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Los volcanes de color del Dr. Atl: la reinvención de un fascista

El Dr. Atl pinta un paisaje en México. FOTO: MUNAL VIDEO: EPV



El cielo estaba despejado, pero durante semanas los habitantes del pueblo mexicano de Paricutín escucharon truenos. Truenos que no eran tormenta, sino quejidos subterráneos, un anuncio de lo que estaba por llegar. El 20 de febrero de 1943, justo cuando la Alemania nazi empezaba a perder fuelle, las tierras de cultivo se quebraron para dar paso a un volcán. Seis días después, sin perder tiempo, un sexagenario Dr. Atl se plantó frente a las faldas del cráter para pintar lo que se convertiría en una obsesión y en una oportunidad para dejar atrás un incómodo pasado fascista.

Para Gerardo Murillo (Guadalajara, 1875 – Ciudad de México, 1964), el verdadero nombre de Atl -agua, en náhuatl-, el estallido del Paricutín fue la culminación de una vida dedicada al estudio de “lo sublime”, fenómenos de la naturaleza que, por su grandeza, empequeñecen al hombre y lo conectan con otra dimensión. Excursionista empedernido, había escalado y pintado el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, los dos colosos que vigilan de cerca la capital mexicana. También había estudiado vulcanología en Roma, donde entró en contacto con el futurismo, un movimiento artístico que acompañó el auge del fascismo en Italia. “Gran parte de mi vida la he ocupado en escalar volcanes, en estudiarlos, en dibujarlos, y, de repente, la naturaleza puso a la puerta de mi casa un volcán nuevo”, escribió sobre el Paricutín, el más joven del continente americano.

Una amplia retrospectiva, que acaba de ser inaugurada en el Museo Nacional de Arte en Ciudad de México (hasta el 22 de julio), recoge parte de esa biografía pictórica del recién nacido, formada por decenas de dibujos y óleos, en carbón o brillantes colores, que el artista pintó al pie del Paricutín durante dos años. Lo plasmó en todos sus estados: en calma, con apenas un hilillo de humo; en actividad, entre densas humaredas; y en pleno estallido, lava y ceniza escupidas y mezcladas con las estrellas. “El Dr. Atl crece en un ambiente de rebelión antipositivista que sostenía que no todo podía explicarse por medio de la ciencia. Los artistas se empiezan a interesar en el espiritismo y en el ocultismo”, dice el curador de la exposición, Víctor Rodríguez, para explicar el origen de esa fascinación.

Además de relanzar su carrera como pintor, el trabajo en el Paricutín, uno de los focos de la exposición, le permitió “rehabilitarse” tras su papel como propagandista pronazi y antisemita durante la década de los treinta y los cuarenta, según el curador de arte Cuauhtémoc Medina. “Fue la forma en que él se reinventó”, explica. “En 1942, cuando México entra en la Segunda Guerra Mundial, el supuesto hundimiento de unos barcos petroleros mexicanos por un submarino alemán lo agarra con las manos en la puerta”.

Poco antes de la aparición del volcán y del posicionamiento de México a favor de los aliados, el intelectual había publicado Los judíos sobre América, un ensayo antisemita sobre “la penetración judaica en EE UU y México; su extensión; sus consecuencias”. “El Paricutín no fue un pretexto, pero con él Atl se distancia de las polémicas ideológicas en un momento en que la guerra va de salida y se centra de nuevo en sus estudios sobre la energía cósmica”, sostiene Rodríguez.




El Paricutín y sus lomas de arena. MUNAL

La derrota de las potencias del Eje también coincide con el relanzamiento de uno de sus proyectos más extravagantes: la construcción de Olinka, una ciudad ideal hecha de museos, teatros y observatorios astronómicos y habitada por artistas e intelectuales que trabajarían en medio de la naturaleza y lejos de la mediocridad del exterior -uno de los muchos lugares escogidos para levantarla fue el doble cráter del volcán La Caldera en Ciudad de México-. Presidida por un Templo al Hombre, una de sus misiones sería la búsqueda de la Atlántida que el artista vinculó al México prehispánico.

Para Medina, que acaba de publicar un ensayo sobre este episodio poco estudiado de la vida del intelectual (Olinka, El Colegio Nacional), la ciudad refleja el descontento de Atl con la “mediocridad democrática” y su fe en la “artistocracia o la noción de que los artistas debían gobernar el mundo” -la admiración del artista por Adolf Hitler se explica, en parte, por los escarceos del jerarca nazi en la pintura-. Pese a los numerosos intentos de Atl por recolectar apoyos entre los gobernantes del momento, ese sueño no llegó nunca a despegar por falta de presupuesto.

Más allá del fracaso del proyecto y de sus posturas políticas, este artista de muchas caras y marido de la pintora Nahui Olin dejó un legado importante. A principios del siglo XX, Atl defendió desde su puesto como director de la Escuela de Bellas Artes la necesidad de un arte monumental basado en la cultura y las luchas sociales de México. Y fue, según algunos expertos, precursor del movimiento muralista que dominaría la escena cultural del país durante la primera mitad del siglo. “Su nacionalismo no se expresa a través de movimientos políticos o sociales como los muralistas, sino por medio de su fascinación por la geografía del centro de México”, apunta Víctor Rodríguez sobre las diferencias entre Atl y el resto.

Aunque sus simpatías fascistas lo distanciaron de la pintura política -de izquierdas- de los muralistas, uno de los máximos exponentes de ese movimiento le lanzó un salvavidas al final de la guerra. En 1945, tras el éxito de las pinturas del Paricutín, el comunista David Alfaro Siqueiros dejó de lado el activismo político de Atl y lo alabó como responsable del “nacimiento del artista ciudadano”, según recoge Medina en Olinka. La lava, la real y la pintada, había sepultado los truenos incómodos del pasado.


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