Era una de las promesas, aplazada varias veces, que el presidente Emmanuel Macron formuló hace dos años para responder a la revuelta de los chalecos amarillos contra las élites: la supresión de la Escuela Nacional de Administración (ENA), el centro donde se forma a los altos funcionarios franceses. La ENA es un centro de excelencia para los mejores dirigentes, pero con la reputación de ser una institución rígida y elitista. Macron prevé anunciar este jueves que la remplazará por un centro que se llamará Instituto del Servicio Público (ISP), teóricamente más flexible y abierto a la sociedad.
El anuncio de Macron, adelantado por varios medios franceses, debe cerrar un capítulo de casi ocho décadas en los que la ENA ha fabricado primeros ministros y presidentes de la República, altos funcionarios y ejecutivos de grandes multinacionales. La fundó, al final de la Segunda Guerra Mundial, el general De Gaulle, convencido de que una de las causas del derrumbe de Francia ante la Alemania nazi en 1940 y los cuatro años siguientes de ocupación había sido la quiebra moral y organizativa de las élites francesas, y entre estas, la funcionarial.
La idea en 1945 era que, para reconstruir el país, hacía falta un cuerpo de altos funcionarios seleccionados y formados con criterios meritocráticos y con los mayores niveles de competencia. Macron no renuncia a esta idea. Pero sí entierra la marca ENA, que goza aún de prestigio en el extranjero. En Francia, sin embargo, se había convertido con los años en el símbolo, quizá injusto pero arraigado, de una aristocracia arrogante y alejada de las realidades del francés de a pie, una élite marcada por una misma visión del mundo y una manera de actuar e incluso de razonar y de hablar.
A partir de 2022, Francia ya no reclutará y educará a sus altos funcionarios en la ENA, sino en el ISP, que mantendrá la sede actual en Estrasburgo y el mismo método de selección por oposiciones. El simbolismo del cambio de nombre no es menor en un país cuya identidad es indisociable del Estado y en el que, tras cortar la cabeza al rey en 1792, sustituyó las bizantinas jerarquías de la corte por una auténtica aristocracia de la función pública. Su encarnación más reciente son los denominados enarcas. Macron, graduado en 2004, es uno de ellos.
Con la reforma, una vez salgan de la nueva ENA, los alumnos ya no se encaminarán hacia una administración determinada en función de sus resultados académicos, como hasta ahora. Lo que ocurría era que los mejores se dirigían a uno de los llamados grandes cuerpos del Estado (la élite de la élite: la Inspección de Finanzas, el Consejo de Estado o el Tribunal de Cuentas) y podían pasarse ahí el resto de sus carreras, como una renta vitalicia. Esta práctica se acabó.
A partir del año próximo, todos los graduados se incorporarán en un cuerpo único, el de los administradores del Estado, y antes de integrarse en uno de los grandes cuerpos deberán pasar años de trabajo sobre el terreno. La nueva ENA también incorporará reformas que se habían puesto en marcha en la antigua ENA, como la creación de una oposición específica para candidatos de barrios desfavorecidos. El anuncio en febrero, por parte de Macron, de esta y otras reformas dio a entender que la vieja institución podría sobrevivir; no ha sido así.
La escasa diversidad social y cultural de la ENA es un problema que se ha agravado con el tiempo. El sociólogo Pierre Bourdieu ya diagnosticó en los años 80 que instituciones como esta perpetuaban las desigualdades sociales, pese a su vocación meritocrática, o debido a ella, porque los hijos de enarcas, o de profesionales liberales, disponen para entrar en la ENA de las herramientas adecuadas y conocen los trucos, que los hijos de la clase trabajadora y de la inmigración desconocen.
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No es extraño que la reforma de la ENA empezara a fraguarse durante la revuelta de los chalecos amarillos, franceses de las periferias urbanas y de las pequeñas ciudades alejadas de los centros del poder. Macron lanzó la propuesta al final de la serie de debates con ciudadanos que organizó a principios de 2019. Y la concreta en un momento en la que la gestión de la pandemia ha puesto en duda la eficacia del poderoso Estado francés.
La discusión ahora es si se trata de un cambio de nombre y algunos ajustes organizativos, o si la transformación va mucho allá. La Escuela Nacional de Administración desaparecerá y dejará de producir enarcas, pero Francia seguirá preparando a sus dirigentes con criterios de excelencia. El nombre cambia; la idea sobrevive.
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