Lula da Silva habla a sus seguidores tras conocer su triunfo, este domingo.NELSON ALMEIDA (AFP)
El hijo de doña Lindu vuelve a hacer historia. Nadie ganó nunca unas elecciones brasileñas con tantos votos (60 millones) ni con una diferencia tan minúscula. Luiz Inácio Lula da Silva ha culminado este domingo su resurrección política y ha llevado de nuevo a la izquierda al poder en Brasil, casi tres años después de salir de la cárcel, donde pasó 580 días. Lula, como se le conoce en todo el mundo, ha recibido el regalo soñado por los 77 años que cumplió el jueves. Ha derrotado por la mínima al presidente Jair Messias Bolsonaro en las urnas electrónicas. Con el 99,9% escrutado, Lula tiene un 50,90% de los apoyos frente a un 49,10% de su contrincante. Este triunfo significa que la izquierda brasileña regresa al poder dos décadas después de su primera e histórica victoria y seis años después de que su sucesora fuera desalojada en un impeachment. Los brasileños han desalojado a su primer presidente de extrema derecha, un antiguo militar nostálgico de la dictadura que durante cuatro años ha sometido a las instituciones a una tensión aguda y constante. Existe una enorme expectación sobre si Bolsonaro aceptará la derrota o no. El presidente derrotado ha seguido el recuento en su residencia oficial, en Brasilia.
El presidente del Tribunal Superior Electoral, el juez Alexandre de Moraes, ha revelado que telefoneó a los dos candidatos antes de proclamar los resultados. “No vemos ningún riesgo real de contestación (de los resultados”, ha dicho en una comparecencia.
Un puñado de votos ha inclinado la balanza. Como Brasil vota desde hace 25 años en urna electrónica, el recuento ha sido ágil. Los brasileños elegían entre dos viejos conocidos después de la campaña electoral más sucia de su historia, plagada de mentiras y golpes bajos. Para el candidato izquierdista, era “una elección entre democracia y barbarie”. Para su rival, un duelo “entre el bien y el mal”. Era una disyuntiva entre virar hacia el centro o profundizar el volantazo a la ultraderecha emprendido hace cuatro años.
Con Lula, se espera que Brasil vuelva con fuerza a la escena internacional, impulsado además por una América Latina que culmina su viraje a la izquierda. Con el fundador del Partido de los Trabajadores (PT) al timón de Brasil, por primera vez en la historia, las cinco principales economías de la región estarán gobernadas por progresistas. El primer dilema de política exterior de Lula será definirse sobre la guerra en Ucrania. Después, el gigante latinoamericano deberá encontrar su lugar en la cada vez más agresiva disputa entre sus dos principales socios comerciales: China y Estados Unidos. El presidente Joe Biden ha felicitado a Lula y ha calificados los comicios de “libres y justos”.
“Intentaron enterrarme vivo y aquí estoy”
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Consciente de lo ajustado de su victoria, en sus primeras palabras tras el resultado electoral, desde un hotel de São Paulo, Lula ha querido subrayar su voluntad de gobernar para todo el país. “Gobernaré para 215 millones de brasileños. No hay dos brasiles, hay un solo país, un único pueblo, una gran nación”, ha proclamado. También ha enfatizado lo que representa su vuelta al poder: “Me considero un ciudadano que ha vivido un proceso de resurrección. Intentaron enterrarme vivo y aquí estoy”. Con su regreso, Lula considera que se revitaliza la democracia en Brasil. “No es una victoria mía, ni del PT, ni de los partidos que me han apoyado, es la victoria de un gran movimiento democrático por encima de partidos, de intereses personales…”, ha señalado. Su prioridad, la misma que en 2003: “Nuestro compromiso más urgente es acabar otra vez con el hambre”. Poco después de certificarse el triunfo, una multitud tomó la avenida Paulista, la principal arteria de São Paulo.
Este resultado tan reñido coloca a Brasil en una situación aún más polarizada que en los últimos años. Pero, como ha repetido Lula en esta campaña, el amor ha vencido al odio; y la esperanza, al miedo. Y él consigue la oportunidad de reescribir su legado al regresar a la jefatura del Estado, que ya ocupó entre 2003 y 2010.
Tendrá que moverse con cautela. Tiene por delante una tarea titánica porque el bolsonarismo tiene el mayor grupo parlamentario del Congreso, más de 33 millones de brasileños padecen hambre, la pobreza avanza, el crecimiento económico es anémico y la coyuntura internacional, compleja.
El bolsonarismo, además, ha logrado apuntalar su poderío parlamentario con una victoria en São Paulo, el Estado más rico y poblado. Su próximo gobernador será Tarcisio de Freitas, militar y exministro de Infraestructuras, que ha derrotado a Fernando Haddad, al que Lula ungió como candidato presidencial hace cuatro años desde prisión. De Freitas, que ha concurrido como candidato de un partido vinculado a una Iglesia evangélica, ha aniquilado al centroderecha clásico en su principal feudo. El gobernador electo se ha mostrado conciliador y ha pronunciado unas palabras especialmente importantes esta noche en boca de un aliado de Bolsonaro: “El resultado de las urnas es soberano”.
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Quedan por delante dos meses hasta que Lula tome posesión el próximo Año Nuevo en Brasilia. Ahora, el presidente electo deberá sentarse a negociar la formación de Gobierno con la coalición de 10 partidos que le ha aupado al poder, que empieza a su izquierda y abarca hasta el centroderecha. Nadie duda de que desplegará sus extraordinarias habilidades de negociación para acomodarlos. Fundamental para aminorar los recelos del poder económico y lograr apoyos conservadores ha sido su futuro vicepresidente, Geraldo Alckmin, de 70 años, figura histórica del PSDB y al que Lula derrotó en las presidenciales de 2006. “Compañero Alckmin”, le llama.
Pese a las presiones del poder económico, Lula se ha resistido a detallar cómo pretende alcanzar sus ambiciosos objetivos sin abandonar la responsabilidad fiscal y que le cuadren las cuentas públicas o decir a quién quiere de ministro de Economía.
Lula se presentaba como el hombre que reconstruirá la erosionada democracia. Promete priorizar a los pobres, mimar a sus compatriotas y llevarlos de regreso a tiempos más felices y prósperos al frente de una amplia coalición.
Bolsonaro buscaba la reelección como abanderado de “Dios, patria, familia y libertad”, para liberalizar la economía e impedir que el gigante latinoamericano se convirtiera “en una Venezuela”. Su gestión negacionista y negligente de la pandemia alejó a parte de los que le apoyaron entonces y, con él, la deforestación de la Amazonia se ha disparado. En los últimos meses, se ha embarcado en una frenética carrera de pagos directos al bolsillo de 20 millones de pobres, camioneros y taxistas para aumentar sus opciones de reelección.
Lula ha votado en São Bernardo do Campo, la ciudad metropolitana de São Paulo donde se forjó como sindicalista hace medio siglo. “Hoy el pueblo define el modelo de Brasil, el modelo de vida, que desea”, ha dicho. Su adversario, que ha votado en un barrio militar de Río de Janeiro, ha proclamado: “Si Dios quiere, esta tarde saldremos victoriosos, o mejor, Brasil saldrá victorioso”.
Muchas ciudades han ofrecido transporte público para facilitar el voto, un empujón sobre todo para los más pobres. El aumento de operaciones de la policía de tráfico en el nordeste del país, el gran granero de votos de Lula, agitó la jornada de votación, pero las autoridades electorales consideran que no han impedido votar, en todo caso han retrasado la llegada a los colegios electorales.
Dudas sobre la reacción de Bolsonaro
Existe el temor de que Bolsonaro emprenda una deriva insurgente al estilo Donald Trump. Por eso, las autoridades electorales han cobrado un enorme protagonismo y han invitado a los embajadores extranjeros a seguir el recuento en la sede del Tribunal Superior Electoral, en Brasilia.
El 94% de los electores tenían decidido hace semanas su candidato —el que más le convence o el que menos aborrece—. Porque millones de electores votaban, tapándose la nariz, para echar a Bolsonaro o evitar el regreso de Lula. Esta ha sido también una victoria del antibolsonarismo frente al antipetismo.
Los esfuerzos de las autoridades electorales para frenar la desinformación y eliminar las noticias falsas han sido insuficientes y, para colmo, en ocasiones han derivado en censura. Ambos candidatos han gastado dinerales en llenar las redes sociales con noticias falsas sobre el rival —sobre todo Bolsonaro, pero también Lula en la recta final— para ahuyentar a cualquier indeciso tentado de votarle. Las falsas acusaciones han llegado a niveles delirantes: canibalismo, satanismo o pederastia.
La primera vuelta, celebrada el pasado día 2, fue mucho más reñida de lo que Lula esperaba y de lo que los sondeos pronosticaron. Bolsonaro mostró su fortaleza al conquistar la mayoría del Congreso y al quedar cinco puntos por detrás del izquierdista (43% frente a 48%). Cada uno salió a recabar apoyos inmediatamente. Lula logró el respaldo de los candidatos que quedaron en tercera posición (Simone Tebet, de centroderecha,) y en cuarta (Ciro Gomes, de centroizquierda). Tebet le ha acompañado en muchos mítines desde entonces. Bolsonaro, por su parte, tardó muy poco en sumar a sus filas a los gobernadores de los tres principales estados, São Paulo, Río de Janeiro y Minas Gerais.
A lo largo de los últimos meses, la campaña ha sido más una sucesión de ataques cada vez más furibundos que un contraste de programas. Las propuestas han brillado por su ausencia. Lula ofrece a sus compatriotas un regreso a los gloriosos años de principios de siglo, cuando él hizo historia al convertirse en el primer obrero presidente de Brasil y los brasileños prosperaron como nunca, sobre todo los más pobres.
Nadie ha ofrecido muchos detalles ni siquiera sobre un asunto crucial, la paga de 600 reales (unos 114 euros) que reciben 20 millones de pobres y que ambos han prometido mantener con matices que diferencian sus propuestas. Lo que ninguno ha dicho es de dónde saldrá el dinero necesario para financiar el llamado Auxilio Brasil, que es una versión bolsonarista del antiguo programa de ayuda Bolsa Familia.
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