Agachado en el césped, Volodia el viejo coloca a la luz de la tarde una pequeña placa solar de la que sale un cable negro. Con una sonrisa triste, el hombre de cabello cano explica que lleva cuatro semanas sin luz. Confía en el sistema semicasero para poder cargar su teléfono móvil y el de Volodia el joven, su vecino, que barre las escaleras del portal, como si la colmena de estilo soviético del barrio de Saltivka, en la ciudad de Járkov, bajo ataque prácticamente constante de las tropas rusas, no tuviera las paredes cuajadas de metralla y casi todos los cristales reventados. “Y mañana volveré a limpiar”, dice mientras se encoge de hombros. El ser humano se acostumbra a todo, confirma Volodia el viejo.
Y los pocos que se han quedado en Saltivka, que lleva semanas en primera línea en el frente del este, han asumido como parte de su cotidianeidad vivir bajo el estruendo constante de las bombas en una guerra imprevisible que se puede prolongar. Rusia ha acumulado escasas ganancias militares en la ofensiva sobre Ucrania y el presidente Vladímir Putin ha modificado el foco para centrarse en avanzar sobre el área de Donbás, en el este de Ucrania, y sobre el sur, donde lucha por hacerse con el último punto de resistencia en la ciudad portuaria de Mariúpol, en el mar de Azov, la acería de Azovstal.
Los servicios de espionaje occidentales creen que el Kremlin no ha abandonado la idea de despojar a Ucrania de su soberanía. Advierten de que Putin puede estar preparándose para una larga batalla que no solo se puede cronificar en Ucrania, sino que con las últimas amenazas sobre Moldavia, con operaciones de desestabilización en forma de ataques en la región separatista de Transnistria —donde Moscú tiene un millar de soldados desde hace décadas y armamento de la época soviética— podría extenderse a otras parte de Europa del Este. En los canales estatales rusos abunda cada vez más la retórica que describe la guerra contra Ucrania como un conflicto mayor. Rusia contra la OTAN. El Kremlin contra Occidente y sus valores. Mientras, varios países occidentales que confiaron poco en las posibilidades de defensa de Kiev, han aumentado sus envíos de armas a Ucrania y han aprobado el aporte de más fondos para material de defensa con el objetivo de contener el apetito expansionista del Kremlin.
La vida sigue en Saltivka al margen de la geopolítica y de los cálculos del presidente ruso. Y en muchos de los patios residenciales arbolados en los que en otro tiempo jugaban los niños y charlaban los vecinos, ahora crepitan las hogueras en las que pequeños grupos de personas asan unos cuantos pedazos de carne que impregnan el ambiente de un olor a barbacoa que contrasta con la imagen de la desolación. Varias partes del barrio llevan semanas sin agua, sin electricidad y sin gas.
Se hace duro, comenta Lidia Zhdonova, que lee un librito religioso sentada en unas agujereadas escaleras. Santiguándose, explica que este viernes es uno de los días más tranquilos desde hace semanas. Menuda y sonriente, con una pañoleta floreada cubriéndole los cabellos, la ingeniera mecánica de 83 años reconoce que los ataques parecen más lejanos. El suelo también tiembla menos. Sin embargo, Zhdonova asegura que no se fía: “Hay que dar gracias cada día por estar vivos. Aunque aquí no vivimos, sobrevivimos”.
Las tropas ucranias están empujando con fuerza a los soldados rusos en una gran contraofensiva en el frente de Járkov. El Ejército de Kiev ha logrado recuperar el control de varios puntos clave en los alrededores de la ciudad en los últimos días. Pero la situación es muy volátil, apunta un portavoz militar. Y todavía falta afianzar las posiciones y, después, limpiar de minas todas las zonas desocupadas. Los analistas militares creen que el Kremlin se está preparando para endurecer su ofensiva en los frentes de Lugansk y Donetsk, en el área de Donbás, y avanzar hacia la ciudad industrial de Zaporiyia desde el sur y desde el mar Negro, desde donde el Ministerio de Defensa ruso aseguró este viernes que había lanzado varios misiles submarinos.
Edificios destripados
Antes de la guerra, Járkov tenía más de 1,5 millones de habitantes, la mayoría rusoparlantes. Ahora, la segunda ciudad por población de Ucrania, que ha sufrido un enorme éxodo y daños mayúsculos, ofrece un paisaje de edificios destripados, rascacielos reventados, misiles incrustados en el suelo y cicatrices de metralla. La localidad, un importante centro educativo y tecnológico antes de la guerra, es una de las más castigadas por las fuerzas rusas. Los bombardeos han destruido más de 16.000 infraestructuras, según el alcalde, Igor Terejov, más de 1.300 de ellas, edificios residenciales. Como la casa de Vladislav Malyshev. El hombre, uno de los líderes de las Fuerzas de Defensa Territorial, muestra las imágenes de su adosado, con la pared frontal completamente despedazada. El salón está lleno de cascotes y la bandera ucrania que plantó en el jardín antes de la invasión está agujereada.
La vida continúa y Yana Fidei practica para su clase de dibujo que, como todas, sigue online por culpa de la guerra. Vive con su hermano y sus dos abuelas desde hace un mes en el sótano de la tienda de Larissa, una mujer del barrio que también se ha quedado sin casa y que ha montado allí un refugio e instalado catres hasta en las estanterías del almacén, donde unos chavales juegan al futbolín. Yana tiene 12 años y echa de menos su casa, jugar al voleibol y pasear con sus amigos. Casi todos se han ido de la ciudad. Muchos de ellos están fuera del país, en lugares como Polonia o Alemania, desde donde su profesora de Dibujo imparte ahora también sus lecciones. Mientras los mayores charlan, la chica se pone los auriculares con música y reanuda su práctica a lápiz sobre un cuaderno. Todo sigue. Aunque hace una hora escasa, una mujer ha muerto a las puertas de la tienda-refugio de Larissa por fuego de artillería.
Las calles de Saltivka son un desierto al caer la tarde. Los ataques suelen ser indiscriminados e imprevisibles, pero cuando se va la luz son peores. No hay tiendas abiertas en el corazón del barrio, que depende de la entrega de alimentos, agua y medicinas de personas voluntarias como Vitalli Kuchma y su organización Mova Life, que se acercan a los barrios más calientes. Cuando llega su furgoneta o alguno de sus coches con comida caliente, pan y productos de primera necesidad, quienes se acurrucan en los sótanos salen a hacer cola.
La cotidianidad en Járkov también es dormir con el chaleco antibalas sobre el uniforme. Como hace la sanitaria Yulia Kozak, por si tiene que salir a toda prisa en ambulancia a atender alguna emergencia. Suelen recibir una decena de llamadas al día, explica en uno de los centros de primera respuesta de la ciudad, al que se han trasladado a vivir un tercio de los sanitarios. Algunos ya no tienen casa o su zona ha quedado invivible; otros prefieren encadenar turnos y quedarse allí a dormir. “Siento que la victoria está cerca. No es solo esperanza, lo digo con seguridad, como en las leyendas y en los cuentos creo que derrotaremos el mal juntos”, remarca convencida la sanitaria.
Para Anna Liholot, la nueva normalidad es pensar qué hacer de comer y de cenar. Cómo asearse. Y cómo permanecer a salvo. Vive con uno de sus hijos y sus cuatro gatos en el sexto piso de un edificio de Saltivka. En un piso con dos neveras que ya no funcionan y una cocina que se ha convertido en un almacén de cubos de agua. En su bloque, solo cuatro de los 30 apartamentos están habitados. Y por las noches, si no bajan al sótano a refugiarse, Liholot y su hijo se encierran en casa. La vida se ha vuelto muy dura en algunas partes del barrio, donde a veces estallan también peleas alimentadas por el alcohol o las drogas. La vida sigue y Liholot ya no piensa constantemente en los bombardeos y en la muerte a su alrededor, como en los primeros días de la guerra. Cada día se arregla como puede, se pinta la raya del ojo de color gris y sale a hablar con las vecinas. “Mi madre vivió hasta los 99 años”, cuenta, “yo tengo 75 y aspiro a tener mucha vida por delante”.
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