de comodidad, sino también una manera de recordar e incluso presumir de su identidad a miles de kilómetros de su hogar natal. Los masáis visten de una manera parecida desde hace varios siglos, aunque normalmente confeccionaban esas ropas con pieles de animales domésticos. A mediados del siglo XIX, decenas de buscavidas que se internaron en el interior de África en busca de esclavos, marfil, territorios que conquistar para sus países o aventuras con los que inscribir sus nombres en los libros de historia, introdujeron por primera vez las mantas de lana y algodón en esta región: solían intercambiarlas por información geográfica o todo tipo de productos valiosos. Esta indumentaria enseguida se convirtió en un sustituto práctico de las prendas anteriores, más pesadas e incómodas.

En las calles rebosantes de Kampala, donde todos los transeúntes visten ropas occidentales, las mantas masáis son un símbolo de un pueblo que, a pesar de haber soportado un sinnúmero de embestidas, está orgulloso de su identidad.

“Al principio, mis abuelos no querían que me separase de mis vacas”, dice Sironka. “Pero ahora comprenden que necesito viajar y trabajar. Según ellos, me aceptarán siempre que regrese a mi pueblo a menudo, para que no olvide mi cultura”.

El pueblo masái aún mantiene numerosos detalles culturales propios. Para protegerlos, no ha seguido un camino sencillo. Los masáis han luchado una batalla tan antigua como las rutas comerciales que unieron la costa del Índico con el interior de África en el siglo XIX. Pocos aceptaron la presencia tanto de mercaderes extranjeros como de exploradores, que cartografiaban rutas por las que también marchaban cazadores de esclavos. Su oposición a los forasteros alimentó su reputación de guerreros temibles, un tópico que no hizo más que consolidarse en el período colonial, cuando muchos pastores masáis se negaron a matricular a sus niños en las escuelas modernas, usar el dinero impreso por los británicos o adoptar los modelos de ganadería impuestos por los colonialistas.

Al principio, mis abuelos no querían que me separase de mis vacas, pero ahora comprenden que necesito viajar y trabajar

Paul Sironka, masái

Esa hostilidad contra los colonos se transformó en lealtad durante un corto período de tiempo. Desde la década de 1890 hasta 1905 algunas comunidades masáis firmaron alianzas con los colonialistas británicos, que llegaron al este de África en un momento difícil para ellas. Una epidemia de peste bovina había alcanzado la región, matando cerca del 90 % del ganado, según las estimaciones de algunos viajeros. Y el hambre empujó a muchos pastores a robar las vacas de otras comunidades. Los masáis no eran tan numerosos como otros pueblos vecinos, que practicaban tanto la ganadería como la agricultura al mismo tiempo. Estaban en desventaja. Necesitaban protección contra sus enemigos, así como un socio con el que conseguir los rebaños de otros grupos. Por eso se unieron a los británicos, que identificaron este escenario de inestabilidad como una oportunidad para someter a un pueblo que temían. Los europeos usaron “una mezcla de engaños y diplomacia para simular […] que sus intereses coincidían con los de los masáis”, según describió en los años setenta el historiador Richard Waller. Pero estos acuerdos enseguida se convirtieron en papel mojado, y en repetidas ocasiones el gobierno colonial expulsó a las comunidades masáis de los terrenos que usaban.

Mientras que los líderes de otros pueblos del este de África colaboraron con la administración colonial para imponer políticas impopulares a su propia gente, pocos masáis toleraron esas propuestas. Todo lo contrario: en la primera mitad del siglo XX, los guerreros masáis iniciaron al menos tres levantamientos en contra de los colonos. Esas rebeliones mantuvieron encendidas las alarmas de los británicos, que a partir de 1910 exigieron a los pastores masáis en Kenia impuestos más altos que al resto de las comunidades. Debían pagarles dinero en efectivo. Así que muchos ganaderos no tuvieron más remedio que vender una buena parte de sus rebaños.

Medicinas tradicionales

Sironka está nervioso: mira la calle en silencio. Una lluvia gruesa empapa Kampala desde el amanecer. Esta tormenta gris, además de robar el resto de los colores de la ciudad, ha hundido el estado de ánimo del masái. Los peatones intentan protegerse de la lluvia dentro sus casas o en los porches de los colmados. Pero Sironka no puede esperar. Quiere vender sus sandalias cuanto antes.

Esta atmósfera melancólica anima a Sironka a confesar detalles íntimos: admite que el motor que le impulsa a caminar durante horas por todas las esquinas del este de África es un niño de ocho años, su único hijo. Todos los meses debe mandar dinero a unos amigos que han adoptado temporalmente a su pequeño en Dar es Salam, una urbe de seis millones de habitantes en la orilla tanzana del océano Índico.

Sironka comparte su camino con otro masái, Tom Laissa, que ha pasado la mitad de su vida –ahora tiene 32 años– en las carreteras del este de África. Las suelas desgastadas de sus sandalias han pisado Mozambique, Zambia, Tanzania, Kenia, Uganda y Sudán del Sur. Nunca se ha detenido a calcular cuántos kilómetros recorre cada año. Después de escuchar con atención a sus interlocutores, Laissa responde con frases cortas y una sonrisa tímida.

Suspendidas de las manos de Laissa como si fuesen una extensión de su propio cuerpo, dos garrafas de plástico ocultan en su interior el secreto mejor guardado de los masáis. En vez de sandalias, Laissa vende medicinas: brebajes cocinados con plantas silvestres. Según este masái, sus bebidas pueden curar toda clase de males, desde problemas estomacales hasta la disfunción eréctil. Su abuelo le enseñó a identificar las hierbas medicinales que crecen tanto en la sabana como en las laderas de las montañas del norte de Tanzania, diagnosticar enfermedades y cocinar un remedio para cada una de ellas, unos conocimientos que solamente compartirá con sus nietos. Desde entonces, Laissa combina una vida de autobuses desvencijados, fronteras internacionales y hoteles baratos en ciudades atestadas de tráfico, con paseos lentos por los últimos espacios naturales de Tanzania, registrando cada rincón en busca de las plantas que recogieron sus antepasados.

La identidad masái

A finales del siglo XIX, Europa pensaba que debía imponer sus culturas en el continente africano. Además de conseguir riquezas naturales, encontrar nuevas oportunidades económicas o exponer la superioridad de sus metrópolis, miles de colonos se desplazaron a África con el objetivo de rescatar a otros pueblos de tradiciones o religiones que ellos consideraban retrasadas. Así describieron su misión en este continente. Por eso, la resistencia de los masáis provocó que los colonialistas británicos los tachasen de hostiles e ignorantes. Los identificaron como un pueblo incapaz de comprender las ventajas de los hábitos europeos. Pero las luchas de estos pastores contra el colonialismo no eran reaccionarias. En realidad, los masáis pelearon por su derecho a escoger la manera en la que querían vivir.

Las comunidades masáis tampoco estaban ancladas en el pasado. Si bien mantuvieron algunas tradiciones durante miles de años –como el seminomadismo–, las costumbres que observaron los exploradores europeos a su llegada al este de África eran el resultado de cambios constantes. Su cultura, coma la de cualquier otro pueblo del mundo, evolucionaba continuamente.

En vez de identificarse como tanzano, Sironka se describe a sí mismo como “un masái”. Esa es su identidad, insiste, a pesar de que abandonó las tradiciones de sus abuelos. Este hombre solamente regresará a su aldea natal –alrededor de 20 cabañas redondas, pequeñas, construidas con barro y materiales vegetales– después de vender todas sus sandalias. Entonces, entregará a sus padres una buena parte del dinero que está ahorrando. Se divertirá con sus hermanos, que cuidan de los rebaños familiares, y pasará unos días con su mujer. Pero no durará mucho tiempo en ese pueblo. Tras una semana de descanso, empezará otro viaje.

—¿No es agotador estar siempre en la carretera…?

Sironka se encoje de hombros e insinúa en su boca una sonrisa cómplice.

—Bueno, mi vida es así —responde—. Eso es lo que hacemos los masáis: caminar. ¿No?

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