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Macron convoca un foro para reformar la policía de Francia tras las acusaciones de racismo


“Hey. Me he enterado de la noticia. Estoy tan sorprendido”.

Valentin Gendrot recibió varios mensajes de texto por teléfono hace unas semanas de un antiguo colega, seguramente desconcertado y decepcionado por lo que acababa de descubrir: que su compañero no era quien había dicho ser durante los meses que trabajaron juntos en la comisaría del distrito 19 de París. Gendrot, de 32 años, no era un policía, sino un infiltrado. Un periodista encubierto con un fin: revelar más tarde, en un libro, lo que desde fuera no se ve, las prácticas irregulares y las deficientes condiciones laborales en las fuerzas de seguridad.

“Es un mundo paralelo. Y es imposible imaginarse lo que es la policía cuando uno no ha estado dentro”, dice el autor del recién publicado Flic (Poli, en castellano). “Es un mundo violento, incluso en las relaciones entre los policías. Y, evidentemente, en la relación de estos con la población. Cuando patrullábamos en coche o furgón, y pasábamos por delante de un edificio donde había un grupo de jóvenes, el comentario de los policías era: Ahí andan de nuevo los bastardos. Y en la mirada de los bastardos —negros, de origen árabe o migrantes— se veía la desconfianza. Nos miraban mal. Hay dos clanes, dos minorías: los policías y esta población. Parecen irreconciliables. Y en ningún momento un policía dará un paso hacia ellos, ni ellos hacia la policía”.

Si no supiésemos que se trata de Valentin Gendrot, podríamos creer que el hombre que se sienta en esta terraza de un barrio popular del norte del París es un policía de paisano que toma el café antes de comenzar la jornada laboral, y no alguien a punto de ser entrevistado. El periodista conserva un aire de flic.

Y, por eso, no se hace difícil imaginar cómo en septiembre de 2017 pudo ingresar sin llamar la atención en la escuela para seguir un cursillo que en tres meses le permitiría ejercer de “adjunto de seguridad” o policía bajo contrato. Estos agentes, que en París cobran una media de 1.320 euros mensuales netos, ocupan un escalafón inferior a los funcionarios, pero están habilitados para llevar armas y vestir el uniforme. Tampoco resulta inverosímil que Gendrot, después de otro destino, lograra entrar en una comisaría del distrito 19 de la capital sin despertar sospechas.

“Al principio fui yo quien me infiltré en la policía”, explica. “Al cabo de tres o cuatro meses, fue la policía la que se infiltró en mí. Hice mías palabras, códigos y actitudes de mis colegas”.

Lo que vio durante el medio año que estuvo en el distrito 19 lo cuenta en Flic. Sorprende la breve formación y lo fácil que resulta convertirse en policía en plena amenaza terrorista. También la desidia. Cuando una mujer se acerca a la comisaría y cuenta que su marido la amenaza de muerte, es ignorada. No es una vida alegre: los policías intercambian mensajes en sus grupos de WhatsApp con noticias de suicidios de agentes. A algunos, les obsesionan los bâtards, los “bastardos”, nombre que usan para referirse a negros y árabes.

“Los policías violentos y racistas son una minoría”, repite varias veces Gendrot durante la entrevista. Sus colegas aparecen camuflados bajo nombres falsos, así como algunas localizaciones geográficas.

Flic no revela grandes novedades. En los últimos años, han proliferado en Francia las denuncias por brutalidad policial. Con métodos tradicionales, la prensa y las ONG han aportado información abundante. Lo novedoso es el método: la inusual infiltración.

Un día, patrullando, Gendrot y sus colegas piden explicaciones a unos adolescentes que escuchan música a todo volumen en la calle. Les registran. La tensión sube. Un poli abofetea a un muchacho. Se lo lleva en la furgoneta. Lo golpea de nuevo. Lo meten en el calabozo. El acta de la detención culpa al muchacho. Más tarde este pone una denuncia por violencia policial. Gendrot da un testimonio falso para encubrir al agresor.

Que el periodismo de inmersión —disfrazarse para obtener información— puede plantear problemas éticos, es sabido. ¿Es lícito engañar para alcanzar la verdad? ¿No aboca al encubierto hacia una pendiente resbaladiza? ¿Dónde acaba la escenificación y donde empieza la realidad? De Günter Wallraff, que se hizo pasar por inmigrante turco en Alemania, a Florence Aubenas, que trabajó de limpiadora para contar la experiencia de los precarios en Francia, hay antecedentes notables. ¿El fin justifica los medios? ¿Siempre?

La mentira, argumenta Gendrot, es “un daño colateral para contar lo que el gran público no puede ver”. Él encubrió una actuación ilegal de las fuerzas del orden en la que un menor sufrió agresiones abusivas. Podría haber defendido al menor. Podría haberse negado a dar falso testimonio. Podría haber puesto fin a la infiltración. Prefirió continuar. “Encubrir este error quizá me permita denunciar otros mil”, se justifica en el libro durante un momento de duda.

El 3 de septiembre, tras publicarse Flic, el Ministerio de Justicia trasladó los hechos a la Fiscalía y a la Inspección General de la Policía Nacional, la llamada “policía de los policías”. A fin de cuentas, Gendrot era entonces policía y su obligación era cumplir la ley y hacerla cumplir, cosa que no hizo. Él, que se define como periodista, dice celebrar poder dar explicaciones para corregir su testimonio.

“Lo vivo como un caso de conciencia. Por haber encubierto y por no haber actuado”, admite. “A veces pienso en este adolescente. ¿Qué pensará de la policía?”.


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