En un rincón olvidado de Nueva Zelanda, donde se encuentran la tierra, el agua dulce y el mar, está la guardiana del fuego de Okarito, Keri Hulme. Vive en una aldea de unas 20 personas que en el siglo XIX fue centro de peregrinación por la codicia del oro, y que, cuando este se acabó, fue abandonada a la naturaleza que la ha recuperado como un rincón salvaje del Edén.
A unos 16.000 kilómetros de ahí, al norte, está Aasiaat, donde conviven el hielo eterno de Groenlandia con los verdes de la tierra que intentan abrirse paso; uno de los lugares preferidos de otro guardián, el de la historia de los continentes, William Glassley, quien nos lleva a este pueblo que combate el ánimo gris del Polo Norte con casas hechas de tablillas de múltiples colores.
Okarito y Aasiaat son el comienzo y el final de un periplo alrededor del mundo de la mano de siete escritores en una época de viajar poco debido a la covid-19. Sus voces sirven de inspiración —y de guía— en las ciudades que más les gustan, en sus sitios favoritos para departir con amigos o familiares, y por los espacios naturales que les recuerdan la belleza del mundo.
Keri Hulme, Okarito (Nueva Zelanda)
Al sur del distrito de Westland, en la costa oeste de la isla Sur neozelandesa, la escritora y ganadora del Premio Booker por El mar alrededor (editorial Automática) hace el siguiente retrato de Okarito: “Es una antigua morrena glaciar de cantos rodados y arena de playa, inapropiada para cualquier tipo de actividad agrícola. Tras el oro, de aquí se extrajo madera y el lino que alimentó tres pequeñas factorías, pero con la llegada del siglo XX, el número de personas se redujo a una veintena”.
“Hay abundancia de peces: anguilas y kanakanas, lisas de ojos amarillos y sollas de arena, koura [cangrejo de río] y pargos y mielgas. Y en el pasado la recolección de peces era solo el principio: donde el sur de Westland no es montaña o agua, es un bosque pluvial templado, rebosante de vida aviar. Kakapos [especie autóctona de loro] y kiwis, y moas antes de su extinción; wekas y patos de todo tipo, periquitos y palomas, incluso el tui y el korimako [mielero maorí]…, todos se cazaban y se almacenaban; los huevos de las gaviotas y los polluelos de las tiznadas pardelas, y el mimi koekoea [excremento del cuco]”.
Keri Hulme vive en Okarito desde hace muchos años. Frente a su casa hay un hangi (horno cavado en la tierra con piedras calientes, empleado en la cocina maorí) que la convierte, decíamos, en guardiana del fuego: “Imaginen una tarde de finales del invierno [austral], en agosto: la luna, que ha estado presente todo el día, un destello pálido como el vientre de un pez, se perfila, redonda, sobre el acantilado de Kohumarua. El cielo está libre de nubes. Las piedras —ladrillos refractarios, en realidad, nunca he sido defensora inflexible de la tradición— se han estado calentando con un fuego de rata [árbol de la zona] durante la última hora y están extremadamente calientes”.
“Mi función es la de cuidar el fuego, colocar las piedras encima y avisar del momento en el que es preciso levantar todo. Se cubre la kai [comida] con más hojas, con algunos helechos entre la col esta vez, y se llevan las cestas —cajas para botellas de leche en realidad, somos muy versátiles en Okarito— al horno. A fuerza de rastrillo mantengo las piedras libres de cenizas y al rojo vivo para garantizar la cocción de la comida. Con una pala cubrimos de tierra la última capa de tela y nos sentamos alrededor para tejer la siguiente hora y media, más o menos. Un poco de cerveza ayuda. Un poco de vino ayuda. La luna empieza a brillar argéntea según el sol se va ocultando. Cerca ya la noche, doy la orden de actuar, la tierra se retira a toda prisa a paladas y… ¡aaaaaaah! ¡Ese olor a vapor ligeramente ahumado que estimula la producción de saliva cuando se empieza a descubrir el umukai [horno de tierra]! Después, el sabor intenso y suculento del pescado y del cerdo, de la kumara (patata) del cordero, del maíz y la calabaza y el pato relleno”.
Lo que más disfruta Keri Hulme, más allá de la pesca y de la albañilería, es caminar casi con cualquier tiempo, salvo bajo un fuerte aguacero. “Estos diluvios mantienen los ríos accidentados e interesantes, aunque también peligrosos, así como al bosque pluvial feliz, pero suponen un ambiente deprimente para pasear. En dirección al este puedo dirigirme al bosque o subir por la ruta Trig Walk. En lo alto del sendero hay uno de los mejores escenarios de toda Nueva Zelanda: una panorámica de los Alpes del Sur, con el Aoraki (Monte Cook) por encima de todos y el Horakoau a su lado, y la gloriosa extensión de bosques vírgenes entre la cordillera y el mar de Tasmania”.
Eka Kurniawan, Yogyakarta (Indonesia)
El autor de obras como La belleza es una herida (Lumen) siempre está feliz de volver a su ciudad universitaria de Yogyakarta, en la isla de Java. “Se puede dar un paseo por Jalan Malioboro solo para ir de compras, y hay lugares deliciosos para comer, desde muy baratos hasta lujosos, en muchos callejones. Si te consideras una persona culta, hay muchos museos, galerías, espectáculos y librerías. También es la ciudad donde se encuentran la mayoría de las editoriales independientes, y está llena de universidades”.
Kurniawan vive en Yakarta, así es que su recomendación para ir a un bar o restaurante la tiene clara: “A medida que envejezco, rara vez salgo a bares o cafés, pero hay días en los que suelo pasar tiempo en la cafetería del centro de arte Taman Ismail Marzuki, en Cikini. Es un lugar donde he trabajado y también donde muchos artistas y escritores se reúnen”.
Para disfrutar de la naturaleza, el escritor se queda con los mares del este, en Bali, y sus alrededores, y también con un bosque: “Tenemos un gran bosque tropical en Kalimantan [Borneo] donde hay orangutanes. Incluso todavía tenemos animales antiguos, como los dragones de la isla de Komodo. Las cadenas volcánicas que se extienden por la isla de Java siguen siendo las favoritas de muchos jóvenes a los que les gusta escalar montañas”.
Joël Dicker, de París a los Alpes suizos
Autor de El libro de los Baltimore (Alfaguara), el escritor suizo se queda con París como ciudad favorita para pasear: “Es extraordinaria, de una gran belleza. Me encanta deambular por la isla de Saint-Louis, La Citè, por las orillas del Sena. Me trae muchos recuerdos porque cuando tenía 20 años viví allí, en el Distrito 4, por el que recomiendo pasear”.
Si se trata de reunirse con amigos o familiares en un sitio acogedor, Dicker prefiere un pequeño local de Ginebra, su ciudad natal: “El Café italiano. Es un restaurante familiar con una gran mesa que reúne a unas veinte personas en grupos de cuatro, seis o dos compartiendo la comida, la bebida o la conversación. Hay una interacción muy particular. Te sientes muy bien conociendo gente de distintas culturas alrededor de un plato de pasta o un café”.
Tras esta interculturalidad, Dicker escoge un paisaje natural muy suizo: los parajes de Engadina, en la vertiente sur de los Alpes. “Está en el cantón de los Grisones, en las cumbres de Flims. Es una estación en las montañas (engadin.ch) de una belleza extraordinaria, un lugar idílico”.
Ngũgĩ wa Thiong’o, leones salvajes en Kenia
Entre los entornos urbanos, el candidato al Nobel y autor de Nace un tejedor de sueños (Rayo Verde) se decanta por Mombasa y Malindi, en la costa de Kenia. Ciudades llenas de historia con marcas de presencia africana, árabe, persa, portuguesa y británica: “Fuerte Jesús fue construida por los portugueses en 1593. Son las civilizaciones citadas por el poeta inglés del siglo XVII John Milton, en su epopeya Paradise Lost, como las ciudades mostradas a Adán y Eva por el arcángel Gabriel, como consuelo después de su expulsión del jardín del Edén. Ubicadas junto al océano Índico, estas urbes son también conocidas por su vida verde, aguas azules, mucha arena y sol”.
Para comer o tomar algo, el escritor prefiere el distrito de Narok, a unos 40 kilómetros de Nairobi, donde se encuentra el hotel Sarova Mara: “Ya el viaje es una verdadera fiesta para la vista. Pasas por Limuru y desciendes por el valle del Narok. Uno se puede detener para ver la famosa iglesia construida por los prisioneros italianos de la Segunda Guerra Mundial. Sarova está en Masái Mara. En 2019 estuve con mi esposa. Degustamos comida deliciosa, como el nyama choma (parrillada tradicional), rodeados de la vida salvaje que luego fuimos a contemplar. Fue la primera vez que vi a los leones en la naturaleza”.
Esa experiencia única para Ngũgĩ wa Thiong’o lo lleva a recomendar el monte Kenia (5.199 metros), la segunda montaña más alta de África, en la frontera de Kenia y Tanzania. “Aunque está en el ecuador tiene nieves perpetuas en la cima. Los antiguos egipcios la conocían como una de las montañas de la luna. Se decía que los faraones habían sido visitantes ocasionales para el descanso y la comunión con las deidades. El monte Kenia también está en el centro de mi epopeya The Perfect Nine: La epopeya de Gĩkũyũ y Mũmbi”.
Gonzalo Celorio, periplo latinoamericano
La siguiente parada, junto al presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, nos lleva por América Latina y comienza con un viaje en el tiempo: la cantina centenaria de La Ópera, en el centro histórico de Ciudad de México. “Concurren ahí los fantasmas que la frecuentaban en vida, invocados por los parroquianos, quienes conversan sobre la historia de la cantina mientras los atienden meseros de edad sabia, renuentes a su jubilación”.
La cantina conserva, según Celorio, su prosapia porfiriana: “gabinetes cercados por mamparas de madera oscura, frisadas con tallas de motivos florales y amuebladas con asientos de terciopelo rojo y mesas de mármol. Se antojan compartimentos del tren presidencial de don Porfirio Díaz. La barra ostenta una imponente contrabarra, pletórica de botellas que se reflejan en el espejo que les sirve de respaldo. Los fustes de sus columnas son muy chaparros, porque la barra entera procede del antiguo Café Colón, desaparecido antes de la revolución, y hubo de adaptarse a la estatura del recinto”.
“Una vez estalló la revolución, las fuerzas zapatistas y villistas irrumpieron en Ciudad de México en 1914, y Pancho Villa y Emiliano Zapata tomaron un trago en La Ópera. El primero, conocido como El Centauro del Norte, dejó su firma en la cantina: un balazo en una de las trabes rococó del techo, cuya cicatriz aún se conserva. La larga historia de La Ópera sostiene los platillos que ahí se sirven, un afortunado mestizaje de cocina mexicana y española”.
Como Celorio se declara amante de las ciudades y viajero sedentario, su ruta por espacios naturales la hace “tramposamente, con lugares fronteros al paisaje”, de sur a norte. “La imponente cordillera nevada de los Andes, que empequeñece a mis volcanes Popocatépetl y Iztaccíhuatl, vista desde el avión antes de aterrizar en Santiago de Chile”.
“El estudio de mi añorado amigo Poli Delano en Cartagena de Chile, volado sobre el acerado océano Pacífico, que, con un par de whiskys, asume su condición de proa y se pone a navegar”.
“Cualquier restaurante de Puerto Madero (Buenos Aires) que mire al Río de la Plata, que oculta su condición fluvial para pasar por mar, si bien permite divisar, en la otra orilla, la ciudad uruguaya de Colón”.
“El mar Caribe desde la terraza del hotel del exconvento de Santa Clara, en Cartagena de Indias, la ciudad más bella de este continente”.
“La selva aledaña a la ciudad de San José de Costa Rica, que es muy civilizada; tanto, que ofrece las enormes hojas de las piñanonas a manera de paraguas bajo la lluvia”.
“El lago Atitlán de Guatemala, gigantesca plaza acuática rodeada por los pueblos indígenas de Santiago, Panajachel, Santa Catarina y San Antonio Palopó, San Lucas Tolimán, y San Pedro, San Juan, San Pablo, San Marcos y Santa Cruz de la Laguna”.
Mary Karr, éxtasis en Arizona
La escritora de La flor (Periférica & Errata Naturae) nos lleva a sus lugares predilectos de Norteamérica. “Soy una amante de Manhattan. Cualquier calle de Nueva York significa mucho para mí, es un lugar mágico, la ciudad más diversa del mundo”.
Para departir con amigos allí, Karr prefiere un local silencioso —en la Tercera avenida con la calle 79— donde sirven “un postre de limón delicioso y puedes hablar con tus amigos sin mucho ruido”.
A esta neoyorquina de adopción el recuerdo de la naturaleza que la acompaña siempre es el Gran Cañón, en Arizona. “Es como lo describe el poeta polaco y Nobel de Literatura Czeslaw Milosz: pareces estar delante de mil candelabros, y al verlo, crees en Dios. Es majestuoso”.
William Glassley, vírgenes paisajes árticos
Y del rocoso entorno del Gran Cañón volamos al frío polar con el autor de Un tiempo más salvaje (Errata Naturae), quien recuerda que el 20% de Groenlandia está libre de hielo. “La tierra expuesta, que cubre un área casi tan grande como España, alberga una población resiliente de poco más de 56.000 personas, la mayoría de las cuales vive en 20 pequeñas ciudades y pueblos”.
Uno de esos poblados es Aasiaat, con 3.069 habitantes, el cuarto más grande de Groenlandia, al suroeste de la isla. “Un excelente lugar para explorar este estilo de vida. Casas de madera pintadas de colores brillantes y medio escondidas en el terreno accidentado. En el borde de la bahía de Disko se observa cómo el pueblo está perfectamente situado para navegar en kayak entre ballenas y alrededor de los icebergs desprendidos de Sermeq Kujalleq, el glaciar que más rápido se mueve del mundo. El senderismo a lo largo de la costa o en los caminos que irradian desde la ciudad es una oportunidad para escapar a la naturaleza y ver, oler y escuchar la belleza especial que abunda en un paisaje ártico virgen”.
“Es un lugar donde se está en contacto con el origen de todo. Estar de pie en el borde de la enorme pared glaciar, escuchando la voz profunda del hielo que migra lentamente, que ha existido durante miles de años, cambia para siempre la forma en que ves el mundo; saber que esta es una parte de la historia humana que desaparece rápidamente hará que esa experiencia sea profunda y humillante”.
Su voz cierra un viaje extraordinario por un mundo siempre a la espera de ser descubierto, en lo real y en los recuerdos
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