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Luis Landero: “Escribir es mi tabla de náufrago”

Quedamos en el café Comercial, su oficina de recibir cerca de su casa, en el barrio de Chamberí de Madrid. No nos veíamos desde que nos conocimos en Cáceres, antes de la pandemia, en un concurso literario donde él ejercía como jurado. Ese día, puesto en el brete, por ser extremeño y jugar en casa, de guiar al lugar del evento a una comitiva compuesta por las escritoras Cristina Fernández Cubas, Elvira Sastre y la que firma estas líneas, Luis Landero, gentilhombre, se puso a la cabeza del grupo y pidió que lo siguiéramos “cual Indiana Jones”. Al poco, hubo de claudicar y tuvimos que acudir, muertos todos de la risa, al navegador del móvil de la joven Sastre para hallar el sitio, escondido en el dédalo del centro histórico de la villa. Me recuerda él mismo la anécdota, con precisión milimétrica, sirviéndome en bandeja la primera pregunta.

¿Tanto le gusta Indiana Jones?

Desde niño me atrae la figura del héroe, el que va al frente, más si hay una chica guapa. El problema es, luego, la realidad. Yo sueño mis novelas, sueño el amor, sueño los viajes. Soy más un soñador que un vividor que no encuentra acomodo en la realidad.

¿La realidad rebaja la ficción?

La pone en su sitio. La mata, la fastidia, la desencanta. Todos mis libros, al escribirlos, aspiran a ser perfectos. Luego se quedan en lo que se quedan. En el amor pasa igual. Todos los sueños están llamados a despertar. El amor tiene mucho de ficción, y bendita ficción, hasta que llega la realidad.

Ya decía Carmina Ordóñez que estaba “enamorada del amor”…

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Qué gran frase. De adolescente, yo también estaba enamorado del amor porque leía a Bécquer, a Neruda, a Juan Ramón. Estaba intoxicado de lírica y me enamoraba de la primera chica guapa que veía. Luego eso lo proyectas en la persona con la que estás, pero el amor es una invención.

Publicó su exitoso ‘Juegos de la edad tardía’ a los 40. Ahora, a los 73, ¿en qué edad se encuentra?

Soy un viejo. A los 40, cuando publiqué esa novela, aunque empecé a pensar en ella a los veintitantos, es cuando los sueños que no se han cumplido empiezan a ser espejismos. A los 73, imagina: estoy en la última vuelta del camino. Miro las necrológicas y veo que cada vez me queda menos.

Hay a quien le ofende la palabra viejo y prefiere eufemismos.

Porque no aceptamos la muerte, y todo lo que sea conjurarla, aunque sea ridículo, nos vale. Decimos ‘se fue’ en vez de ‘murió’. Llamamos ‘chico’ o ‘chica’ a gente de 60 años. Hay que aprender a ser viejo antes de serlo, a ir aceptando las reglas del juego.

¿Cuánto se gusta como escritor? ¿Hay una edad de plenitud?

Para mí escribir no tiene gran mérito. El mayor éxito en mi vida ha sido conseguir, con el paso del tiempo, estimarme como escritor, y porque los demás me han dicho que sirvo para algo. Así he logrado sosegar algo las tormentas de la inseguridad. Pero si leo diez críticas y una es mala, es la que me creo, porque esa es la de quien me ha cazado.

¿Bajo de autoestima?

Me he estimado muy poco en la vida,y tampoco ahora me estimo gran cosa. Fui educado para eso. En casa, lo de fuera valía muchísimo y lo de dentro, nada. Las heridas de la infancia no se curan nunca. Pero, además, yo mismo he ido yendo hacia el escepticismo. No quiero contar mis penas, pero hace un tiempo que tengo el paso cambiado. Miro las cosas con distancia y una especie de desencanto, y uno no sabe cómo se vuelve a encantar. Relativizo mucho. Doy menos importancia a muchísimas cosas.

¿Y a qué se la da?

Sobre todo al sufrimiento de la gente. Cada vez me he ido haciendo más moral, más moralista.

¿Más estrecho?

No, moralista en el sentido de que me importa que haya paz. Felicidad no, porque esa palabra la tengo descatalogada hace tiempo. Se ha creado en mí una especie de dureza y, a la vez, una tremenda dulzura hacia los demás. Escribir es mi salvación, mi tabla de náufrago. Me he resignado a mí mismo.

Una historia ridícula, su último libro, es divertido de tan hondamente triste.

Lo escribí en el confinamiento. No tenía nada mejor que hacer y me puse a tontear a ver qué salía. Es un divertimento, una gansada. Pienso que es una novela cómica, en el mejor sentido. Trata de lo que de ridículo puede tener la existencia humana. Esas pequeñas cosas que pueden acabar siendo definitivas. La chinita en el zapato. A Marcial, el protagonista, le di cuerda y tuve que pararlo. El libro lo escribió él solo, no es broma. He conocido a muchos Marciales en la vida. Esos charlatanes, esa gente a medio formar, que no pudo acceder a la alta cultura, pero que carraspea antes de hablar y se da importancia.

Porque he leído que lo fue, y además bueno, pero, con esa melancolía, no logro imaginármelo a usted de guitarrista flamenco.

Mira: [me enseña en su móvil un vídeo de un reportaje del NO-DO donde se lo ve tocando muy inspirado para el bailaor Paco de Alba, en una actuación en el Mesón del Segoviano en 1968]. Soy el de lunares…

Qué pelazo. Quien tuvo, retuvo.

Bueno, las patillas me las pintaron. Y la camisa era de atrezzo, de los almacenes Cornejo. El pelo es mío, eso sí. También toqué con el cantaor Manzanita. ¿Te acuerdas? Uno joven, guapo, algo grueso. Yo no era malo. Me ganaba bien la vida. Pero siempre supe que quería escribir, y escribía en secreto. Mi padre me puso a trabajar a los 14 años, estudié Administrativo y lo que iba cayendo. Tuve mi época golfa. Hasta los 30, hice y viví lo que la vida me obligó a vivir. Hasta que, a los 30, ya casado y con hijos, saqué las oposiciones a profesor, me dediqué a la literatura, y es como si hubiera entrado en un convento. Me metí en la madriguera, que es donde estoy a gusto.

Tras publicar su último libro dice estar “en barbecho”. ¿Cuál es el abono que precisa?

Desintoxicarme de palabras. Limpiar la mirada. Purgarme para no incurrir en tópicos, en terreno arado, en el autoplagio. Y, sobre todo, no torturarme por no escribir. Si no escribo me torturo y pienso que estoy perdiendo el tiempo. Pero ahora, como acabo de publicar, tengo bula. Y eso es tierno, ¿no? Como el crío que tiene los deberes hechos.

Tiene mucho éxito entre los lectores jóvenes. ¿Le sorprende?

Sí, gratamente. A nadie le amarga un dulce. Intento agradar a los demás. Ahora, quiero gustarte, agradar, quedar bien, que te sientas bien conmigo. Y cuando salgo a cenar con amigos, soy simpático, el que más canto en la sobremesa. Pero en esencia soy un solitario. Luego vuelvo a la madriguera. A escribir. Ahí soy yo. Haciéndolo lo mejor que sé, con xeito, que decimos en mi tierra extremeña en la raya con Portugal. Con toda la seriedad del mundo, como los niños cuando juegan.

MARCIAL EL GRANDE

Marcial, el protagonista de Una historia ridícula, la nueva novela de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 73 años) es un tipo y un prototipo. Un pobre hombre, o no tan pobre, que quiere saber y no puede porque no pudo aprenderlo de pequeño y, de mayor, ya no quiere o ya no le es posible y no acaba nunca de encajar en ningún círculo. El  libro, escrito durante lo peor del encierro por la pandemia, ha sido un divertimento para el escritor, que tenía al personaje rondándole por la cabeza desde hace años y, hasta que no dejó “volar” al personaje, no creía que de ahí fuera a salir nada más allá que un juego privado. El autor de Juegos de la edad tardía, aclamado por el público y la crítica, habla en esta entrevista de sueños y realidades y se autodenomina “viejo” a sus 73 años. Sobre su eterna candidatura en las quinielas al premio Cervantes comenta, descreído: “no me quita el sueño”

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